Sonó el disparo de un mosquete. La bala silbó por encima de su cabeza y golpeó el agua a unos diez metros por delante del africano. Singbé miró por encima del hombro. La chalupa estaba allí mismo y el hombre de proa cargaba el arma. Singbé se zambulló por debajo de las olas y nadó alejándose de la chalupa y de la costa. El agua del Atlántico era oscura y verde. Nadó con fuerza aunque no veía nada. Notó una sensación de quietud y paz como si estuviese metido en una nube. Si moría aquí, en la profundidad del mar, ¿su espíritu se elevaría para llegar al cielo, o se perdería para siempre entre los peces? La imagen de Stefa y los niños apareció en su mente. Incluso ahora una parte de él todavía creía que volvería a verlos. Nadó hasta que le ardieron los pulmones y la necesidad de respirar le provocó un tremendo dolor en el pecho y la garganta. No podía resistir más. Pataleó con fuerza y asomó la cabeza por encima de las olas al tiempo que boqueaba con desesperación para llevar aire fresco a los pulmones. En el momento en que se daba la vuelta, la pala de un remo le golpeó en la sien.
—¡Bienvenido a América, pirata hijo de puta!
Singbé volvió a ver la imagen de Stefa durante una fracción de segundo y después se hundió en las tinieblas. Los marineros cargaron el cuerpo inconsciente en la chalupa. La nave de la armada, el
USS Washington
, tenía sujeto al
Amistad
con las maromas para remolcarlo. Su capitán, el teniente de navío Thomas Gedney, escuchó al melifluo español, Pepe Ruiz, contar su lacrimógeno relato sobre cómo los esclavos se habían amotinado para después asesinar al capitán y a su tripulación. Suponía que pretendían llegar a un puerto sin esclavitud, o quizá convertirse en piratas, aunque eran muy malos marineros. De no haber sido por el otro español, Montes, y por su pericia al timón, ahora todos estarían muertos. Dio gracias a Dios de que la marina norteamericana les rescatara. Ruiz, que no olvidó mencionar sus estudios en Connecticut, añadió que estaban todos famélicos y que no hubieran tardado mucho en morir de hambre. Ruiz también manifestó su interés por reunirse con un representante del consulado español tan pronto como llegaran a puerto para solucionar cuanto antes el regreso a Cuba con sus esclavos y lo que quedaba de la carga.
Gedney aseguró a los españoles que todo se arreglaría en cuanto regresaran a puerto. Ordenó que los esclavos permanecieran vigilados en la bodega del
Amistad
, excepto el jefe, que fue encadenado en el calabozo del
Washington
, y los niños, a los que alojaron en el camarote de Ferrer. Gedney ordenó al cocinero que preparase raciones para todos y que les dieran el agua que quisieran. Cedió su camarote a Ruiz y a Montes. Era casi medianoche cuando el
Washington
levó anclas.
—Trace un rumbo para ir a puerto, señor Tucker —ordenó Gedney.
—Sí, señor. ¿Nueva York, señor?
—No. Nuevo Londres.
—Sí, señor.
El teniente Meade, el primer oficial de Gedney, le volvió la espalda al navegante y susurró:
—¿Nuevo Londres?
—Ya lo sé, Richard. Está un poco más lejos. Pero pretendo reclamar los derechos de salvamento para nosotros y la tripulación.
—Eso también podemos hacerlo en Nueva York, Tom. No comprendo cuál es la diferencia.
—¿Cómo se calculan los derechos de salvamento? —replicó Gedney con expresión risueña.
—Es un porcentaje sobre la base del valor añadido estimado de la nave y la carga.
—Así es. O sea, que si la remolcamos a Nueva York, reclamamos el valor del barco y lo que queda de la carga en la bodega. Pero si la remolcamos hasta Nuevo Londres, el valor de la carga se incrementa automáticamente en una suma muy considerable.
—¿Cómo es eso?
—La esclavitud todavía es legal en Connecticut.
Apareció una sonrisa en el rostro de Meade y ambos se echaron a reír como hombres que acaban de descubrir que están sentados sobre una montaña de oro.
Andrew T. Judson se consideraba a sí mismo un hombre justo y comprensivo. Mucha gente en Connecticut estaba de acuerdo con esta valoración. Judson gozaba de un gran respeto tanto entre los líderes de la comunidad como entre los políticos, entre sus colegas y entre la prensa. Era un devoto congregacionista y solía alquilar un banco en la primera fila para él y su familia en la iglesia de New Haven. Era muy conocido como hombre de principios y respetable austeridad, dotado de una gran inteligencia, y, cuando lo exigían las circunstancias, capaz de una implacable perseverancia. Judson era además un buen demócrata, una estrella en alza del partido que gobernaba en la Casa Blanca desde hacía casi once años. Muchos atribuían el ascenso de Judson en las filas del partido en parte a su indudable sagacidad política y en parte a Prudence Crandall.
