—Todavía te crees que eres el gran jefe negro, ¿eh? Muy bien, señor jefe, ya veremos lo contento que te vas a sentir cuando quememos tu cuerpo negro en una hoguera en La Habana.
Judson miró a Singbé, que se mantenía erguido a pesar de las cadenas y con una expresión de orgullo en el rostro, y después se dirigió a Ruiz.
—Sólo para que conste en acta, ¿cómo se llama?
Ruiz repasó mentalmente los nombres del manifiesto. Sólo recordó uno.
—Cinqué. José Cinqué.
—Teniente Meade, para que conste, pregúntele a José Cinqué por qué se rebeló contra sus amos blancos y asesinó a sangre fría a la tripulación del
Amistad
.
—Su Señoría, mucho me temo que estos negros únicamente hablan un oscuro dialecto —señaló Ruiz apresuradamente—. Es una mezcolanza de español y africano. Dudo mucho que sean capaces de entender al teniente Meade. Ni siquiera yo les entiendo.
—Inténtelo señor Meade.
Meade formuló la pregunta y varias más a petición de Judson. Singbé pareció escuchar con mucha atención a Meade, pero no contestó a ninguna de las preguntas.
—No creo que esté siendo recalcitrante, Señoría —manifestó Meade—. Por lo que se ve, no entiende ni una sola palabra de lo que estoy diciendo.
Judson se levantó para acercarse a Singbé. Comenzó a hablarle en voz alta y pausada.
—¿Sabe dónde está? ¿Comprende lo que le está pasando? ¿Por qué se rebeló contra sus amos? —Judson hizo un amplio gesto con el brazo y señaló a Ruiz y a Montes—. ¿Por qué amotinó a los esclavos?
Singbé miró a Judson. El juez soltó una risita y se volvió para regresar a su asiento.
—¡No esclavo! ¡Singbé no esclavo! ¡África!
Todos los presentes se quedaron de una pieza. Judson se volvió lentamente.
Singbé se señaló el pecho sacudiendo las cadenas.
—¡No esclavo! ¡África! ¡África!
—¿Habla inglés? ¿Este habla inglés?
—No, Señoría. Bueno, quizás aprendió algo a bordo. —Ruiz sonrió inquieto—. Había a bordo un esclavo que hablaba un poco de inglés. Pero murió a los pocos días de producirse la rebelión.
Judson se acercó a Singbé.
—¿Habla inglés? Venga, diga lo que tenga que decir. Hable.
—No esclavo. No esclavo.
Judson siguió insistiendo, pero aquellas eran las únicas palabras que Singbé sabía del idioma del hombre blanco.
—¿Eso es todo? Sí, es un esclavo, amigo mío, a pesar de sus intentos por demostrar lo contrario. Y lo que acaba de decir a mí me suena a un reconocimiento de la rebelión. Será anotado en las actas. Tendrá que pagar por sus crímenes.
Judson señaló las cadenas y después a Ruiz y a Montes.
—¿Lo comprende, Joseph Cinqué?
Una sonrisa sarcástica apareció en el rostro de Singbé. Se señaló a sí mismo y a continuación se pasó un dedo por la garganta.
—Ya está, lo ven —manifestó Judson, que volvió a su silla muy satisfecho—. Comprende perfectamente bien lo que hizo, y el motivo de esta audiencia. Y me atrevería a decir que comprende cuáles son las consecuencias cuando regrese a su país.
Singbé dio un paso hacia el juez. Un marinero le cerró el paso con su mosquete. Singbé comenzó a hablar en mende.
—Soy un hombre libre, un mende —proclamó—. No volveré a ser esclavo. Pueden atarme con cadenas, azotarme en la espalda y los pies hasta arrancarme la piel y no me quede ni una gota de sangre en el cuerpo. ¡Pero nunca más volveré a ser esclavo! ¡No seré esclavo de ningún hombre! ¡Primero tendrán que matarme!
Si el estallido conmovió a Judson, el juez no lo demostró. Miró a Singbé, aspiró una pizca de rapé y comenzó a escribir tranquilamente.
—Muy bien, señor Gedney, por favor, ordene a sus hombres que se lleven al jefe de los esclavos con los demás. Señor Ruiz, señor Montes, creo que ha terminado su participación en esta audiencia. El teniente Gedney dice que tienen ustedes dinero español. Hay un banco en la ciudad donde se lo cambiarán. Mandaré al alguacil federal que les acompañe. Willow House es una posada de primera, y el señor Barsted, su propietario, sirve a sus huéspedes una comida excelente. Probablemente será el lugar más cómodo para ustedes hasta que regresemos a New Haven. El cónsul español vendrá de Boston y se reunirá allí con ustedes.
—Gracias, Señoría. —Ruiz estrechó la mano de Judson efusivamente—. Muchísimas gracias.
—Que Dios les bendiga, caballeros —respondió Judson—. Han vivido ustedes una experiencia infernal.
