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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (36 page)

BOOK: Amistad
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Tres semanas más tarde, el 17 de noviembre, el equipo de la defensa se encontró en New Haven para una reunión especial. El nuevo abogado iba a la ciudad para conocer a los Amistad, al comité y a sus nuevos colegas. Tappan le había comunicado la nueva a Baldwin al poco de su regreso de Boston. Si Baldwin se molestó por no ser ya el jefe del grupo, no lo demostró. Después de ser informado de la situación, la primera respuesta de Baldwin fue: «Qué gran golpe de fortuna para nuestra causa». De inmediato se dedicó a preparar un exhaustivo informe para que el nuevo abogado conociera a fondo el desarrollo del caso. De todas maneras, Tappan sospechaba que Baldwin había sufrido una profunda desilusión. Después de todo, Baldwin era el artífice de que el caso hubiera avanzado mucho más allá de cualquier expectativa. Pero Tappan sabía que el deseo de Baldwin de ganar el caso, su impecable profesionalismo y su enorme respeto por el nuevo abogado le ayudarían a superar la desilusión.

El día de la reunión en New Haven, Staples pasó por el despacho de Baldwin para dejarle el último de los informes que había preparado. A partir de esta fecha, quedaría oficialmente apartado del caso. Staples podía haber enviado a uno de sus ayudantes, pero confiaba en tener la oportunidad de conocer personalmente al distinguido visitante. Cuando entró Staples, Sedgwick y Baldwin discutían uno de los trespassos presentados por Ruiz. Baldwin pidió a Staples que le alcanzara uno de los trespassos que estaba en un expediente colocado en la estantería junto a la puerta. Staples abrió la carpeta y buscó el documento. Mientras lo hacía, encontró una breve nota de puño y letra de su «amigo». Staples le echó una ojeada, y se dio cuenta de que no la había leído antes. Sin embargo, cuando llegó al final, se llevó una sorpresa mayúscula. En lugar de la firma habitual «Un amigo», ésta tenía un nombre.

—Roger, ¿cuándo la recibió?

—¿Qué es? ¿Es el traspaso?

—No, es una nota. De él. ¡Sólo que está firmada!

En aquel momento se abrió la puerta del despacho de Baldwin. Tappan cruzó el umbral escoltado por Jocelyn, dos profesores de Yale y el nuevo abogado.

—¡Señor Baldwin, señor Sedgwick y señor Staples! Me alegro de verles, caballeros —exclamó Tappan, que no cabía en sí de gozo—. Señores, es mi más sincero y grato placer presentarles a nuestro nuevo abogado. El honorable John Quincy Adams.

—¡Es nuestro amigo! —gritó Staples agitando la nota—. ¡Roger, Theodore! ¡Es él! Nuestro «amigo». ¡El que nos está ayudando desde el primer momento!

EL SEÑOR ADAMS Y LA CORTE SUPREMA

John Quincy Adams era un hombre de notable inteligencia, fuertes convicciones e ideas que se adelantaban a su tiempo. También era un hombre de acción que hacía honor a sus palabras, un filósofo que en más de una ocasión había puesto en peligro su vida.

Hijo del segundo presidente de Estados Unidos, hablaba alemán, francés, latín y griego, además de inglés. Vivía en Massachusetts y fue elegido para el Senado como federalista a la edad de treinta y cinco años. Después sirvió como embajador en Rusia, en Londres, y fue secretario de Estado con el presidente James Monroe. Mientras desempeñaba ese cargo, fue el responsable de la compra de Florida, redactó la doctrina Monroe, el tratado de Gante y el tratado de 1819.

En 1824 fue elegido presidente de Estados Unidos en unos reñidos comicios que, a falta de una mayoría electoral clara, se decidió en la Cámara de Representantes. Como presidente trabajó para poner en marcha políticas como la de una moneda común, un sistema bancario nacional, una universidad estatal y un sistema de canales y carreteras nacionales financiado por el gobierno federal. Dos años después de perder las elecciones de 1828 frente a Andrew Jackson, volvió a la Cámara de Representantes. Desde entonces, fue reelegido en todos los comicios y dedicaba gran parte de su tiempo a trabajar por los derechos civiles, las obras públicas, el desarrollo de las ciencias, y tuvo una intervención decisiva en la fundación del instituto smithsoniano.

