Desde el juicio, los africanos asistían a varias horas de clase de inglés y religión. Esto era por expreso deseo de Tappan. Estaba de acuerdo con el doctor Gallaudet y otros profesores de la Yale Divinity School en que los africanos llegaron a las costas de América enviados por Dios en un acto de divina providencia, de forma que la plena cristianización de África pudiera comenzar lo antes posible. Cuando la Corte Suprema diera su veredicto y, según Tappan, prevaleciera la justicia y los negros regresaran a sus hogares, los africanos lo harían como fulgurantes ejemplos del cristianismo y de una cultura civilizada.
—Quiero que todos se conviertan en devotos caballeros cristianos, temerosos de Dios —manifestó Tappan—. Serán los misioneros de la causa, casi como los mismísimos apóstoles, capaces de alumbrar el continente negro de costa a costa con el mensaje de Jesucristo.
Las clases de inglés iban bien. Los maestros estaban muy impresionados con Burnah, Kinna y Kale, que cada día escribían y leían mejor. En una ocasión, después de presenciar una demostración de los progresos hechos por los africanos, Sedgwick le comentó a Baldwin en un aparte:
—¿Qué cree que diría el viejo Andy Judson si supiera que estos muchachos de Yale están impartiendo a estos negros la misma enseñanza por la que él expulsó del estado a Prudence Crandall? —preguntó Sedgwick con una sonrisa de oreja a oreja—. Y lo hacen bajo los auspicios de las órdenes judiciales que él dictó.
—Por favor, Theodore, no lo diga tan alto. Si sus palabras caen en los oídos de las personas equivocadas, esto se convertirá en un avispero mucho más grande que el caso que nos ocupa.
Pero si las clases de inglés iban bien, la conversión al cristianismo resultaba más problemática. Las enseñanzas correspondían al Nuevo Testamento, y la mayoría de los africanos consideraban que Jesús y su padre eran sabios y benevolentes, muy al estilo de su propio gran espíritu Ngewo, que vivía muy lejos por encima de las nubes. Sin embargo, les extrañaba que la religión cristiana careciera de dioses menores como aquellos que poblaban la selva, los ríos y la tierra. Después de todo, era a través de estos dioses y de los espíritus de los familiares muertos con quienes los africanos comunicaban sus preocupaciones a Ngewo. ¿Cómo era que el dios cristiano y su hijo permitían que la gente de la tierra que no vivía en el mundo de los espíritus se dirigiera directamente a ellos? A pesar de esta desconcertante discrepancia, muchos opinaban que era una buena religión, y algunos, Burnah y Kinna los primeros, aceptaron a Jesucristo como su salvador. Pero para la mayoría de los africanos, había un tema importantísimo que impedía la conversión.
—¿Una sola esposa? —Yaboi, que pertenecía a la tribu timmani, se echó a reír—. Hay algunos clanes en Mende que lo hacen. El de Singbé es uno. Pero eso es voluntario, y no siempre se respeta. Yo creo que tener una sola esposa limita considerablemente los beneficios a la tribu. Un hombre debe tener todas las esposas e hijos que pueda mantener. Es mucho más generoso.
—Yo también creía lo mismo —replicó Burnah—, pero el doctor Gibbs dice que es un pecado de la carne y una abominación a los ojos de Dios tener más de una.
—Quizá porque no conoce otra cosa.
—Quizá. Pero yo quiero ser un buen cristiano. Ahora no tengo ninguna esposa, y cuando regrese a Mende pienso tener sólo una.
—Una está bien para empezar —opinó Yaboi—. Pero ¿qué pasará si prosperas? Se esperará que tengas más esposas y más hijos. Puedes aumentar tu prosperidad si te casas con mujeres de buenas familias. Y el linaje de un hombre próspero y sabio perdurará, fortalecido. Es la manera correcta, la manera natural. Dime, ¿acaso el león más fuerte no es el más orgulloso?
—Todo eso lo entiendo. Sin embargo, es diferente cuando eres cristiano. Sigues las maneras cristianas. No, yo tendré una esposa y muchos hijos. También ellos serán cristianos.
Yaboi se preguntó si Burnah se burlaba, pero la expresión de su rostro era sincera.
—De acuerdo —Yaboi sonrió—. Si tomas una sola esposa, Burnah, quizás a tu manera estarás haciendo un servicio a las mujeres de Mende.
Como parte de su solicitud de los documentos del caso Amistad, John Quincy Adams reclamó al presidente el envío de las transcripciones de los juicios anteriores al Congreso para darles entrada en el registro oficial. Estas serían también las transcripciones oficiales que utilizaría la Corte Suprema cuando estudiara el caso en invierno. El gobierno imprimió más de diez mil copias. El interés del público en el caso era tan grande que las copias se agotaron en cuestión de días.
