Amistad (39 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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Salieron de Farmington a mediados de abril, y se detuvieron en Hartford y Windsor antes de visitar las ciudades de Springfield, Northampton, Holyoke, Worcester, Lowell y Boston, todas en el estado de Massachusetts. Seguirían otras localidades y otros pueblos.

Un hombre llegaba antes a cada ciudad para avisar a la prensa y al público que los Amistad iban de camino, pero no podían saber cómo sería el recibimiento cuando llegaran. El dueño de un restaurante de Springfield les permitió comer gratis lo que quisieran del menú. Sin embargo, al día siguiente, estuvo a punto de producirse un grave tumulto cuando un grupo de hombres y mujeres furiosos comenzaron a insultar a los negros y a arrojarles puñados de estiércol que recogían de la calle. El propietario de un hotel de Northampton ofreció las habitaciones desocupadas a los africanos, un gesto que provocó que muchos huéspedes blancos se marcharan inmediatamente. En Hartford, cuando un periódico publicó que un hotel se negó a alojar a los africanos, varias familias de la alta sociedad local se apresuraron a ofrecerles alojamiento en sus casas. El dueño del ferrocarril Nashua Andover ofreció pasajes gratis a los Amistad en todos sus trenes.

Allí donde llegaban, los africanos se apresuraban a demostrar su autenticidad haciendo volteretas y saltos mortales, vestidos con sus ropas elegantes. Después, Tappan pronunciaba un discurso sobre la conquista de las almas en nombre de Dios Todopoderoso y la necesidad de «estrechar contra nuestros pechos a los hermanos negros y proveerles de las joyas del cristianismo y la cultura de nuestra civilización». Acabado el discurso de Tappan, que solía durar una hora, los africanos leían trozos de la Biblia o de cualquier otro libro que alguien del público tenía la amabilidad de hacer llegar al escenario. También narraban los sufrimientos pasados a bordo del
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, en el mercado de esclavos de La Habana, y durante la captura y el viaje desde África. Kinna, que era quien mejor hablaba el inglés y sabía trozos enteros del Nuevo Testamento, respondía a las preguntas del catecismo que le hacían los párrocos y fieles locales, y los maravillaba con las respuestas aprendidas de sus maestros de Yale. En cualquier caso, lo que más les atraía era escuchar a Singbé narrar el viaje en el
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con James Covey de intérprete. A los espectadores les encantaba el ritmo y el sonido melodioso de la lengua mende, el estilo sencillo de Singbé, sus pausas melodramáticas y la súplica en inglés al final de su relato:

—Por favor, sólo queremos volver a casa.

No se cobraba entrada para ver a los Amistad, pero se pasaba el sombrero después de cada aparición. La cantidad de dinero que podían recoger de los espectadores siempre era un misterio. Una multitud de casi doscientas personas en Worcester sólo aportó poco más de veinte dólares. En cambio, la colecta realizada entre los trabajadores de una fábrica de alfombras en Lowell recaudó casi sesenta dólares. También variaba la recepción del público. Muchas personas deseaban estrecharle la mano a Singbé y hacían una hora de cola. Sin embargo, algunos hombres, cuando les llegaba el turno, lo que intentaban era darle un puñetazo. En Hartford, una mujer intentó vaciarle un orinal en la cabeza. A partir de entonces, Tappan destinó a dos fieles abolicionistas para que cuidaran de Singbé en cada aparición.

Los artículos de diversos periódicos de Nueva Inglaterra y Nueva York describían las actividades de los Amistad y mencionaban su necesidad de recaudar dinero para el viaje de regreso a África y fundar una misión. Estos artículos animaban a la gente, que enviaba donaciones directamente al Comité Amistad. Cada día llegaban con el correo cartas escritas a mano en las que se incluían donaciones de diez centavos a veinte dólares para los Amistad. Una nota, escrita por un campesino de Maine, decía:

«Aquí tienen cuatro dólares y medio para los negros Amistad. Pretendo que sean seis cuando recoja la cosecha. Dios les bendiga a ellos y a su trabajo».

Tappan se sentía animado por las manifestaciones de simpatía y comentaba que se podría alargar la gira de los africanos para generar más interés y recaudar una cantidad superior a los cinco mil dólares que necesitaban. Tenía claro que en cuanto los africanos abandonaran las costa americana, el interés del público por ellos y el trabajo del Comité Amistad se reduciría a la mínima expresión. Por ese motivo, confiaba en retener a Singbé y a sus amigos en Estados Unidos el máximo tiempo posible. Pero esto no significaba que la misión tuviera que esperar a los africanos. De hecho, el comité, que había cambiado el nombre por el de American Missionary Association, estaba entrevistando a los posibles candidatos para comenzar el trabajo en Mende. Dirigir la misión no sería tarea fácil. Durante los últimos cincuenta años, los misioneros británicos intentaron crear diez misiones independientes en Freetown y en sus alrededores. Nueve fracasaron. El clima, las enfermedades, las guerras entre las tribus y los avances del islam por el este habían sido algunos de los factores que acabaron con ellas.