Aunque no era un abolicionista, Adams era un vehemente opositor de la esclavitud y se convirtió en el principal cruzado contra la «norma de la mordaza», aprobada en la Cámara de Representantes en 1836, que prohibía los debates parlamentarios referentes a la esclavitud. Adams sostuvo que la norma era una abominación de los derechos constitucionales no sólo para los miembros de la cámara, sino también de sus constituyentes. Su postura ante la esclavitud y la norma de la mordaza le ganaron el respeto de los norteños y el odio del sur, que generalmente reservaban para los abolicionistas. También estuvieron a punto de expulsarlo de la cámara y fue objeto de múltiples amenazas de violencia y muerte; la más reciente le llegó poco antes de aceptar el caso Amistad. Adams recibió un retrato enmarcado de sí mismo con un agujero de bala en la frente. El retrato lo habían enviado anónimamente desde Georgia. Adams lo colgó en la pared detrás de su escritorio.

La reputación de Adams como orador no tenía rival, y eso en un país donde los ciudadanos acudían frecuentemente a escuchar conferencias y debates que duraban entre dos y cuatro horas. Le encantaba hablar en público y tocaba multitud de temas; a menudo pasaba de uno a otro con toda facilidad y sin notas. Después de visitar a los Amistad, a los abogados y a los miembros del Comité Amistad, Adams pronunció una conferencia gratuita para una multitud reunida en la iglesia congregacionalista de New Haven sobre el tema «Sociedad y civilización». Pero a pesar de sus grandes conocimientos legales y su famosa oratoria, Adams comenzaba a preguntarse si el caso Amistad no era algo que superaba su capacidad. Siguió el caso con mucha atención desde el momento en que los periódicos mencionaron el barco negro por primera vez. Su aguda percepción del asunto se había reflejado en las notas anónimas firmadas por «Un amigo», enviadas al equipo de Baldwin desde Boston, Washington, y a través de su gran amigo Loring. Aunque no conocía los documentos asociados con el caso, la atención de Adams a los detalles publicados por la prensa y a las informaciones de sus amigos era tan notable que casi no encontró nada nuevo en el informe de más de doscientas páginas que le envió Baldwin. De todas maneras, defender un caso ante la Corte Suprema no era algo que pudiera tomarse a la ligera, sobre todo cuando se trataba de un caso que provocaba tanta controversia y que podía acarrear grandes consecuencias. Si hubiera podido dedicarle todo su tiempo, o al menos la mitad, confiaba en poder «llevar su parte de la carga». Pero muy pronto se reanudarían las sesiones del Congreso, que le exigirían gran parte de su tiempo y de sus fuerzas. Y como comentaba con frecuencia, la edad comenzaba a hacerse notar aunque todavía trabajaba dieciocho horas diarias, se levantaba al amanecer y recorría a pie el kilómetro y medio que había entre su casa en la calle F y el Congreso y regresaba por la misma ruta cada noche.

En el viaje de regreso a Boston desde New Haven, Adams escribió una nota a Baldwin para agradecerle la cordial acogida a su ingreso en el equipo de la defensa. «Sólo confío en que mi participación no dañe las probabilidades de nuestros amigos africanos ni provoque ningún detrimento para conseguir un resultado positivo de este caso». Aunque Baldwin y Sedgwick interpretaron esta frase como el ejemplo típico de la cortés modestia habitual que era costumbre de la época, las vacilaciones y la inquietud manifestadas por Adams eran del todo sinceras.

