«Me complace ver que comparten mi oposición hacia el señor Van Buren. Por favor, siéntanse en la libertad de demostrar cuánto les desagrada haciendo una donación para la defensa de los africanos a través de nuestro comité. Muchas gracias, y buenos días».
Dos milicianos acompañaron a Tappan y a su grupo al interior de la cárcel, lejos de la furia de la multitud. Una vez dentro, se le autorizó a entrar en las celdas y conocer a los africanos, incluso a Singbé y a las tres niñas. Estuvo con ellos durante casi tres horas y habló largo y tendido con los estudiantes y profesores del Divinity College de Yale. Después de la visita, acompañó a Jocelyn a la oficina de Roger Baldwin para discutir la defensa de los africanos.
Forsyth ya tenía suficiente. Los artículos sobre los Amistad ocupaban las primeras páginas de todos los periódicos importantes del país, un día sí y el otro también. Los reporteros invadieron New Haven como una plaga de langostas, para escarbar y publicar hasta el más mínimo detalle. Más preocupante era que muchos periódicos norteños comenzaban a mitificar al jefe rebelde, José Cinqué. El
New York Tribune
le describía como un «hombre valiente y osado que recordaba a Otelo, orgulloso, inteligente y de noble porte». El
Boston Light
declaraba: «Está claro que Cinqué es un jefe por cuyas venas corre sangre real. Tiene las maneras y el atractivo de todos los grandes líderes». Y el
Philadelphia Daily Sunbeam
afirmaba: «José Cinqué está muy por encima de otros de su raza. Todo en él respira inteligencia y autoridad, tiene un humor tranquilo y un gran orgullo. Es obvio que se trata del príncipe o del rey de su tribu». Forsyth se animó un poco al ver que algunos editores conservaban el sentido común. El
New York Herald
comentaba que Cinqué era «un mísero ignorante y un bruto como todos los demás, un negro de labios gruesos y aspecto malhumorado que no parecía ni la mitad de inteligente que cualquier negro que rondaba por los muelles de Nueva York». El
New York Daily Express
opinaba que él y los otros Amistad «apenas si estaban por encima de los simios y los monos de sus países». Los periódicos sureños se centraban en el hecho de que a los negros, fueran africanos o no, los capturaron en un barco español, y, por lo tanto, debían ser juzgados de acuerdo con las leyes españolas; apenas si mencionaban nada personal respecto a Cinqué y al resto de prisioneros.
En cualquier caso, a Forsyth le importaban muy poco las apreciaciones de los periódicos sobre el tal Cinqué o sobre cualquiera de los demás negros. Su preocupación se centraba en que los Amistad despertaban el interés del país. Eso, y el hecho de que nadie parecía negar que fueran africanos. Con la fecha fijada para el juicio, parecía no haber manera de evitar una discusión sobre los esclavos, y lo que era más importante, la esclavitud. Y ahora Lewis Tappan —¡Lewis Tappan!— y su horda de lunáticos abolicionistas acababan de aparecer en escena para reunir a un equipo de abogados defensores que sin duda harían todo lo que estuviera a su alcance para prolongar los procedimientos judiciales. Si no hacía algo pronto, todo este asunto se prolongaría hasta bien entrado el otoño, y daría a los periodistas y a los whigs tema suficiente para atacar a la administración de Van Buren.
Forsyth se reunió con Calderón aquel mismo día. Al proceder de una monarquía autoritaria, al ministro plenipotenciario le costaba trabajo entender cómo las maniobras legales de un diminuto grupo de políticos radicales y el juicio pendiente en un tribunal de provincias podía tener preminencia sobre la voluntad del jefe ejecutivo del país.
—Si su Católica Majestad o uno de sus ministros ordenara la entrega de los prisioneros, entonces, por Dios, que serían entregados.
Forsyth le explicó pacientemente la separación de poderes dentro del gobierno y cómo, incluso con una orden del presidente, no se podía privar a una persona o personas al derecho de un juicio justo.
Calderón se echó a reír a mandíbula batiente.
—De acuerdo, admito que su Constitución está escrita de ese modo, pero no pretenderá decirme que en la práctica está por encima de la voluntad de sus líderes.
Forsyth señaló que así era efectivamente. Calderón, al comprender que el secretario de Estado era sincero y que el presidente de Estados Unidos no podía intervenir en un asunto tan baladí, estuvo a punto de marcharse, enfadadísimo. Forsyth hizo todo lo posible por calmarlo.
—Usted sabe que es algo así lo que están esperando los británicos —siseó Calderón—. Hace muchos años que tienen puestos los ojos en Cuba. Si esto se nos escapa de las manos…
—Confíe en mí, señor Calderón —le interrumpió el norteamericano—, no se nos escapará. Todo quedará resuelto en unas cuantas semanas.
—¿Unas cuantas semanas? Sus periódicos están llenos de historias sobre el contrabando de africanos. ¿Por qué no lo controla usted? ¿Por qué su presidente no prohíbe esas historias?