Ruiz y Montes salieron de la cámara de oficiales. Judson continuó con la audiencia. Escuchó las declaraciones de Gedney, de Meade y de algunos de los tripulantes. Holabird intentó persuadir a Gedney de que reclamar los derechos del salvamento podría prolongar innecesariamente todo el proceso, y que sería mejor continuar la reclamación por la vía privada para llegar a un acuerdo particular con Ruiz y Montes. Gedney rehusó, manifestando que conocía a muchos hombres que habían intentado llegar a un arreglo fuera de los tribunales, y habían acabado con las manos vacías. Él continuaría por la vía legal.
Al final de la audiencia, Meade decidió que debía añadir un último detalle.
—Señor Holabird. Hay algo curioso en relación con los esclavos.
—¿A qué se refiere, señor?
—Ninguno de ellos conoce su propio nombre, Señoría.
—¿Perdón?
—Después de reunirlos a todos a bordo y de encontrar el manifiesto de la nave, comencé a pasar lista para saber cuántos habían sobrevivido de la carga original. El teniente Gedney y yo queríamos utilizar la información para compararla con el precio de cada negro para añadirlo al valor total de la carga, y así poder calcular el porcentaje de los derechos de salvamento que nos correspondería a nosotros y a la tripulación. Sin embargo, a medida que gritaba sus nombres, ninguno respondió, ni hombre ni niño. Repetí los nombres de la lista tres veces. Fue como si estuviera hablando en griego.
—¿Tiene algún sentido esta información, señor? —preguntó Holabird mientras cerraba su maletín.
—Sí, señor, yo creo que sí. Por muy extraño que sea el dialecto, cualquiera pensaría que un hombre conoce su nombre, el nombre con el que le han llamado sus amos desde el nacimiento.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con nuestro asunto? —insistió Holabird.
—Creo que el teniente Meade sólo cumple con su deber como perfecto oficial y nos ofrece una información completa. Aprecio su proceder y quedará registrado, señor —manifestó Judson.
—Gracias, Señoría. Pero creo que…
—Creo que ya es suficiente por ahora, caballeros —le interrumpió Judson mientras se ponía en pie—. A la vista de que usted es inflexible en la reclamación de los derechos de salvamento, fallaré que éste es un caso de propiedad y que se juzgará en un tribunal ordinario. Fijaré la fecha y se la notificaré a usted directamente. El alguacil federal trasladará a los prisioneros a la cárcel de New Haven porque según creo es la única en todo el estado con capacidad suficiente para acomodar a tantos presos.
—¡Un tribunal ordinario! Señoría, ¿no sería posible entregar el barco y la carga a los representantes consulares españoles mientras se inician los procedimientos de extradición?
—No, cuando está involucrada una reclamación de propiedad por parte de ciudadanos estadounidenses, señor Holabird. Pero eso lo podemos discutir más tarde. Estoy seguro de que nuestro amigo de la prensa está ansioso por marcharse y comenzar a escribir esta fascinante historia, y de que estos valientes de la Marina también están más que dispuestos a disfrutar de un permiso en tierra. —Judson se acercó a Holabird y lo cogió del brazo—. Le agradecería mucho, señor Holabird, que me acompañara hasta mi carruaje.
Holabird intentó continuar con el tema de la extradición, pero Judson se lo impidió hasta que llegaron al carruaje. En aquel momento, Judson pidió a Holabird que subiera.
—William, ¿ha recibido alguna instrucción respecto a este caso de sus superiores de Nueva York o de Washington?
—Le envié un despacho al secretario de Estado Forsyth cuando la nave llegó a puerto, pero hasta ahora no he recibido respuesta. ¿Por qué?
A pesar de que estaban en un coche cerrado, Judson bajó la voz.
—¿Sabe a lo que quizá se estaba refiriendo el teniente Meade cuando mencionó que los negros no sabían sus nombres?
—Yo diría que sencillamente le pareció un hecho muy curioso y que consideró prudente mencionarlo para que constara en acta. Como usted dijo, Andrew, sólo era concienzudo.
Judson permaneció en silencio unos segundos. Sacó el reloj de bolsillo y comenzó a darle vueltas en la mano.
—Estoy considerando la posibilidad de enviarle un despacho al secretario Forsyth, William. ¿Está familiarizado con el tratado anglo-español de 1819?
Holabird hizo ver que intentaba recordar.
—No, no puedo decir que lo esté.
—Tendría que echarle una ojeada. Quizá le resulte una lectura interesante, sobre todo a la luz de los últimos acontecimientos.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que estamos considerando aquí, Andrew?
—Si estoy en lo cierto, estamos considerando algo que quizá ninguno de nosotros podamos manejar.