Cuatro días después de que Adams aceptara la defensa de los Amistad ante la Corte Suprema, Martin Van Buren perdió las elecciones presidenciales frente a William Henry Harrison, del partido Whig. La victoria electoral fue por un margen muy amplio, 234 a 60 electores, pero el resultado de la votación popular era muchísimo más ajustado. De hecho, cuando acabó el escrutinio definitivo, Forsyth señaló que sólo 8500 sufragios habían impedido a Van Buren conseguir los votos necesarios para salir reelegido. Aunque el caso Amistad y las simpatías proesclavistas de Van Buren pudieron restarle algo de popularidad, la derrota se atribuyó a la situación de la economía y la falta de confianza de los ciudadanos en su capacidad de liderazgo.

Van Buren se sintió hundido por la derrota. En público se mostró magnánimo y prometió una transmisión de poderes sin sobresaltos, pero después se encerró en la Casa Blanca, sin recibir ninguna visita ni tomar ningún alimento excepto algunas tazas de té negro. Cuando por fin salió de sus aposentos y mantuvo una reunión con el gabinete, declaró que la ejecución de las políticas democráticas asumidas o iniciadas por su administración proseguiría hasta su último día de mandato. También dio órdenes para que se pusiera el máximo celo en el caso Amistad. A finales de diciembre, llegaron noticias del grupo del presidente electo en el sentido de que ellos también estaban ansiosos por ver revocada la decisión sobre el caso Amistad. El fiscal general de Van Buren, Henry Gilpin, recibió la autorización para representar a la nueva administración si el caso se prolongaba después del juramento del cargo por Harrison en el mes de marzo.

Aunque la incorporación de Adams infundió nuevas esperanzas al Comité Amistad, la opinión pública parecía ir contra ellos. En parte, este hecho se basaba en la percepción de que, con independencia de los hechos, sería muy difícil para los negros de cualquier nacionalidad derrotar a los blancos en un tribunal de justicia. El consenso general era que el tribunal no iría en contra de la voluntad del ejecutivo en un asunto tan espinoso. Por último, estaba la composición de la Corte. El presidente, Roger Tanny, antiguo propietario de esclavos en Maryland, era conocido por ser un firme defensor de los derechos de Estado. Cuatro de los otros ocho jueces eran sureños o simpatizantes de los esclavistas: Philip Barbour, de Virginia; John Catron, de Tennessee; John McKinley, de Alabama, y James M. Wayne, de Georgia. Barbour, McKinley y Wayne también eran propietarios de esclavos. De hecho, los únicos jueces de la corte que se manifestaban como opositores declarados de la esclavitud eran Smith Thompson, de Nueva York, que presidió el primer juicio y la apelación en el juzgado de distrito, y Joseph Story, de Massachusetts. Parecía obvio que la mayoría de la corte estaba en contra de los Amistad.

Unas pocas semanas antes del juicio en la Corte Suprema, Adams, que iba de Boston a Washington, se detuvo en New Haven para reunirse con Baldwin y Sedgwick. Adams no había podido dedicarle mucho tiempo al caso y ni siquiera había empezado a preparar las notas para su alegato. Escuchó a Baldwin y a Sedgwick delinear su estrategia y ofreció sus consejos en algunos puntos específicos. Adams no dijo nada sobre cómo presentaría el caso ante la Corte Suprema, y agradeció que los dos abogados por el respeto que le tenían no se lo preguntaran. Sin embargo, después de la reunión les pidió una cosa.

—¿Podríamos ir a Westville a visitar a los africanos? Sólo los vi una vez, y, desde luego, fue un encuentro muy breve.

Baldwin y Sedgwick aceptaron complacidos. A pesar del frío de enero, Adams propuso que recorrieran a pie los casi cinco kilómetros del trayecto, pero después recapacitó al recordar que no tenía tiempo para permitirse estos lujos. Así que fueron en su carruaje.

Adams pasó más de una hora con los africanos. Habló con todos y cada uno de ellos, y se quedó muy impresionado por los avances conseguidos en su dominio del idioma en los dos meses transcurridos desde su primera visita. Antes de marcharse, Adams habló unos minutos con Singbé para interesarse sobre las condiciones de la cárcel.

