El artículo del
New London Gazette
sobre la audiencia llegó a New Haven antes que los prisioneros, y la posibilidad de que los esclavos fueran africanos de verdad despertó el interés de los editores de periódicos de New Haven y de sus lectores. El entusiasmo se propagó rápidamente por toda la comunidad. El hecho de que Connecticut fuera un estado esclavista no disminuyó en lo más mínimo el interés del público. La esclavitud era legal, pero también estaba en vías de extinción. La venta de esclavos estaba prohibida desde 1795, y cuando muriera el último de los aproximadamente cuarenta esclavos que quedaban, también moriría la esclavitud. El estado tenía además unos trescientos negros libres viviendo dentro de sus fronteras. Pero esas personas tenían la piel más clara que los negros del
Amistad
y hablaban el inglés con la misma corrección y fluidez que cualquier yanqui nativo. Los negros libres compartían el interés de sus vecinos blancos por ver a «los Amistad», como los llamaban. Por lo que decía la gente, era evidente que los prisioneros del barco misterioso no se parecían a ninguno de cuantos pululaban por aquellos contornos.
El carcelero, Stanton Pendelton, un oficial de la milicia estatal que insistía en hacerse llamar «coronel Pendelton», era un hombre gruñón, con una cojera tanto más pronunciada cuanto más cerca se tenía a una tormenta o aumentaba su nivel de agravios. Proclamaba que la cojera era consecuencia de una herida de guerra en 1812; en realidad, se quedó cojo varios años después de aquel conflicto, cuando después de emborracharse pisó el peldaño estropeado de una destartalada escalera.
Pendelton estaba molesto por tener que cuidar de tantos prisioneros sin que nadie se hubiera preocupado de avisarle con un poco de tiempo. Estaba irritado porque el alguacil federal dedicó un buen rato a recordarle que estos prisioneros debían recibir un trato que no avergonzara al gobierno de Estados Unidos. Estaba enojado porque ninguno de los prisioneros podía entender lo que les decía, pero por encima de todo, estaba furioso porque el dinero del gobierno que pagaría la comida y el alojamiento de los detenidos no llegaría hasta dos semanas después.
Pendelton recorrió la cárcel arrastrando la pierna mala y ordenó a sus hombres que hicieran todo lo posible dadas las circunstancias. Decidieron repartir a los Amistad en cuatro celdas grandes. No disponían de catres, pero a cada prisionero le dieron una manta y cada celda disponía de cuatro orinales. Les quitaron las esposas y los grilletes a todos, y se les permitió caminar libremente por sus celdas, aunque estaban prohibidas las visitas de celda a celda. En suma, los africanos debían permanecer encerrados, pero bien alimentados y cómodos, hasta que los extraditaran a Cuba.
El único excluido de este tratamiento era Singbé, considerado por el juez Judson «un asesino astuto, peligroso y cruel». A él lo pusieron con los condenados y no le quitaron las esposas ni los grilletes.
En cuanto comenzó a formarse la cola, Pendelton no vio motivo alguno para impedir que el público, que en su mayoría eran contribuyentes del condado, no tuviera la oportunidad de ver a estos extraños prisioneros. Además, se dijo Pendelton, se trataba de una situación especial. La gente nunca había hecho cola para ver a nadie en su cárcel. Esto implicaba reforzar las medidas de seguridad, y sin duda, más trabajo para él y sus hombres. En consecuencia, decidió que lo más sensato era cobrar entrada. Doce centavos y medio, o «un chelín de Nueva York», como se decía en la época. Se permitía que los curiosos desfilaran por delante de las celdas y se demoraran unos segundos. También les dejaban ver al jefe, asesino y salvaje, José Cinqué, encerrado con los reclusos. El primer día, el coronel recaudó casi sesenta y cinco dólares; pero el segundo, esta suma se multiplicó por siete; una cantidad nada despreciable a la vista de que el sueldo de Pendelton era de unos cuarenta y cinco dólares mensuales.
Los africanos estaban inquietos por el continuo desfile de gente delante de las celdas. Tenían la seguridad de que no tardarían en ejecutarlos. Grabeau hacía todo lo posible para mantener la calma, sobre todo en los niños, que se echaban a llorar al ver a los clérigos vestidos de negro, a los que tomaban por verdugos.
—Es como estar en la jaula de aquella otra ciudad de los blancos —le comentó Burnah a Grabeau, después del primer día—. Nos alimentan bien, la gente se detiene y mira, nos señalan y hablan entre sí. Una mujer blanca muy vieja me ofreció un trozo de pan.
—Sí, pero la sensación es otra. No estamos con otros africanos. Esto no es un mercado de esclavos. Se parece más a una cárcel. Entre nosotros, no espero nada bueno. Y ojalá supiera dónde está Singbé.
Antonio permanecía sentado en un rincón de la celda, y de vez en cuando señalaba a los demás y se echaba a reír. Algunas veces soltaba una larga parrafada en español, llena de insultos y afirmaciones como: «Esperad a que regresemos a La Habana. Oleré vuestra carne asándose en la hoguera». Nadie le entendía y, la mayor parte del tiempo, ni le prestaban atención siquiera. Aquel mismo día, Ruiz convenció al alguacil para que liberara a Antonio, y se lo llevó.