Lo que Judson no sabía, y que en su prisa por acabar rápidamente con la audiencia no había tenido en cuenta, fue que otro hombre en la cámara de oficiales del
Washington
sabía exactamente lo que implicaba la declaración de Meade. Si Judson hubiese conocido los antecedentes y las convicciones políticas de Dwight Janes, el juez nunca habría permitido que actuara como registrador de la corte en la audiencia. Pero Janes no discutía sus ideas políticas con cualquiera, y mucho menos con hombres como Andrew Judson. Después de todo, en 1839 los abolicionistas eran considerados como pertenecientes al bando radical, fanáticos religiosos empeñados en destruir el orden natural de las cosas, y, según algunos, en desmembrar el país. Proclamar públicamente estos sentimientos perjudicaría la carrera de cualquier hombre, y más todavía la de quien se ganaba la vida en los juzgados. Por lo tanto, cada vez que alguien le preguntaba por la esclavitud o el correcto tratamiento de los negros libres, Janes sonreía y se mostraba indiferente.
Pero las convicciones de Janes eran fuertes y profundas, conocía muy bien el tratado anglo-español de 1819. Además había visto y escuchado lo suficiente para sospechar que este cargamento de esclavos no era lo que Ruiz y Montes pretendían que creyeran todos. No tenía pruebas concluyentes, pero su mente y su corazón estaban dispuestos a sacar conclusiones. Ahora, mientras corría por el muelle, estaba más que dispuesto a ayudar a que otra persona hiciera lo mismo.
—¡Señor Bright! ¡Señor Bright!
Wilson Bright caminaba lentamente repasando sus notas y pensando en cómo redactaría los hechos. Tenía veinticuatro años y hacía seis que trabajaba para la
Gazette
, los dos últimos como reportero. Hasta el momento, este era el reportaje más importante que le había tocado a él o a cualquier otro del periódico, y estaba ansioso por comenzar a escribirlo. Dos días antes había escrito otro artículo, cuando el
Washington
entró en el puerto remolcando al
Amistad
, basado en las entrevistas hechas a algunos de los marineros del
Washington
. Estos le contaron que los esclavos negros viajaban con las familias consideradas como sus dueños, y que los mataron a todos, veintiséis blancos entre hombres, mujeres y niños, además del capitán del barco y la tripulación. Antes de que los marineros del
Washington
capturaran a los negros en un duro forcejeo que no llegó a batalla, los bucaneros del
Amistad
pasaron tres meses dedicados al pillaje, al asesinato y al hundimiento de naves indefensas a todo lo largo de la costa oriental. El reportaje se publicó en una edición especial de la
Gazette
y todavía continuaban publicándolo otros periódicos por todo el país. Ahora, después de escuchar los hechos de boca de Ruiz y de Montes, quería escribir este nuevo capítulo de la historia, y corregir los errores del primero.
—Señor Janes, una interesantísima historia, ¿eh?
—Por supuesto, señor, por supuesto. Sobre todo por lo que no se ha dicho.
—¿A qué se refiere? —preguntó el joven reportero.
—Al teniente Meade.
—No le entiendo.
—Me refiero a los negros. Es obvio que son africanos.
El periodista se echó a reír.
—No me diga, ¿es de allí de donde vienen esos hombres?
Janes se colocó delante de Bright, para cerrarle el paso.
—Lo que digo, señor Bright, es exactamente de dónde vienen.
La risa de Bright se fue apagando para terminar bruscamente en un gesto hosco.
—¿Quiere decir que son africanos, directamente de África?
—Eso es lo que digo.
—Pero ¿no es ilegal?
—Desde hace casi veinte años, creo. Y como quizás haya observado usted, muchos de ellos no parecen tener veinte años, sin mencionar a los niños.
Bright comenzó a tomar notas.
—Lo que significa…
—Lo que significa, en primer lugar, que no soy la fuente de esta información. Y qué si veo mi nombre impreso, señor Bright, negaré esta conversación y presentaré una demanda por difamación y calumnias contra usted y su periódico.
—Desde luego, desde luego. Es evidente que usted es, digamos, una persona anónima.
—De todas maneras, no me necesita. Dispone usted de todos los hechos. Fíjese en cómo ninguno de los negros respondió al ser llamado por sus nombres a pesar de la insistencia del teniente Meade. Y la lengua que empleó el jefe para dirigirse a Su Señoría, el juez Judson, no incorporaba ni una sola palabra española, fuera o no un dialecto.
—Por supuesto que no sonaba como el español que empleaban el señor Montes y el sirviente negro, de eso no hay ninguna duda.
—Y tenga en cuenta lo oscuro de la piel de los negros, más oscuros que el carbón. Nada que ver con el color de los negros nacidos aquí y que yo conozca.
—No, en absoluto. Claro que no he visto a muchos negros, sólo a dos en toda mi vida y eran nacidos aquí. Estos son muchísimo más oscuros, tiene usted razón.
—Y, finalmente, piense en el jefe negro, José Cinqué, y su afirmación en su inglés chapurreado. «No esclavo. África». ¿El hombre aprende unas pocas palabras en inglés y precisamente aprende ésas? Salta a la vista que eso, sumado a la rebelión, indica algo más de lo que vimos en la audiencia de hoy.