A pesar de todos estos inconvenientes, se eligió un candidato a finales de julio: William Raymond, un hombre de Massachusetts que había tenido una visión, algo que en el Lejano Oriente llamarían una iluminación pero que en Occidente se conoce como recibir la llamada de Dios. La visión de Raymond, en la que vio «a los pecadores del mundo descendiendo a las llamas y los horrores del infierno», le hizo pasarse tres días y tres noches llorando. Cuando se recuperó, le preguntó a Dios en voz alta qué tenía pensado para su humilde siervo. La próxima cosa que vio fue «África occidental, tan clara que casi podía tocarla». Lo contrataron por veinte dólares al mes, y él y su esposa encinta, Eliza, se trasladaron inmediatamente a Farmington, donde él comenzó a enseñar a los Amistad que permanecían en la granja.

A principios de septiembre, convencieron a Tappan de que regresara con los negros a Farmington para que se «reencontraran». Según decía Jocelyn, muchos africanos creían que a Singbé, Grabeau y los demás que iban de gira ya estaban de regreso en África y que a ellos los habían dejado atrás. Estaban cada vez más inquietos y se negaban a asistir a las clases o a trabajar en los campos donde cultivaban productos que les ayudarían a pasar el invierno. También Tappan estaba cada vez más alerta ante las acciones de Singbé y otros integrantes del grupo. Habían llegado a una situación en la que Singbé se negaba a todo si los espectadores no pagaban por anticipado. En varias ocasiones lo pilló pidiéndoles un dólar a los hombres y mujeres que le estrechaban la mano. Cuando Tappan se lo echó en cara, Singbé se encogió de hombros.

—Usted dice que necesitamos dinero para regresar a casa, señor Tappan. La gente quiere verme, estrechar mi mano. Yo pido dinero. ¿Qué tiene de malo eso?

Tappan le habló de los modales, el decoro y la manera correcta de hacer las cosas, pero vio que sus palabras no hacían mella. Unos días más tarde, en una parada en una ciudad industrial de Connecticut, Tappan regañó a Singbé una vez más por pedir dinero, y le exigió que pidiera disculpas y devolviera el dinero. En lugar de discutir cortésmente, Singbé respondió furioso:

—¡No! ¡Quiero el dinero! ¡Quiero irme a casa!

Uno de la multitud gritó que Tappan había domesticado a su mono, pero que ya no lo controlaba. El abolicionista se volvió enfadado hacia los espectadores y se encontró con un coro de risas y abucheos. Decidió dar por acabada la actuación y marcharse. En cuanto regresaron a Farmington, Tappan narró el incidente a Jocelyn.

—Lewis, ya tenemos casi todo el dinero —dijo Jocelyn—. Quizá sea el momento de enviarles a casa. Con Cinqué de nuevo entre ellos, se ve el cambio. Al principio, se mostraron muy felices de su regreso, y volvieron felices a trabajar en el campo. Pero ahora se han vuelto más inquietos, incluso desafiantes. Es obvio que ya no quieren estar aquí.

Tappan asintió apesadumbrado. Había tenido la esperanza de que al final los Amistad, y sobre todo Singbé, decidieran quedarse en América y ayudar a los abolicionistas en sus campañas para conseguir la libertad de los esclavos en todo el país.

—Cinqué hubiese sido un magnífico portavoz de nuestra causa —se lamentó Tappan—. La prensa lo adora.

—Quizá será un portavoz, pero por la causa de la cristiandad en su tierra nativa —comentó Jocelyn—. Mucho me temo que todos deben regresar, y cuanto antes mejor. Hay algunos que están muy deprimidos por llevar aquí tanto tiempo.

Tappan volvió a asentir, aunque se preguntó en voz alta cómo alguien que estaba rodeado por la cultura y la belleza de un lugar como Connecticut, querría marcharse.

Días después de su conversación con Jocelyn, Tappan le dijo a Singbé que se habían acabado las giras para recaudar dinero, que ya tenían suficiente y que estaban en marcha los arreglos para que todos regresaran a África. Singbé y todos los demás se entusiasmaron con la noticia, y a la mañana siguiente volvieron a trabajar en el campo con vistas a la cosecha. Sin embargo, cuando aquella noche regresó al granero, Singbé se encontró con una terrible sorpresa. Uno de los africanos, Fon-né, se había ahogado mientras nadaba con un grupo en un canal cercano.

—Estaba con nosotros y decidió ir nadando hasta más allá del recodo —explicó Burnah—. Era un buen nadador, el mejor de todos nosotros. Así que el señor Raymond le dejó. Pero a la hora de marcharnos no encontramos a Fon-né. Luego el señor Raymond lo encontró cerca de la orilla, boca abajo en el agua.

