Holabird también intentaba no dejar ningún cabo suelto. Se lo comunicó al teniente Paine, quien desde el día anterior tenía la orden de detención corregida, según la cual debía tener a un contingente de marines del
Grampus
esperando delante del juzgado. En cuanto Judson acabara de leer su decisión favorable al gobierno, Holabird solicitaría una reunión con Baldwin, Tappan y los demás para proponerles un «trato». Mientras esto ocurría, los negros serían escoltados de vuelta a la cárcel. Paine y los marines los esperarían en la puerta de la cárcel, y el teniente presentaría la orden de arresto de los negros. Los cargaría en la nave y levaría anclas para estar fuera de la bahía en menos de una hora. El plan sufrió una leve alteración cuando Paine señaló que, debido a la necesidad de reducir la tripulación, no disponía de marines a bordo. En realidad, sólo contaba con trece hombres incluido él mismo. Holabird decidió que eran bastantes, pero ordenó al alguacil Wilcox que reuniera a un grupo de diez hombres para colaborar en la operación.
—Mañana nos habremos quitado de encima este asunto de una vez para siempre —manifestó Holabird, con un suspiro de alivio.
El lunes, aunque brillaba el sol, hacía tanto frío que las barbas de los hombres que estaban en la cola para entrar en el juzgado se veían blancas por el vaho de su aliento congelado. Judson entró en la sala a las diez en punto, se sentó en el estrado y sacó un montón de hojas de su maletín.
—Para todos los presentes, esta es mi decisión en el caso del gobierno de Estados Unidos versus los ocupantes del
Amistad
. En primer lugar, con respecto a la jurisdicción. Tal como fue constatado por la medición, la captura de la nave Amistad tuvo lugar en alta mar. Por lo tanto, el teniente Gedney estaba en su derecho de traerla al puerto de Connecticut, lo que da a esta corte jurisdicción en el caso.
»Con respecto al salvamento, encuentro que la reclamación del señor Green es infundada. No tiene derecho al salvamento porque nunca estuvo a bordo del
Amistad
. Además, el señor Green creía tener un acuerdo verbal con los negros de la playa, incluido su líder, José Cinqué, para asumir el mando de la nave y llevarla a África. Sin embargo, las intenciones del señor Green no eran las de respetar el acuerdo, sino las de reclamar los derechos de salvamento en Nueva York.
Mientras Judson leía su fallo respecto a la reclamación de Green, Tappan sintió que alguien le tocaba el hombro. Se volvió y se encontró con Jocelyn que le miraba con cara de espanto. Jocelyn le pasó una nota. Tappan la abrió lentamente.
«Guardias navales armados delante de la puerta. ¿Qué hacemos?»
Tappan se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Era lo único que podía hacer para no subirse a su asiento y ponerse a chillar a grito pelado. En cambio, se echó un poco hacia atrás y le susurró la respuesta a Jocelyn.
—Vaya a la puerta. En cuanto le dé la señal, salga y dígales a nuestra gente que entren en acción, pero en la puerta del juzgado y no al otro lado del parque. Nosotros sacaremos a los negros por atrás.
Jocelyn asintió y, sin perder un segundo, se abrió paso hacia el fondo de la sala. Tappan plegó la nota cuidadosamente para pasársela a Staples, quien la cogió sin dejar de prestar atención al juez. Por fin, le echó una ojeada; el rostro se le puso pálido. Le dio un codazo a Sedgwick al tiempo que le daba la nota. Sedgwick la leyó, miró a Staples y a Tappan, y luego a los africanos. Sus anchas espaldas se tensaron tanto que pareció que le iban a reventar las costuras de la chaqueta. Meneó la cabeza lentamente y le entregó el papel a Baldwin, que lo leyó de un vistazo. Por un momento se quedó pasmado, pero después se movió en el asiento, dispuesto a levantarse de un salto y denunciar la conspiración del gobierno en cuanto Judson acabara de leer la sentencia.