—Desgraciadamente el gobierno no puede suprimir a los periodistas, por muy descabellados e irresponsables que sean a la hora de urdir sus artículos.
—¡Vergonzoso! Todo esto es vergonzoso. Vaya, en España nos ocuparíamos inmediatamente de acabar con semejante escándalo. Este, este débil gobierno de ustedes les llevará a la ruina. Créame, señor Forsyth, nunca serán una potencia en el mundo si no pueden imponer la voluntad de sus líderes en casa.
Forsyth enarcó una ceja. Era un hombre de mucho autocontrol y, por lo general, dominaba su temperamento, pero en aquel momento hacía lo imposible para no hacerle tragar a Calderón sus palabras.
—Lo llamamos democracia, señor Calderón. Y nos complace mucho más que las tiránicas locuras de un monarca caprichoso o, en su caso, de una reina niña.
[3]
—¡Señor secretario! ¡Se disculpará usted inmediatamente por el comentario despectivo que acaba de hacer hacia su Católica Majestad o presentaré una protesta formal ante su gobierno!
Forsyth sonrió al escuchar la airada réplica.
—Señor Calderón, ciertamente no pretendía ofender a la reina en lo más mínimo, ni tampoco en ningún sentido he pretendido insinuar que fuera tiránica o caprichosa. Sólo señalaba el hecho de que, aunque desde luego es la más sabia y bondadosa de los gobernantes, es una niña. Pero si usted encuentra este hecho algo despectivo, le ruego acepte mis disculpas.
Calderón analizó las palabras. Le sonaron a sinceras, y creía entender el inglés bastante bien. Así y todo, tuvo la sensación de que le habían vuelto a insultar. Pero sin darle tiempo a decir nada, Forsyth continuó hablando:
—Ahora bien, en cuanto a la prensa… Aunque es cierto que no podemos controlar a los periódicos, creo que podemos utilizarlos en nuestro mutuo beneficio.
—¿Cómo es eso?
—La voluntad de mi gobierno sigue siendo la de resolver esta situación entre nosotros, entre el ejecutivo y su ministerio —respondió Forsyth—. Sé que era beneficioso mantener las negociaciones en secreto, pero los acontecimientos han pasado a ser del dominio público. En consecuencia, quizás ayude a nuestros propósitos, echar un poco más de leña al fuego.
—¿Qué quiere usted decir?
—Creo que lo más conveniente sería que usted escribiera una carta de protesta por el juicio y el tratamiento dado a este asunto. Recalque que los negros son de hecho súbditos españoles. Cite el tratado de 1795, el tratado sobre comercio marítimo de Pickney. Permitiremos que una copia de su carta llegue a manos de los periódicos partidarios de nuestra causa. Al mismo tiempo, redactaremos un comunicado sobre la posición del gobierno, que será prácticamente idéntica. El público verá que dos gobiernos distintos han llegado a la misma conclusión sobre el asunto. Si podemos crear una corriente de opinión pública que considere que el incidente del
Amistad
cae dentro de las disposiciones de dicho tratado y que lo mejor es dejarlo en manos del ejecutivo, al juez le será más fácil llegar a la misma conclusión.
—¿Y por qué no le dice al juez la sentencia que debe dictar y se acabaron todas las disquisiciones?
—Mucho me temo que los tribunales no funcionen de esa manera. Los abogados de las dos partes expondrán sus argumentos y hay que seguir los procedimientos. No obstante, el presidente ha pedido a un abogado de renombre que le presente un informe escrito sobre el caso. Dicho abogado se centró también en el tratado de Pickney, el tratado de 1819, y en el hecho de que, de acuerdo con la documentación incautada, los esclavos son súbditos españoles. Ésta será la base de nuestro argumento en la vista de la próxima semana. Es un caso muy claro. Tenemos mucha confianza en que el juez fallará a nuestro favor. He marcado los pasajes más importantes.
Forsyth pasó una copia del documento a Calderón. El ministro español pasó las hojas del informe y se encogió de hombros.
—Todo esto me parece demasiado trabajo para algo que en mi país se resolvería con un gesto. Pero haré lo que usted dice.
Una hora más tarde, Forsyth se reunió con el presidente.
—Es un gallito llorica y petulante. —Forsyth exhaló un suspiro—. Pero Calderón está de acuerdo en escribir la carta.
—¿No le mencionó que el informe fue redactado por el fiscal general?
—El nombre o el cargo del señor Grundy no surgió en ningún momento, señor. Sencillamente le dije que era la opinión de un abogado de renombre.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en recibir la protesta de Calderón?
—Yo diría que la tendremos mañana como muy tarde.
—Sabe una cosa, John, además de los problemas internos que nos producirá este caso, me preocupan los británicos.
—El señor Calderón expresó similares preocupaciones. Cree que si se demuestra que los esclavos fueron traídos de contrabando desde África, será la excusa que los británicos necesitan para comenzar una incursión en Cuba.