Como la gente de Connecticut sabía muy bien, Prudence Crandall era la propietaria y única maestra de una pequeña academia privada para señoritas, en Canterbury, una población cercana a la frontera con Rhode Island. La señorita Crandall y su academia eran muy respetadas y bien acogidas en la comunidad; pero eso fue hasta 1833. Por aquel entonces la academia admitió a una nueva estudiante, Sarah Harris, la hija de la criada de Prudence. Sarah era negra. Al cabo de pocas semanas llegaron a la academia otras dos niñas negras procedentes de Nueva York.
Las protestas en Canterbury comenzaron de inmediato. ¿Cómo osaba Prudence Crandall enseñar a los negros junto a los blancos? Nunca se había visto nada igual, y a los ojos de la mayoría, resultaba algo abominable. ¿Quién le había dado autoridad para enseñar a los negros, varones o mujeres, a leer, a escribir y a contar? Y en todo caso, ¿quién se creía ella que era planteando este tipo de controversias y discordias en una ciudad decente, trabajadora y cristiana como Canterbury? Por supuesto que era una ciudad tan tolerante y liberal como cualquier otra del estado, pero todos sabían que educar a los negros con los blancos sólo acarrearía problemas. Y aparte de los padres locales y de los líderes de la comunidad que no aceptarían esta vergonzosa falta de respeto al orden natural de las cosas, ¿qué pasaría con los demás, con las personas cuyo enojo y justa indignación les haría viajar muchos kilómetros y muchos días desde otras ciudades y otros estados hasta Canterbury para corregir algo que estaba tan mal? En el peor de los casos, esas personas provocarían actos de violencia, y en el mejor, la ciudad se vería envilecida, un punto mancillado en el mapa en el cual muy pocos querrían instalarse o hacer negocios.
Prudence Crandall escuchó las objeciones, al principio susurradas en privado, después lanzadas directamente a la cara en las calles, y finalmente pregonadas a voz en grito en una multitudinaria asamblea ciudadana. Crandall asistió a la asamblea y habló, algo que las mujeres hacían muy pocas veces, porque no se les permitía votar ni ocupar cargos públicos. Afirmó que si los negros eran ciudadanos libres procedentes de estados que habían abolido la esclavitud, tenían todo el derecho a aprender y a ser tratados como iguales. ¡Más abominaciones! Además, replicaron otros, si los negros venían de estados donde eran libres, era en las escuelas para negros donde tenían que estudiar. Prudence vio con toda claridad cuál sería el resultado de la asamblea, y sabía que sus conciudadanos nunca la dejarían continuar enseñando a los negros junto con los blancos. Así que tomó una decisión.
Desde luego, Prudence Crandall era conocida en todo Canterbury como una mujer tozuda, de sólidos principios y decidida en sus actuaciones. Así que cuando al final de la asamblea se levantó y anunció públicamente que renunciaba a enseñar a estudiantes negros en la misma clase que a los blancos, no fueron pocos los que se sorprendieron. Muchos comenzaron a aplaudir. Prudence permaneció de pie y esperó a que aminoraran los aplausos. Después inspiró con fuerza y pidió que la dejaran acabar. Todos creyeron que iba a pedir perdón a la ciudad por sus insensatas y empecinadas acciones de las últimas semanas. En cambio, les informó que a partir de ese momento su academia estaría abierta exclusivamente a las niñas negras libres de cualquier parte de Estados Unidos.
El escándalo que se produjo trascendió más allá de Canterbury y de las fronteras del estado. Antes de que pudiera comenzar a inscribir alumnas en la nueva academia, Connecticut, a petición del representante estatal de Canterbury, aprobó una ley que prohibía la enseñanza a alumnos que no fueran «ciudadanos y habitantes» de la ciudad. Prudence eludió la ley fijando la residencia de sus nuevas estudiantes en su propia casa. Inmediatamente el estado la demandó. El fiscal del distrito, que era el mismo representante de Canterbury, sostuvo que «los padres fundadores nunca habían tenido la intención de tratar a los negros como ciudadanos».
Dos juicios, incluido uno ante la Corte Suprema del estado, acabaron sin el acuerdo del jurado. Los ciudadanos de Canterbury decidieron no esperar a la apelación ante la Corte Suprema de la nación. En cambio, asaltaron la casa de Prudence y lo destrozaron todo. Hubo amenazas de linchamiento y nuevos actos de violencia. Preocupada por su vida y por la de sus alumnas, Prudence envió a las niñas negras con sus familias y se trasladó al Oeste, para acabar afincándose en Kansas. Nunca más volvió a Connecticut.