Al segundo día, un grupo de blancos, en su mayoría jóvenes, entró en las celdas y comenzó a hablar con los africanos. Iban cargados con gruesos tomos encuadernados en cuero negro y algunos sostenían pequeñas cruces hechas de madera o de hierro. Pronunciaron largos y emocionados discursos, que ninguno de los cautivos entendió. También sonreían mucho y a menudo tendían las manos para tocar a los negros en la coronilla.
Los blancos eran miembros de la Yale Divinity School de New Haven. En el momento en que el doctor Gallaudet, uno de los profesores de la escuela, se enteró de que un grupo de nativos africanos se encontraba a un paso de sus aulas, se convenció de que era una señal divina no sólo para cristianizar sus pobres almas, sino también para iniciar una cruzada destinada a llevar el cristianismo a todo el continente africano. Los demás profesores y los estudiantes compartieron su opinión, y solicitaron al coronel Pendelton que les permitiera reunirse con los negros inmediatamente. Pendelton, que era un cristiano temeroso de Dios, sentía una gran simpatía por los sentimientos del doctor Gallaudet y sus estudiantes. Les permitió que se reunieran a diario con los africanos, y todo por la módica tarifa de tres centavos cada uno por día.
Entre los que acompañaban a los miembros de la Divinity School en sus visitas a las celdas estaba el doctor Josiah Gibbs, un famoso erudito en temas hebreos y un gran filólogo. Aunque también deseaba salvar las almas de los africanos, su interés inmediato se centraba en el idioma. Gibbs, además de hablar inglés y hebreo, dominaba el latín, el griego, el francés y el italiano. También tenía conocimientos de español y de otras seis lenguas extranjeras. Sin embargo, mientras escuchaba a los negros hablar entre sí, no encontró ni una sola palabra reconocible.
Gibbs les observó y escuchó durante más de una hora. Vio que en general los negros se mostraban respetuosos con los visitantes. Aunque era obvio que no entendían nada, permanecían tranquilos y atentos, sentados en las mantas mientras escuchaban a los alumnos y a sus profesores. Después de un sermón muy conmovedor pronunciado por uno de los estudiantes sobre el tema de la redención de las almas ignorantes, Gibbs escogió al negro que le pareció más inteligente, se sentó ante él y levantó un dedo.
—Uno.
Gibbs trazó una línea en el suelo de tierra.
—Uno.
Continuó así durante cinco minutos; levantaba un dedo, señalaba la línea en el suelo y mostraba una manzana.
—Uno.
Grabeau miraba a Gibbs, un blanco pequeño con sombrero negro y una impecable chaqueta de lino. El rostro amable y sonriente de Gibbs estaba enmarcado por unas muy abundantes patillas canosas que le llegaban casi hasta la boca. Grabeau levantó un dedo lentamente.
—¿Uuuno?
—¡Sí! ¡Sí, uno! ¡Uno! ¡Uno! ¡Uno!
Grabeau cogió la manzana de la mano de Gibbs y le dio un bocado.
—Uno.
Gibbs señaló su propia boca y después a Grabeau.
—¿Uno?
Grabeau masticó la carne dulce de la manzana, la tragó y sonrió.
—E-tah.
—¿E-tah?
—E-tah.
Gibbs levantó dos dedos y dijo: «Dos». Grabeau escuchó la palabra varias veces y a continuación levantó dos dedos.
—Feh-lee.
Gibbs y Grabeau permanecieron sentados repitiendo las palabras que pronunciaba el otro. Burnah se acercó para sentarse junto a Grabeau.
—¿Qué haces?
—Le enseño a este blanco a contar en mende y él me está enseñando a hacer lo mismo en el idioma blanco.
—¿Por qué?
—Parece aburrido.
Burnah amagó levantarse.
—A partir de los números podemos pasar a cosas y pensamientos —añadió Grabeau—. Si podemos hablar con estos hombres, quizá consigamos convencerles de que no nos maten.
Burnah asintió. Muy pronto contaba con Gibbs y Grabeau.
Después de una hora, Gibbs decidió averiguar cuántos de los demás negros hablaban esta lengua. Se puso de pie y se acercó a Ka-le.
—E-tah, Feh-lee, Saw-wha, Nah-nee, Thlano, Thataro, Shupa, Hera-Mebedi.
Kale lo miró asombrado y cayó de rodillas.
—¡Este blanco habla mende! ¡Este blanco habla mende!
Todos los demás se levantaron en el acto y corrieron a rodear a Gibbs, alborozados, gritando como descosidos. Los espectadores fuera de la celda creyeron que Gibbs era víctima de un ataque, y también comenzaron a chillar. Gibbs y Grabeau tardaron unos quince minutos en tranquilizar los ánimos y dar las pertinentes explicaciones.