—Con respecto a las reclamaciones de los tenientes Gedney y Meade —añadió Judson—, encuentro que sus acciones fueron meritorias y salvaron del peligro a una nave sin capitán. Estaba en manos de hombres que no sabían nada de navegación, y que supuestamente se dirigían a África, un destino que creo no hubieran alcanzado nunca a la vista del estado de la nave y su tripulación. Por lo tanto, dispongo que el teniente Gedney y sus socios reciban la justa compensación de un tercio del valor estimado de la nave Amistad y de su carga tal como apareció en el puerto de New London.
»Con respecto a los esclavos…
Covey traducía en voz baja para Singbé y los demás. Hizo una pausa, atento a las palabras de Judson para asegurarse de que las entendía con toda claridad. Singbé miraba al juez.
—El esclavo Antonio, habiendo nacido en Cuba, deberá ser entregado a los herederos de su difunto propietario de acuerdo con las disposiciones del tratado de 1795, también mencionado en esta Corte como tratado Pickney. Los españoles señor Ruiz y señor Montes han presentado documentos auténticos que confirman que los otros negros en cuestión son de hecho esclavos, comprados legalmente en el mercado de La Habana. La Corte reconoce la validez de estos documentos y cree que el señor Montes y el señor Ruiz creían de buena fe que compraban negros «landinos» nacidos en el país. Sin embargo, esta Corte ha sufrido la influencia de la presentación de hechos y convincentes testimonios por parte de la defensa. Las pruebas ofrecidas han convencido a esta Corte sinceramente de que los hombres y los niños detenidos a bordo del
Amistad
eran africanos libres, que fueron secuestrados ilegalmente en sus países de origen y vendidos ilegalmente como esclavos. Sus presuntas acciones de amotinamiento se cometieron en el deseo de recuperar la libertad y regresar a sus hogares. Si bien el señor Ruiz y el señor Montes podían no saber que los negros habían nacido libres y que habían sido importados a Cuba ilegalmente, esto no convalida la compra de los mencionados negros. Por lo tanto, insto a los dos hombres a que regresen a su país y busquen resarcirse de esta falsedad recuperando el dinero utilizado para comprar a los negros de la parte que les vendió a ellos los mencionados negros.
»Con respecto a los cargos de asesinato, decido que, en primer lugar, las acciones tuvieron lugar en una nave española en aguas españolas y, por lo tanto, están sujetas a la ley española. Sin embargo, en segundo lugar, decido que no ordenaré la extradición a Cuba de los negros participantes en el motín, dado que, como ya se ha dicho, estos hombres intentaban librarse por sí mismos de un apresamiento ilegal y, en consecuencia, a los ojos de la ley, actuaban en defensa propia. En cambio, decido que los negros del
Amistad
sean entregados al presidente Van Buren de acuerdo con lo estipulado en el tratado de 1819, y sean devueltos sanos y salvos a sus países.
Staples comenzó a gritar de alegría. Los africanos le hicieron coro. Sedgwick se llevó las manos a la cara y se echó hacia atrás al tiempo que soltaba una estentórea carcajada. Baldwin estaba tan atónito por la sentencia que a punto estuvo de caerse de la silla. Judson golpeaba con el mazo en un intento de restablecer el orden en la sala. Holabird corrió hacia el estrado para reclamar una apelación.
En la puerta, Paine escuchó el veredicto y se echó a reír.
—Venga, muchachos. Se acabó. De vuelta al barco.
Aquella misma noche, el
Grampus
zarpó de la bahía de New Harbor sólo con la tripulación mínima a bordo. Dos días más tarde, Pepe Ruiz aprovechó su situación de encarcelamiento atenuado para saltarse la libertad condicional y coger el primer barco con destino a La Habana.