—Bien —dijo Adams—, me alegra ver que están bien alimentados y que los cuartos disponen de calefacción. Y debo admitir que parecen todos ustedes muy felices.

—Sonreímos todo el tiempo cuando vienen los hombres blancos —contestó Singbé—, hasta que los hombres blancos se van.

Adams enarcó las cejas.

—¿Por qué? ¿Por qué sólo sonríen hasta que los blancos se van?

—El coronel Pendelton nos dice que los hombres blancos tienen miedo de los negros africanos. Quieren hacernos daño por el miedo. Así que nosotros sonreímos y los hombres blancos se sienten mejor. Así no tienen miedo.

Adams asintió.

—Señor Adams, el señor Tappan dice que usted puede ayudarnos. Por favor, ayúdenos, señor Adams. Queremos volver a nuestros hogares.

Adams se puso de pie y estrechó la mano de Singbé.

—Haré todo lo que esté a mi alcance, amigo mío.

El 22 de febrero de 1841 se inició el juicio de Estados Unidos versus Cinqué y otros en la Corte Suprema. La pequeña sala semicircular ubicada debajo del piso del Senado estaba abarrotada. Sólo había tres ventanas detrás del estrado. La luz de la mañana que se filtraba por los gruesos cristales rectangulares convertía a los jueces en ocho siluetas borrosas para cualquier persona sentada de frente a las ventanas. Eran ocho siluetas porque el noveno juez, McKinley, estaba enfermo y debía guardar cama por prescripción facultativa. Los abolicionistas consideraban la ausencia del juez esclavista no como un golpe de suerte, sino como una intervención directa de Dios para mejorar las probabilidades de éxito del caso.

Tappan y Jocelyn, dominados por los nervios, se sentaron en la primera fila de los bancos destinados al público. Los africanos continuaban en Westville. Sedgwick, Baldwin y Adams entraron en la sala y tomaron asiento detrás de la larga y oscura mesa situada a la derecha del estrado. Henry Gilpin y Holabird estaban sentados al otro lado del pasillo. Ninguno de los fiscales del gobierno miró a los abogados que representaban a los Amistad.

Se cumplieron las formalidades de rigor. Después de llamar al orden y dar lectura a las actividades del día, el juez Tanny ordenó a Gilpin que hiciera su presentación.

Henry Gilpin se puso de pie. Delgado y con el pelo castaño muy corto, tenía el rostro tan huesudo y esquelético que había momentos en que su piel cetrina parecía casi transparente, pero sus ojos de un azul claro eran agudos y reflejaban gran decisión e inteligencia. Se trataba de un abogado de Filadelfia, ciudad donde llegó a desempeñar el cargo de fiscal en jefe, y se había enfrentado con Sedgwick en más de un juicio. Designado fiscal general a mitad del mandato de Van Buren, Gilpin era un viejo conocido de los jueces del supremo y se le respetaba como un abogado de reconocidos méritos.

Gilpin inició la presentación exponiendo los mismos argumentos básicos reseñados en el informe de Grundy en 1839. A medida que escuchaban el alegato de Gilpin quedó claro que sería una reiteración de lo expuesto en los juicios anteriores: el gobierno estaba obligado por el tratado Pickney y el tratado de 1819. El presidente creía que su deber era poner a los negros, el barco y la carga en manos de las autoridades españolas, quienes decidirían si correspondía presentar cargos de piratería y asesinato. La cuestión de si los negros eran legalmente esclavos también era un asunto que resolver por los jueces españoles. Gedney y Meade actuaron valientemente al salvar la nave y a sus ocupantes de un grave peligro, si no de una muerte segura. Los oficiales y la tripulación se merecían los derechos de salvamento de la nave y la carga; sin embargo, el gobierno norteamericano dejaba en manos de la corte decidir si los esclavos debían ser incluidos en los mencionados derechos. Gilpin declaró que el ejecutivo estaba en su derecho de intentar conseguir una orden de la corte que permitiera la devolución de la propiedad a los legítimos dueños de la carga de la nave.

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