Singbé continuaba sentado en un rincón de la celda de los reclusos. Era de noche y la multitud de blancos que había desfilado durante el día para contemplarlo como a un animal enjaulado esperando el sacrificio, había desaparecido por el momento. Durante unas horas la celda recibía un rayo de luz proveniente de la única lámpara del pasillo, pero entonces la oscuridad era total.
—Eh, negro.
Singbé alzó la mirada. Dos bultos se cernían amenazantes sobre él.
—Negro, te estamos hablando.
Singbé comenzó a levantarse poco a poco sin separar la espalda de la pared.
—Dicen que mataste a un montón de personas blancas. Que las descuartizaste con un machete. ¿Es cierto?
—Debes creerte un negro muy importante y poderoso para hacer una cosa así, ¿eh?
—Sí, pero ahora no parece muy poderoso. A mí me parece un negro cagón.
—No lo sé, Jack. Es tan negro que lo único que veo es el blanco de sus ojos.
Singbé vio que uno de los bultos se movía. Se agachó a tiempo y un puño pasó casi rozándole la oreja. El hombre gritó cuando la mano se estrelló contra la pared. Un puntapié dio de lleno en la barbilla de Singbé y lo tumbó contra el suelo. Hizo girar la cadena en un molinete, y los atacantes chillaron de dolor cada vez que los pesados eslabones hacían blanco en sus carnes. Los otros reclusos, alrededor de una docena, comenzaron a gritar sin dejar de empujar a los contendientes para que se separaran.
—¿Qué diablos está pasando aquí?
La celda se llenó de luz. Tres guardias armados con mosquetes y pistolas apuntaban a los reclusos.
—¡Fue el negro africano, señor Colton! ¡Lo juro! —respondió un hombre fornido caído en el suelo. Tenía el rostro cubierto con la sangre que manaba de los cortes producidos por la cadena.
—Jack dice la verdad, capitán. Ese negro loco comenzó a repartir golpes con la cadena y a chillar como un animal salvaje.
Colton miró a Singbé acurrucado en un rincón. Tenía la mandíbula hinchada, le temblaba todo el cuerpo y parecía un gato rodeado por una jauría de perros.
—Ve a despertar al coronel, Tim —ordenó Colton—. Deprisa.
Uno de los guardias salió corriendo. El hombre tendido en el suelo intentó levantarse, pero Colton lo volvió a tumbar de una patada.
—Quédate donde estás, Murtaugh.
Colton se acercó a Singbé y le señaló con la pistola.
—Por aquí, africano.
Cuando pasó otra vez junto a Murtaugh, Colton le propinó otra patada en las costillas.
—No me vengas con más mierdas, Murtaugh. Ni tú tampoco, Spivey. Si no, volveré.
Condujo a Singbé por el vestíbulo hasta una estrecha celda vacía y abrió la puerta.
—Adentro.
Singbé permaneció de pie alrededor de una hora, después de que salieran los hombres armados. No estaba muy seguro de que no le fueran a dar otra paliza. Por fin se quedó dormido y volvió a soñar con su casa y su familia. Por la mañana, le despertaron los ruidos y las voces del desfile de rostros blancos. Por la tarde, permitieron que un hombre llamado Nathaniel Jocelyn entrara en la celda para pintar el retrato de Singbé.
Roger Baldwin era una figura de confianza para la gente del centro de New Haven. De cuarenta y dos años de edad, un metro setenta de estatura, delgado, el pelo oscuro que comenzaba a ralear y unas gafas redondas y pequeñas que casi nunca se quitaba, tenía un cierto aire de maestro de escuela. Pero en su caso, Baldwin hubiese sido un maestro con medios económicos. Vestía siempre trajes oscuros de buen corte, lazos de corbata de seda y botas negras bien lustrosas; en invierno, prefería las levitas largas y pesadas. Era un hombre que, a pesar de sus opiniones políticas, gozaba de un gran respeto en la comunidad, un hombre de gran inteligencia y de firmes principios y convicciones. Se le tenía por un caballero, siempre cortés y amable. Se veía en su forma de caminar: erguido, orgulloso, confiado, y quizás un poco más rápido y vivo de lo normal. No había ninguna duda de que era la esencia de la corrección. Por eso la gente se sorprendió cuando a última hora de la tarde del 29 de agosto vio a Roger Baldwin con su elegante traje negro y sus botas relucientes, correr como un loco por York Street.
Si se hubiera detenido a pensar, quizá él tampoco lo habría creído. No corría desde sus tiempos de estudiante en Yale. E incluso entonces era cosa excepcional. Pero cuando dejó su oficina cerca de la plaza de la ciudad para ir a la iglesia del reverendo Simeon Jocelyn, se vio a sí mismo caminando más deprisa de lo habitual. Su mente se movía cada vez más rápida, animada por las posibilidades de lo que acababa de leer. Estaba a mitad de camino cuando se dio cuenta de que corría. Vaciló por un momento, y después dejó que sus piernas continuaran al mismo ritmo, convencido de que las movía una fuerza superior a la propia.