Una semana después de la sentencia de Judson, se presentó una pintura en New Haven. El título era:
La masacre del Amistad
. El mural, de cuarenta metros de largo, se basaba en los «testimonios directos de los supervivientes». Mostraba una variedad de escenas a bordo del
Amistad
: los africanos con los machetes en alto rematando a dos marineros aterrorizados; Pepe Ruiz, en la proa, enzarzado en un combate desigual contra siete salvajes; Konoma, con sus afilados dientes de «caníbal», inclinado con una expresión hambrienta sobre el cuerpo ensangrentado del moribundo capitán Ferrer; y, en el centro de la escena, Singbé, loco de furia y sediento de sangre, sujetado por otros tres africanos para que no degollara al malherido Pedro Montes.
Después del juicio se decidió que los Amistad serían trasladados a una nueva cárcel en el pueblo de Westville, a unos tres kilómetros de New Haven. Acababan de construirla y contaba con una gran celda de diez por trece metros, aún sin estrenar. Wilcox consideraba que los africanos estarían allí bastante cómodos y sólo se necesitaría una guardia reducida para vigilarlos. Las autoridades de la ciudad creían que trasladar a los negros fuera de New Haven ayudaría a reducir el número de espectadores y manifestantes atraídos por su presencia.
La noche anterior al traslado de los africanos, unos minutos después de que la gran campana de la iglesia congregacionalista diera las doce, el coronel Pendleton entró en la celda de Singbé y golpeó al negro con la culata del mosquete.
—¡Cinqué! ¡Cinqué! ¡Mueve el culo! ¡Vamos!
Singbé dio un salto cuando la culata le golpeó en las costillas. Entornó los ojos, deslumbrado por la luz de la lámpara que sostenía uno de los hombres de Pendleton. El olor del humo de la lámpara se mezclaba con el hedor del whisky.
—Venga, muchacho —dijo el hombre—. Haz lo que dice el coronel.
Singbé se levantó. Lo mismo hicieron otros africanos, pero Pendleton comenzó a mover el mosquete de acá para allá.
—Sólo Cinqué. Los demás quedaos quietos.
Pendelton sacó a empellones a Singbé de la celda, y lo obligó a marchar por el pasillo, pasadas las celdas de los presos comunes. Bajaron un tramo de escaleras y entraron en un cuartucho sin ventanas que apestaba a orina y a vómito. Era una parte de la cárcel que Singbé desconocía. A la luz de la lámpara vio a Grabeau y a Burnah en un rincón, desnudos de cintura para arriba. Tenían las manos encadenadas a un poste que iba del suelo al techo.
—Ven aquí, negro.
Pendelton empujó a Singbé hacia el poste. El africano vio el miedo reflejado en los ojos de sus amigos. Se volvió hacia Pendelton y el viejo le descargó un culatazo en la entrepierna. Singbé cayó al suelo, y el dolor era tan intenso que a punto estuvo de perder el conocimiento. Notó la presión del frío acero del cañón del mosquete en la sien mientras el otro le esposaba una de las muñecas. El guardia lo arrastró hasta donde estaban Grabeau y Burnah, rodeó el poste con la cadena y esposó la muñeca libre de Singbé.
—¡Levántate! —chilló Pendelton—. Levántate, te digo. Tim, pon de pie a ese montón de mierda.
El hombre tiró de Singbé hasta ponerlo de pie y hacer que se sujetara del poste.
—Yo estuve en la sala durante todo el juicio —dijo Pendelton—. Todos los días. Y escuché las declaraciones. Y vosotros, negros, os habéis salido con la vuestra. Y necesito pruebas para saberlo. No, señor. Veo hombres culpables todos los días. Todo el tiempo. Blancos o negros, sé cuándo son culpables y cuándo no lo son. Como ese gallito inglés que vino por aquí para mediros los bubones de la cabeza. ¿Verdad, Jack?
—Mucho mejor que ese idiota, coronel —afirmó Tim.