Sin embargo, al cabo de unas semanas después de que las transcripciones, agrupadas bajo el título de «Documento 185», llegaron al Congreso, Adams descubrió una grave discrepancia. En las facturas de venta originales, en los trespassos y en otros documentos presentados por los cubanos, la palabra «landinos» que aparecía en cada uno referida a la disposición de los negros había desaparecido. En cambio, en todos los documentos preparados para el Documento 185, la palabra «landinos» estaba sustituida por «ladinos». A los ojos de la ley, y especialmente ante la Corte Suprema, esta equivocación podía debilitar mucho las declaraciones de la defensa. Adams era un político lo bastante ducho como para darse cuenta que esta clase de «errores» tan conveniente no podía ser fruto de la casualidad. Tenía muy claro que se trataba de una maniobra de la administración y así lo manifestó en la cámara. La Casa Blanca hizo una declaración en la que negaba su participación en cualquier «error o discrepancia imprevista». Adams no se dio por satisfecho. Solicitó y le concedieron permiso para que el Congreso investigara el asunto. Sólo faltaban diez semanas para las elecciones, y los periódicos de la oposición se ocuparon de la historia con grandes titulares y artículos en primera plana, pero no tenían nada concreto que resaltar más allá de las conjeturas. Ya pesar de los esfuerzos de Adams, la investigación no dio muchos frutos. La única pista era un corrector de galeradas en Blair and Rives, el taller gráfico donde se imprimieron los documentos. El comité confirmó que el hombre era el responsable de las alteraciones hechas en el Documento 185 antes de imprimirlo. Sin embargo, esto formaba parte de su tarea: corregir los errores gramaticales y las faltas de ortografía. El hombre lo admitió ante el comité de Adams. Sí, cambió «landinos» por «ladinos», pero sólo porque le pareció que era así como se escribía correctamente.
—Juro, señor, que no creía estar cambiando el significado —declaró el corrector—. Los documentos estaban escritos con muy mala letra. Estaba seguro de que ponía «ladinos». Además, señor, no había escuchado nunca la palabra «landinos».
Adams mostró al comité los documentos originales. La palabra «landinos» estaba escrita con toda claridad allí donde aparecía. El corrector insistió en su declaración. Adams no le creyó, pero tampoco disponía de pruebas para negar su historia ni pista alguna que señalara a la Casa Blanca.
Lo mejor que pudo hacer Adams fue enviar una carta oficial a la Corte Suprema para avisar de la diferencia y dar un comunicado público.
Tappan tenía grandes esperanzas en que la Corte Suprema fallaría en favor de los negros, pero no abandonaba su plan de una evacuación rápida si algo salía mal. También Antonio le abordó con una petición. Después de la fuga de Ruiz a Cuba, el juez decidió que Antonio ingresara en prisión con los demás negros. Los africanos no le mostraban ninguna simpatía, pero no lo maltrataban. Simplemente no le hacían el menor caso. Por su parte, Antonio continuaba despreciándolos porque según sus propias palabras: «no estaban educados ni eran civilizados como él». Por otra parte, Antonio veía que estos hombres quizá conseguirían retornar a sus países de origen, mientras que él no quería regresar al suyo.
—No quiero volver a Cuba —dijo—. Tampoco quiero ir a África. He visto a los negros libres en América y he decidido que no quiero ser esclavo nunca más. ¿Usted puede hacer algo por mí, señor Tappan? Por favor.
El muchacho repetía la pregunta cada vez que Tappan visitaba la cárcel. En su fuero interno, Tappan sabía que se podía hacer algo. Podían llevarse a Antonio ilegalmente a Canadá en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, no pensaba intentar algo así hasta después de la decisión de la Corte Suprema. Además, desconfiaba de los motivos de Antonio. Bien podía ser que su súplica estuviera inspirada por Holabird, por alguien de la administración de Van Buren, o incluso por el embajador español. Quizás alguien le había prometido la libertad si conseguía que Tappan o algún otro miembro del comité le descubriera los contactos de los abolicionistas en las vías clandestinas. Significaría un sinnúmero de cargos criminales contra Tappan y los demás, y sin duda hundiría el caso Amistad. Por estas razones, Tappan meneaba la cabeza tristemente cada vez que Antonio preguntaba, y le respondía que tendrían que esperar a que la ley dispensara libertad y justicia.
A medida que el verano cedía paso al otoño, Tappan se preocupaba cada vez más de los preparativos para las sesiones de la Corte Suprema. Los abolicionistas continuaban siendo considerados fundamentalistas religiosos por la mayoría del país. Tappan creía que era esencial para su credibilidad contar con un hombre conocido y respetado a nivel nacional para defender el caso. Si bien Sedgwick y Baldwin eran dos personas excepcionales, ninguno de los dos alcanzaba el nivel deseado por Tappan. Quería a alguien cuya presencia, según sus propias palabras, fuera «capaz de infundir a la causa una aureola de respeto y legitimidad».
