Llegó a la iglesia quince minutos más tarde, empapado en sudor y sin aliento. Jocelyn estaba en la puerta de su casa, empeñado en salvar las rosas que florecían en la parte soleada. Habían florecido tarde y eran muy grandes y vistosas, pero muchas estaban ajadas debido a las elevadas temperaturas y a la humedad de la semana anterior. Jocelyn miró atónito cómo Baldwin corría tambaleante los últimos metros y se apoyaba en las puertas de la iglesia para no caerse.
Jocelyn ayudó a su amigo a entrar en la casa, le sirvió un vaso de agua fresca y esperó a que Baldwin pudiera hablar.
—Simeon, he recibido esta carta de Nuevo Londres hace menos de una hora. La ha escrito un amigo, un hombre dedicado a la causa. Dice que unos africanos, ¡africanos!, capturados ilegalmente y convertidos en esclavos llegaron a su puerto. Un juez federal ordenó que los trajeran aquí, a New Haven.
—Tu amigo tiene razón. Están aquí. Llegaron ayer por la mañana. Su historia aparece en todos los periódicos. A mi hermano le dieron permiso para que pintara un retrato de su jefe. ¿Dónde estabas tú?
—Acabo de regresar de Nueva York, en el tren de la tarde —respondió Baldwin.
—Agradezco que estés aquí. Hay varias personas que han venido a verme para pedirme que hable contigo sobre este asunto y pedirte que te intereses por los africanos y quizá quieran contratarte para asumir su defensa.
—¿Contratarme? No haré semejante cosa.
—Pero Roger, ¿no encuentras apremiante su situación? Como mínimo llamará la atención hacia la causa.
—Creo que su situación es más que apremiante. Tanto que me ha hecho venir corriendo desde la oficina. Si los hechos son como escribe mi amigo, creo que no podría vivir conmigo mismo si aceptara un solo centavo por su defensa. Sí, haré el trabajo, pero el dinero no tiene importancia.
—Bendito seas, Roger. Eres un hombre de irreprochables principios, y el mejor abogado de Connecticut. Siempre lo he mantenido. Pero aparte de tu generosa oferta, necesitaremos dinero si hemos de formar un equipo de abogados defensores para que te ayude, y para defender este asunto en la prensa. Van Buren quiere liquidarlo cuanto antes y con el menor debate público posible. Por este motivo he escrito al señor Lewis Tappan esta mañana después de leer los periódicos.
—¿Tappan?
—Si hay algo que nos pueda ayudar a plantear por fin el tema de la esclavitud y el abolicionismo en un debate público, es este suceso. Y si hay algo que pueda aumentar el interés y la atención que se dará al suceso en sí mismo, es la presencia de Lewis Tappan.
Baldwin bebió un trago de agua y después se echó a reír.
—No creo que Connecticut esté preparado para nuestro amigo Tappan.
—Tampoco lo está el resto del país —respondió Jocelyn con una amplia sonrisa.
«¿Qué pasaría si estos hombres negros fueran blancos? ¿Qué pasaría si fueran norteamericanos, ingleses o españoles, capturados por nativos argelinos o árabes? Sabemos que esas culturas todavía se aferran a la práctica de la esclavitud. ¿Qué pasaría, cuál sería su destino, amigos míos, si un navío yanqui los interceptara y los abordara en el mar? ¿Estarían aquí, detrás de las rejas de una cárcel con los más viles criminales? Creo que no. Serían héroes, honrados con desfiles, invitados a comer y a beber por los políticos y la crema de la sociedad. Pero en nuestra gran sabiduría no los juzgamos a ellos por sus acciones o la pureza de sus almas, sino por el color de la piel. Su piel es negra. Por lo tanto, como no podría ser menos, se les trata como criminales. Se los exhibe como atracción de feria. Y, sin embargo, vivimos en un país construido sobre la frase: “Todos los hombres son creados iguales”. ¿Iguales? ¡Por favor! Somos una nación de hipócritas. Porque, aunque no somos propietarios de esclavos, aunque no tenemos prejuicios contra las razas de color, sí permitimos que ocurran semejantes cosas, somos tan culpables y tan pecadores a los ojos de Dios como los autores de actos tan abominables».
Parte de la multitud reunida delante de la cárcel comenzó a aplaudir, otros manifestaron su rechazo en voz alta, y la mayoría se limitó a mirar, sin tener muy claro lo que pasaba. Una docena de milicianos inquietos, con los mosquetes preparados, se enfrentaban a la multitud y la mantenían separada de Lewis Tappan y su pequeña comitiva. Una patata, arrojada por alguien de la muchedumbre, golpeó el suelo junto a los pies de Tappan. Esto provocó otro estallido de los congregados.