—Estoy de acuerdo. ¿Y sabe otra cosa? Si se hacen con Cuba, el próximo paso será Tejas. En estos momentos, no podemos darle a Sam Houston la condición de estado que reclama, pero creo que será imposible no involucramos si se produce algún intento de invasión inglesa. No es que vaya a ocurrir mañana, pero desde luego sitúa todas las piezas.
Forsyth intuyó la oportunidad de adoptar un nuevo discurso. Era algo que estaba esperando.
—¿Qué quiere que haga, señor presidente?
Van Buren hizo una pausa. Después de leer la opinión de Grundy tenía plena confianza en que el juez fallaría a su favor. Pero también sabía que en los juicios podía ocurrir cualquier cosa. Sin embargo, si él y Forsyth comenzaban a discutir alternativas, acabarían viéndolo todo más negro. No era allí adonde quería ir el presidente. Al menos, no todavía.
—No haga nada. Deje que continúe la vista y confiemos en que la justicia siga el curso correcto.
¡Singbé! ¡Singbé!
Los africanos se encontraban ya sentados en las carretas con las primeras luces del alba. El cielo se veía despejado, pero el aire era fresco, mucho más fresco de la temperatura a que estaban acostumbrados. Muchos tiritaban envueltos en las mantas de la cárcel. Pero la visión de Singbé, aunque iba encadenado de pies y manos y con la escolta de dos carceleros armados, animó sus espíritus y calentó sus cuerpos. Era la primera vez que se reunían con su líder desde la llegada a New Haven dos semanas antes. Muchos lo creían muerto, torturado o vendido como esclavo. Verle salir de la cárcel, orgulloso y desafiante, fue como ver encarnada la esperanza. Sus gritos y saludos se transformaron rápidamente en estruendosos vítores. Los mil y pico de espectadores reunidos delante de la cárcel para presenciar el traslado de los prisioneros se contagiaron de la alegría de los africanos, y comenzaron a gritar: «¡Cinqué! ¡Cinqué!». La media docena de guardias se pusieron nerviosos, pero el alguacil federal no se dejó impresionar. Singbé sonrió y al mismo tiempo agitaba una mano para responder a los saludos mientras era conducido hasta una carreta vacía. El alguacil le señaló que se sentara en el suelo y cuatro guardias armados subieron con él.
La caravana realizaría un corto trayecto a través de la ciudad hasta las esclusas del canal donde los africanos embarcarían en una barcaza para efectuar el viaje de sesenta kilómetros hasta Farmington, una pequeña ciudad cerca de Hartford. Allí los aguardaban otras carretas para trasladarlos a la cárcel de Hartford, donde los alojarían mientras esperaban el comienzo del juicio, dispuesto para dos días más tarde.
En menos de media hora estaban embarcados y lejos del muelle. Dos mulas arrastraban la barcaza de madera por el canal a una velocidad de seis kilómetros por hora. Durante el recorrido pasarían por dieciséis esclusas. En total, tardarían unas doce horas en llegar al muelle de Farmington.
El alguacil dejó que Singbé se sentara con los demás en el trayecto por el canal. No se trataba de una gracia, sino de una medida práctica porque apenas si cabían todos en la cubierta. Los africanos se apiñaron a su alrededor y le pusieron al corriente de lo que habían hecho desde que llegaron a la cárcel. Singbé se apenó mucho al escuchar que dos compañeros, Fulwie y Kinae, habían muerto a consecuencia de la fiebre. Les dijo a los demás que estaba bien alimentado y que, excepto las cadenas, creía recibir un trato justo. No mencionó la paliza. Grabeau se sentó delante de Singbé, pero permaneció en silencio durante las primeras horas. Tenía suficiente con ver que su amigo se encontraba bien. Después de una comida a base de pan y judías, la mayoría de los africanos se echó a dormir la siesta, y Grabeau consideró que era el momento adecuado de formular unas cuantas preguntas. Se arrimó a Singbé y le habló en voz baja.
—¿Qué crees que pasará?
—No lo sé. Cuando os vi a todos en las carretas, creí a ciencia cierta que nos iban a ejecutar. Pero llevamos en esta embarcación más de medio día. Me parecen demasiados esfuerzos y mucho viaje para al final matarnos.
—Estoy de acuerdo. Ayer los blancos de los libros negros llevaron a un africano a las celdas.
—Sí, también lo llevaron a la mía. ¿Congoleño?
—Creo que sí. Intenté hablar mandingo con él, pero sólo sabía un poco y del dialecto norte. En cualquier caso, me pareció entender que hablaba de juicios o de leyes.
—Entendiste más que yo. Sólo sé decir hola en su idioma y no conozco a ningún congoleño.
—Los blancos me enseñaron algunas palabras de su lengua. Todos aprendimos unas cuantas. Pero es difícil.