Mientras Jocelyn declaraba que era un trágico accidente, muchos africanos comentaron lo deprimido que había estado Fon-né, y que, a pesar de las promesas de Tappan, no dejaba de decir que nunca regresarían a Mende. Algunos insinuaron que la depresión le había impulsado a quitarse la vida. Tappan tomó en cuenta sus opiniones, aunque no dejó de darle vueltas a lo que Pendelton había dicho sobre las personas que querían matar a los africanos. Finalmente, decidió que esto no tenía mucho sentido. Sin embargo, una semana más tarde, se reavivaron sus sospechas al producirse un segundo incidente.

Singbé y Grabeau habían estado trabajando en el huerto. Oscurecía, pero se quedaron más tarde que los demás, ocupados en recoger el maíz. Se echaron al hombro los sacos llenos de mazorcas y emprendieron el camino de regreso por la carretera de casi cuatro kilómetros, que llegaba hasta el mismo granero. Al cabo de un par de minutos, Singbé descubrió que se había dejado las botas. Volvió a buscarlas al huerto mientras Grabeau continuaba su camino a paso lento. En la primera curva de la carretera, a unos cien metros del huerto, dos hombres blancos se le echaron encima dispuestos a propinarle una paliza. Grabeau se defendió, pero los blancos lo tumbaron y comenzaron a darle de puntapiés, al tiempo que le gritaban: «¡Estúpido africano!» y «¡negro asesino!». Los atacantes no vieron a Singbé, que salía de los cultivos, hasta que lo tuvieron encima. El más grande se volvió dispuesto a repeler el ataque, pero Singbé le dio un golpe en la cabeza con la lámpara que lo hizo caer al suelo. Grabeau tumbó al otro agresor de una patada en las rodillas.

—Les dimos una buena paliza, señor Jocelyn —dijo Grabeau, que se restañaba con un trapo la sangre que le manaba de un corte en la cabeza—. Sé que no es cristiano pegar a los hombres, pero no me arrepiento.

—Lo comprendo —manifestó Jocelyn—, y siempre debes procurar resistir la tentación de levantar la mano contra otra persona. —Jocelyn hizo una pausa, y después extendió una mano para tocar el hombro de Grabeau—. Pero también, amigo mío, el buen libro dice que los malvados caerán por su propia maldad. Creo que tú y Singbé habéis hecho probar a esos hombres un poco de su propia medicina.

Llamaron al sheriff del pueblo para que investigara el episodio, pero no se pudo hacer gran cosa.

De todos modos, Tappan se preocupó al ver que habían ocurrido dos incidentes en un plazo tan corto. Era voz pública que algunos dueños de plantaciones sureñas habían pagado a hombres para que fueran al Norte con la misión de secuestrar o matar a Singbé y a cualquiera de los africanos que se les cruzara en el camino. También eran muchas las personas en el Norte que no se lamentarían si una mañana veían a los africanos ahorcados en algún árbol.

Tappan conservaba la esperanza de convencer a Singbé y a los demás africanos para que se quedaran en América, al menos durante el invierno, y así recaudar más fondos para la misión. Pero en aquel momento el abolicionista veía con toda claridad que cualquier demora podía ser muy peligrosa. En el mes de octubre firmó el contrato con una agencia naviera para transportar a Freetown, en Sierra Leona, a treinta y dos africanos libres, tres niñas africanas libres, y un contingente de misioneros integrado por el señor y la señora Raymond y su hijo; el reverendo James Steele; el ministro Henry Wilson, un mulato nacido en las Indias Occidentales y su esposa, una ex esclava llamada Tamar. El barco, un carguero de cuatro palos llamado
Gentlemen
, zarparía del puerto de Nueva York el 27 de noviembre de 1841.

Durante lo que quedaba de tiempo, Tappan intentó llegar a un acuerdo con el gobierno federal para conseguir que el
Gentlemen
recibiera una garantía de paso en su viaje a África. Los españoles continuaban furiosos por el fallo del Tribunal Supremo e insistían en presentar protestas diplomáticas y exigir una indemnización por los negros. Sin embargo, el secretario de Estado, Webster, se negó incluso a responder a las solicitudes de una entrevista presentadas por el embajador Argaiz. En lo que concernía al gobierno de Estados Unidos el asunto estaba cerrado. En cuanto a la cuestión de una escolta o un salvoconducto, Webster informó a Tappan que el
Gentlemen
recibiría la misma protección que se otorgaba a cualquier otro navío con pabellón norteamericano, y si los españoles se atrevían a interferir en su viaje, sería considerado un acto hostil y recibiría la adecuada respuesta por parte del gobierno norteamericano. Por lo tanto, la Marina estadounidense no destinaría una escolta especial para el
Gentlemen
.

El número de pasajeros se incrementó la semana antes de la fecha prevista para que el
Gentlemen
iniciara la travesía. James Covey, al que le había sido dispensada la baja en la Marina británica, preguntó si él también podía regresar a Freetown. No tenía muy claro si quería ir a Mende, pero estaba seguro de que necesitaba volver a África. Tappan se encargó de hacer los arreglos necesarios.

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