El legislador, el fiscal, el celoso proponente y, como algunos dirían, el manipulador de la ley, el hombre que repetidamente había declarado a los representantes de la prensa que era una persona razonable, un hombre que no sentía animosidad hacia los negros sino que creía profundamente en las leyes naturales que Dios y los padres fundadores de este gran país habían deseado, era Andrew T. Judson, ahora juez federal del distrito, designado por el presidente Martin Van Buren. También era el hombre sentado en la cámara de oficiales del
USS Washington
, presidiendo la audiencia referente al curioso caso de una banda de piratas negros capturados en Montauk Point.
A Judson lo llamó el fiscal federal del distrito, William S. Holabird, también nombrado por el presidente Martin van Buren. Holabird era un hombre nervioso y prudente, cariancho y rubicundo, de pelo rizado y cuerpo fornido con una forma que recordaba la de una pera. Se trataba de un abogado competente, que destacaba en casos donde había claros precedentes legales que se podían citar. Por lo tanto, los motivos de su angustia eran obvios cuando recibió la noticia de que habían capturado a la goleta pirata tripulada exclusivamente por negros, de la que tanto habían escrito los periódicos durante las últimas semanas. Comenzó a preguntarse por qué la Armada había llevado la nave a su distrito cuando la oficina de Nueva York estaba mucho mejor preparada para estos casos. Después de todo, ¡piratas! Desde luego había leyes y casos referentes a este tipo de cosas pero, por el amor de Dios, no había ni un solo caso de piratería desde hacía más de ciento cincuenta años. Sin embargo, después de reunirse con el teniente Gedney y de escuchar a los dos cubanos, Holabird recuperó un poco la tranquilidad. No se trataba de un caso de piratería, sino sencillamente de una reclamación de derechos de propiedad.
Holabird se mostró comprensivo ante la situación de Ruiz y Montes y la angustia provocada por la rebelión de los esclavos. Era obvio que habían padecido horrores a manos de esos negros enloquecidos. De hecho, Ruiz le aseguró que de no haber sido por su inteligencia y astucia, tanto él como Montes habrían muerto hacía tiempo.
Legalmente el caso le pareció muy sencillo. Una audiencia formal, las declaraciones para el registro, y después la nave y su carga serían devueltas al cónsul español en Boston para regresar a La Habana, donde se procesaría a los esclavos según las leyes españolas. Sin embargo, como estaban involucrados ciudadanos extranjeros, y el teniente Gedney había mencionado los derechos de reclamación, y sobre todo, porque Holabird era un hombre extremadamente precavido, decidió enviar un despacho urgente al secretario de Estado John Forsyth. En él le informaba de la situación tal como se presentaba, le recordaba que el juez Judson (que era conocido de Forsyth) era el encargado del sumario y solicitaba instrucciones adicionales respecto a las leyes internacionales aplicables a un caso de esta naturaleza.
En la audiencia que se hizo a bordo de la nave estaban presentes los oficiales del
Washington
; Wilson Bright, reportero del
New London Gazette
y Dwight P. James, registrador de la audiencia. Judson comenzó por las declaraciones de los españoles Ruiz y Montes. Aunque el inglés de Ruiz era excelente, Judson le pidió al teniente Meade, que hablaba el español con fluidez, que oficiara de intérprete de Montes. Aseguraría una mayor credibilidad a las actas. No es que Judson considerara ni por un momento que existía otra versión de la historia. Después de todo, a los negros los capturaron cuando estaban en posesión del barco. Pero al juez le gustaba ceñirse al protocolo y quería que se reflejara en las actas.
Ruiz y Montes repitieron la misma historia. A los dos los despertaron unos gritos la mañana del 3 de julio. Subieron a cubierta y allí se encontraron con los negros amotinados que después de asesinar al capitán se enfrentaban a la tripulación. Montes y Ruiz se unieron a los marineros y lucharon con valentía, pero acabaron por rendirse ante la superioridad numérica de los negros. Montes consiguió convencerles de que él era un marinero experto y le permitieron gobernar la nave durante la noche. Él puso rumbo al norte con la esperanza de llegar a Florida o a Carolina, pero los negros frustraron cualquier intento de fuga. Sólo gracias a su ingenio y a la protección divina consiguieron que no los mataran en más de una ocasión. El sirviente negro, Antonio, que también hablaba español, ratificó las palabras de Ruiz y de Montes.
—Es como ellos dicen —declaró Antonio—. Son un grupo de trabajadores esclavos que mataron a mi capitán y se volvieron locos. Nos torturaron durante el viaje y cada día nos amenazaban con matarnos.
—Sólo por la gracia de Dios y el valor de la marina de los Estados Unidos estamos vivos —dijo Ruiz.
Judson asintió gravemente. Despachó al muchacho, pero pidió a los dos españoles que se quedaran.
—Traigan al jefe.
Dos marineros sacaron a Singbé del calabozo y lo escoltaron. Encadenado y con grilletes en pies y manos, continuaba vestido con la camisa roja y los bombachos de lona. Cuando apareció ante Judson, se volvió para mirar a Montes y a Ruiz. Éste se echó a reír y habló a Singbé en español.