La primera elección de Tappan fue Daniel Webster, quizás el abogado más conocido y respetado de toda la nación. Webster, nacido en Massachusetts, llevaba defendidos más de treinta casos ante la Corte Suprema. Conseguir que defendiera el caso Amistad sería un golpe de efecto increíble. Pero aunque detestaba la esclavitud, Webster soñaba con ser presidente algún día. Asumir la defensa de este caso sería un paso poco prudente para alguien que, llegado el momento, tuviera que forjar una coalición entre los estados del norte y del sur. Por otra parte, si bien no le gustaban ni confiaba en los abolicionistas y creía que sus propósitos acabarían por dividir al país, no dejaba de admirar la capacidad de Tappan. Y cuando Tappan fue a ver a Webster, pareció que los poderes de persuasión del abolicionista iban a lograr convencerle. Pero Webster se mantuvo firme, y, al cabo de unos días, envió una nota en la que se disculpaba por no poder aceptar el caso debido a sus muchos compromisos contraídos. Sin embargo, aseguró a Tappan que los Amistad estarían magníficamente representados por Baldwin y su equipo.
Tappan buscó entonces a Rufus Choate, otro abogado con una impecable reputación, opuesto a la esclavitud y con experiencia ante la Corte Suprema. Pero Choate no quería verse involucrado con los abolicionistas ni con sus posiciones extremistas. Con mucha amabilidad, Choate declinó la invitación de Tappan en una carta en la cual afirmaba que su salud no le permitía «afrontar una tarea tan formidable, aunque sin duda llena de honor».
Tappan veía a estos dos hombres como su mejor oportunidad para interesar al país entero y generar una gran cobertura periodística, dos cosas que su instinto le señalaba como fundamentales para promocionar la causa abolicionista. Pero a la vista de que Webster y Choate no querían intervenir, Tappan juzgó que sólo quedaba un hombre con la capacidad jurídica necesaria para el caso y que gozaba de un reconocido prestigio a nivel nacional.
«Pero —le comentó a Jocelyn— ya es mayor y es un zorro viejo que no querrá arriesgarse con nosotros».
No obstante, Tappan decidió probar suerte una vez más. Se puso en contacto con un amigo, Ellis Gray Loring, que también era amigo del personaje en cuestión. Al cabo de unas semanas, se arregló una cita entre los tres que tendría lugar en Boston.
No fue cosa de coser y cantar. El hombre seguía el caso a través de los periódicos y lo consideraba una justa y noble causa. Deseó a Tappan y al equipo de la defensa la mejor de las suertes, y creía que Baldwin podía cumplir el cometido a la perfección. No obstante, señaló que no tenía ningún interés en alinearse con el movimiento abolicionista.
—Creo en las ideas que constituyen los fundamentos de su causa, señor Tappan, y quisiera ver abolida la esclavitud en este país ahora mismo. Pero también creo que en su conjunto los métodos de los abolicionistas se han acercado muchísimo a la sedición en numerosas ocasiones. Hay entre sus filas personas que son peligrosas y que verían con gusto cómo este país se divide en dos.
También habló de su avanzada edad —estaba a punto de cumplir setenta y cuatro años— y tenía una agenda tan apretada que se levantaba cada día con el alba y trabajaba hasta casi medianoche. El hombre enumeró una larga lista de razones por las que no debía aceptar el caso.
Tappan escuchaba con atención. Pero en lugar de escuchar razones por las cuales el personaje no quería asumir el caso, escuchaba excusas, la clase de excusas que da una persona cuando intenta convencer a los demás de lo que dice, y sobre todo intenta convencerse a sí mismo. Tappan lo vio claro, y comprendió que si daba las respuestas correctas, las excusas se derrumbarían por su propio peso frente al verdadero deseo del hombre de aceptar el caso.
Tappan se tomó su tiempo, y le siguió la corriente. Refutó cada una de las excusas. Cuando el hombre mencionó la edad, Tappan respondió que la actividad que desplegaba cada día ya hubiera llevado a la tumba a un hombre mucho más joven. A la mención de que el caso estaba fuera de sus intereses, Tappan le recitó los logros y el trabajo relacionado directamente con el asunto que realizaba en la actualidad. El hecho de que llevara más de treinta años sin aparecer ante la Corte Suprema, Tappan lo replicó diciendo que nadie dudaba de sus conocimientos jurídicos y su capacidad como orador. Tappan le aseguró que se comunicaría a la prensa que su participación en el juicio no significaba un respaldo a la causa abolicionista. Sólo se pretendía que se hiciera justicia con los Amistad. Después de cuatro horas de tira y afloja, el hombre acabó por aceptar y manifestó su confianza en que su intervención no perjudicaría el caso de los africanos. Tappan, casi sin poder contenerse, afirmó que su participación era precisamente lo que necesitaban los Amistad.
Sin embargo, en el viaje de regreso desde Boston, Tappan se vio forzado a resolver otro problema. La incorporación de otro abogado significaba que Baldwin ya no estaría a la cabeza del equipo.