Lewis Tappan mantuvo su actitud desafiante. De no ser por la atención que le dispensaban, hubiera pasado desapercibido. Era un próspero comerciante neoyorquino, de estatura media, ni gordo ni flaco, de facciones regulares, que no se diferenciaba en nada del común de la gente, excepto por el pelo. Tenía una cabellera abundante, desgreñada, de un color rojo fuego, coronada por mechones blancos, como una nube de llamas y lava en un volcán en erupción. El pelo era completamente inmune a peines y cepillos, y Tappan evitaba el uso de aceites y pomadas. En cambio, lo dejaba crecer a su aire, y se lo cortaba de vez en cuando, pero no lo suficiente como para dañar su personalidad. Tenía muy claro su efecto y su importancia.
Tappan estaba acostumbrado a estos tratamientos y espectáculos. Adonde quiera que fuese parecían seguirle las multitudes y las disputas. Algunas veces sólo unas pocas personas escuchaban sus palabras o iniciaban un debate; en otras, eran docenas. Y muy de vez en cuando, congregaba a una multitud.
Este fue el caso de 1834, en Nueva York, cuando una turba de más mil personas furiosas asaltó el local de Tappan’s Dry Goods, la mayor tienda del ramo en la ciudad, reclamando las cabezas de Lewis y de su hermano Arthur. Eran los fundadores de la Sociedad Americana Antiesclavista y aquella noche celebraban una reunión en el local para reclutar socios. La plebe estaba harta de los panfletos agitadores, de los repugnantes artículos publicados por
The Emancipator
, el periódico abolicionista patrocinado por Tappan, y los improvisados mítines callejeros dados por los hermanos y sus seguidores. Las calumnias y mentiras que esgrimían sobre la abolición de la esclavitud y la igualdad de las razas habían llegado demasiado lejos, y la turba estaba allí para acabar con el asunto de una vez por todas.
Pero los manifestantes no contaban con las persianas de hierro que los Tappan tenían instaladas y que, una vez bajadas y cerradas, convertían la tienda en algo tan inaccesible como la cámara acorazada de un banco, ni con la presencia de Arthur y treinta dependientes armados hasta los dientes. Lewis habló largo y tendido con la multitud desde una ventana del primer piso, y, en varias ocasiones, tuvo que esquivar las piedras y las verduras podridas lanzadas por sus oponentes, pero entre él y Arthur acabaron por convencer a la chusma furiosa de que se marchara sin disparar ni un solo tiro.
Estas eran las reacciones que provocaban en Nueva York las discusiones francas y abiertas sobre la abolición de la esclavitud en aquel entonces. En el Sur, nunca se aludía a esta cuestión, al menos en público. Hubiese sido una locura y arriesgarse a una respuesta violenta o incluso al linchamiento público.
Aunque a menudo se presentaba como una controversia entre el Norte y el Sur con unos sectores a favor y en contra claramente definidos, el asunto de la esclavitud era mucho más complejo y confuso, y superaba los límites geográficos. En ese momento, la mayoría de norteamericanos creía firmemente en la superioridad y la misión divina de la raza blanca cristiana como creía que el sol sale todas las mañanas. Muchas de estas personas también tenían una gran simpatía por los negros. Algunos consideraban la esclavitud una consecuencia desafortunada, pero inevitable, del orden natural de las cosas. Otros deseaban abolir la esclavitud.
Pero el sentimiento antiesclavista no siempre, ni siquiera con frecuencia, se traducía en el deseo de una inmediata abolición. Había quienes creían que la «peculiar institución» de la esclavitud debía extinguirse gradualmente, permitiendo que los negros fueran libres poco a poco. Una vez obtenida la libertad, se beneficiarían de los mismos derechos que los otros negros libres disfrutaban en Estados Unidos por aquel entonces. Estos «derechos», que variaban de un estado a otro, a menudo negaban a los negros el acceso a la educación y al trabajo, y de una manera tácita les impedían votar o presentarse a cargos públicos. Otras personas sostenían que los negros libres debían regresar a África. A principios de 1800, se fundó la American Colonization Society precisamente con ese objetivo. Compraron tierras en lo que se convertiría en Liberia y pagaron el transporte de los negros libres hasta allí. Muchos vieron la sociedad como un mal disimulado intento de eliminar a los negros libres de suelo norteamericano y dar un paso adelante en la consecución de un país totalmente blanco y cristiano. El senador y líder del partido whig, Henry Clay, no ocultó sus sentimientos al manifestar que el trabajo de la sociedad era una bendición porque acabaría «por librar a nuestro país de una parte inútil, maligna y peligrosa de su población».
La idea de dar a los negros una libertad limitada, o su traslado a África, eran consideradas propuestas razonables por la mayoría de los que se oponían a la esclavitud. También veían una extinción gradual de la esclavitud como la forma más prudente de resolver el problema. Pero un pequeño porcentaje de los opuestos a la esclavitud iba mucho más lejos. Eran los extremistas religiosos, los abolicionistas. Estos apoyaban el cese inmediato de la esclavitud y la completa emancipación de los esclavos. Aunque eran pocos en número, los abolicionistas estaban bien organizados, eran pasionales y vocingleros, y sentían un fervor religioso por su causa. Muchos de sus líderes eran miembros del clero protestante que consideraban la esclavitud de otros seres humanos un pecado y un acto abominable a los ojos de Dios.