—Correcto. Ahora, tal como yo lo veo, vosotros, todos vosotros, sois culpables, unos asquerosos asesinos. Sin embargo, a veces la ley tiene prejuicios y no ve las cosas como son. La política y todo eso. Vuestro señor Tappan, con su actitud de señoritingo y su amor por los negros, enredó al tribunal y a los periódicos. Maldita sea, los compró con su dinero. Eso es una verdad como que estamos aquí esta noche. Así que, tal como yo lo veo, alguien de por aquí tiene que hacer un poco de justicia. Y ese alguien seré yo. ¡Tim!
Pendelton le entregó el mosquete a Tim. El hombre le dio un látigo. El carcelero dio un par de latigazos al aire y soltó una risa carrasposa.
—Por aquí azotamos a los que intentan escaparse. Y a mi modo de ver, vosotros intentáis escapar de la justicia.
Avanzó tambaleante y descargó un latigazo contra los tres hombres. El golpe alcanzó a Grabeau en la espalda y a Singbé en el cuello. Pendelton descargó otros dos latigazos, y esta vez también alcanzó a Burnah. Luego caminó alrededor del poste para situarse detrás de Singbé. Soltó un grito y descargó otros cinco latigazos con todas sus fuerzas.
—Quietos, negros hijos de puta —farfulló Pendelton, que se tambaleó hacia la izquierda. Levantó el brazo rápidamente, pero el movimiento pilló por sorpresa al resto del cuerpo, sobre todo a los pies, que se retorcieron y al perder estabilidad, hicieron que Pendelton cayera de espaldas.
—¡Coronel! ¿Coronel?
Tim corrió a socorrer a Pendelton. El viejo rodó para ponerse de costado y vomitó.
—¡Tim! —dijo con voz ahogada—. Dales su merecido.
Pendelton perdió el conocimiento. Singbé, Grabeau y Burnah miraron cómo Tim recogía la lámpara y se llevaba a Pendelton fuera del cuartucho. La pesada puerta de madera se cerró con un sonoro portazo. La oscuridad era total. El único sonido era el que producían ellos al respirar. Al cabo de una media hora, regresó Tim armado con el mosquete. Les quitó las manillas y los llevó de nuevo a sus celdas. Unos días más tarde, cuando uno de los estudiantes de Yale descubrió los verdugones en la espalda de Grabeau, se conoció la noticia del castigo. Tappan se encaró con Pendelton para pedirle una explicación.
—Seguramente cabrearon a alguien —fue lo único que dijo el carcelero.
Tappan le advirtió que se abriría una investigación y se presentarían cargos.
—Puede investigarlo, señor Tappan —le respondió Pendelton—. Pero tengo el presentimiento de que no descubrirán nada. Además, ¿cómo sabe usted que esos negros no intentaron pasarse de listos con alguno de mis guardias y se merecieron unos cuantos azotes? Hacemos lo mismo con los blancos.
Tappan comunicó el incidente al comité, que decidió presentar una protesta a las autoridades de la ciudad. Se realizó una investigación pero no se encontraron pruebas de malos tratos.
El secretario de Estado Forsyth se paseaba por una de las salas de la Casa Blanca mientras el presidente Van Buren fumaba su pipa sentado junto a la chimenea. Tal como lo veía Forsyth, la decisión de Judson no era el súbito esclarecimiento que proclamaban los periódicos abolicionistas. En cambio, sí que era una muy bien meditada sentencia que mantenía un perfecto equilibrio entre la corrección jurídica y la conveniencia política. Garantizaba la libertad de los Amistad, pero de ningún modo les otorgaba derechos como personas amparadas por la Constitución de Estados Unidos. Al devolver a Antonio a los herederos del capitán Ferrer, Judson también afirmaba que los esclavos extranjeros no podían buscar asilo en suelo norteamericano. Por último, al poner a los Amistad a cargo del presidente Van Buren, daba al gobierno el control sobre su destino. Asimismo, era muy cierto que encomendaba oficialmente a la administración que se ocupara de devolver a los negros a África. Pero lo que podía ocurrir después de que una nave abandonara el puerto para adentrarse en alta mar era siempre algo azaroso.