Para la gran mayoría de los norteamericanos, las manifestaciones abolicionistas no sólo eran descabelladas, evidentemente eran también peligrosas. Muchos creían que si se les permitía a los abolicionistas propagar su dogma emocionalmente etéreo y radical, sólo sería cuestión de tiempo que el país se viera abocado a una guerra civil. Consciente del poder incendiario de semejante retórica, el Senado aprobó en 1837 lo que se denominó «ley de la mordaza», que prohibía las peticiones o debates sobre la esclavitud. Pero los intentos del Congreso, e incluso de Andrew Jackson durante su presidencia, para acallar el debate público respecto a la esclavitud fracasaron. Los abolicionistas continuaron con sus actividades.
Los hermanos Tappan eran partidarios de la causa abolicionista como correspondía a unos sobrinos nietos de Benjamin Franklin, fundador de la primera sociedad abolicionista. Se les despreciaba en el Sur hasta tal punto, que el propietario de una plantación de Carolina del Sur ofreció una recompensa de cien mil dólares a quien entregara los cuerpos de Lewis y Arthur Tappan en cualquiera de los estados esclavistas.
Pero si bien eran los dos hermanos quienes creían firmemente en la causa y trabajaban incansablemente en pro de la propagación de su doctrina, era Lewis quien mejor encarnaba el abolicionismo: de palabra, de hecho y de espíritu. Era la justa indignación convertida en carne y hueso, un hombre que no sólo respaldaba sus palabras con hechos, sino que aprovechaba cualquier oportunidad para compartir sus creencias con el resto del mundo. Lewis creó un comité para recaudar fondos destinados a pagar la defensa de Prudence Crandall. Pagó de su bolsillo los estudios de varios prometedores jóvenes negros en el Oberlin College, la única escuela universitaria norteamericana que aceptaba estudiantes de color en la época. En una ocasión ofreció cinco mil dólares a la Sociedad Bíblica Americana para que imprimiera cinco mil biblias y las distribuyera a los negros por todo el país. La institución rechazó cortésmente el ofrecimiento.
Lewis Tappan creía que la esclavitud estaba mal por razones morales, la consideraba una ofensa a Dios Todopoderoso, y sostenía que cualquiera que permitiera la esclavitud o los prejuicios raciales sin protestar cometía un pecado tan grande como aquellos que defendían la opresión. Creía que lo más importante del matrimonio no era la posición social, el amor o las ventajas comerciales, sino la adhesión a la fe cristiana. En consecuencia, no veía nada malo en los matrimonios interraciales siempre y cuando ambos contrayentes confirmaran su creencia en Jesucristo.
«De hecho —dijo una vez—, si la unidad religiosa pudiera ser propagada por todo el mundo y se aceptaran los matrimonios interraciales, en un plazo de unos mil años, el planeta estaría poblado de una única raza de seres humanos cobrizos, y todo el tema del prejuicio y la opresión basado en el color de la piel desaparecería para siempre».
Esta última afirmación hizo que muchas personas, con independencia de sus opiniones personales respecto a la esclavitud, tacharan a Lewis Tappan de loco peligroso e incivilizado. Recibía constantes amenazas de muerte, y en más de una ocasión tuvo que enfrentarse a hombres enfurecidos o a turbas dispuestas a acabar con él. Pero mientras se decía que Arthur llevaba un pequeño revólver en el bolsillo del chaleco, Lewis afirmaba que salía cada día a la calle armado sólo con su Biblia, que guardaba en un bolsillo cerca del corazón.
La carta de Simeon Jocelyn pidiendo la ayuda de los hermanos Tappan la recibió Lewis en Nueva York. Los Tappan eran grandes amigos de Jocelyn, pastor de raza blanca de una iglesia para negros en New Haven. Sin embargo, Arthur estaba en Inglaterra en viaje de negocios y no regresaría hasta después de seis meses. Inmediatamente, Lewis escribió a su hermano poniéndole al corriente de los hechos, y tomó el primer tren a New Haven.
Y entonces, el día 3 de septiembre de 1839, se dirigía a la muchedumbre delante de la cárcel de New Haven. Mientras hablaba, los hombres que le rodeaban: Simeon Jocelyn, Joshua Leavitt, editor del
The Emancipator
, y casi una docena de hombres miembros de su recién creado Comité Amistad, observaban a los espectadores con cierta inquietud.
«Noto vuestra furia ante la injusticia que se está perpetrando aquí, amigos míos —continuó Tappan—. Por eso estamos aquí. Estos caballeros y yo hemos formado un comité, el Comité Amistad, para asegurar que las diabólicas maquinaciones de la moralmente corrupta administración presidencial de Washington no impida una sentencia justa para estos pobres africanos».
Esto molestó a la multitud, y se escucharon nuevas protestas. Connecticut era un estado demócrata y Van Buren contaba con un fuerte apoyo entre la mayoría de sus ciudadanos. Tappan esperó, sonriente, a que cesaran los gritos.