Amistad (23 page)

Read Amistad Online

Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
7.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si hay algo que pueda cambiar los acontecimientos a nuestro favor, será la moción que Seth planteará mañana —señaló Jocelyn—. Esperemos contar con la ayuda de la Providencia en este asunto.

Los hombres continuaron discutiendo la estrategia del día siguiente hasta la una de la madrugada. Cuando subió a su habitación, Baldwin estaba exhausto. Se desnudó y en el momento de acostarse descubrió que llevaba las gafas puestas. Al levantarse para dejarlas en la cómoda, vio una carta junto al lavabo. El sobre estaba sellado en Washington, D.C.

Señor Baldwin:

Le admiro profundamente por aceptar el caso de los Amistad y seguiré el proceso con gran interés y esperanza. Le deseo la mejor de las suertes y la bendición de la Providencia en su defensa. Ojalá prevalezca la justicia.

Un amigo.

P.D. Tome debida nota de que el tratado de 1819, que sin duda el gobierno citará en este caso, contiene algunos dardos que pueden ser esgrimidos en contra de ellos. Específicamente, en el párrafo quinto de la segunda sección y en el tercer párrafo de la octava.

Baldwin miró el reverso del sobre pero no figuraba el remitente. Miró por un instante el lugar cerca del lavabo donde encontró la carta y después echó una ojeada a la habitación.

Meneó la cabeza, cogió la lámpara y caminó rápidamente por el pasillo en busca de Sedgwick. Disponían de una copia incompleta del tratado Pickney, pero el gobierno federal aún tenía que proveer a la defensa con una copia del tratado de 1819. El equipo de Baldwin se veía forzado a trabajar con notas y transcripciones parciales. Resultaba frustrante pero era otra muestra del control que ejercía el gobierno en este caso. La defensa dedujo lo que pudo de las notas, pero dedicó más tiempo e interés al tratado Pickney, al caso Antelope y a la propuesta del auto. Baldwin despertó a Sedgwick y le hizo sacar del maletín las notas sobre el tratado de 1819. Buscaron los párrafos del tratado que citaba la carta, y permanecieron levantados hasta el alba dedicados a estudiar la manera de incorporarlos en la defensa.

El tribunal reanudaría la sesión a las ocho de la mañana del viernes. A las siete, Pepe Ruiz decidió visitar a los africanos. Los tenían encerrados en seis celdas de la cárcel de Hartford, donde se veían los unos a los otros. Mientras el carcelero vigilaba, Ruiz recorrió el pasillo y se detuvo delante de cada una de las celdas para mirar al interior. Vio que sus negros estaban bien tratados y alimentados. Tenían buen aspecto, vestidos con las prendas suministradas por el Comité Amistad, y estaba seguro de que conseguiría un precio muy alto cuando regresaran a La Habana. Llegó a la celda donde se encontraban Singbé, Grabeau y otros siete africanos más. Se acercó a los barrotes y comenzó a hablar en español.

—Bueno, José Cinqué. Muy pronto esto se acabará y volverás a estar bajo mi custodia. Regresaremos a La Habana donde te juzgarán para que recibas la condena que te mereces. Pero ¿sabes lo que pienso? Creo que le diré al cónsul español que sólo te juzguen a ti. Venderé a tus amigos para recuperar las pérdidas. Después de todo, sería desperdiciar unos buenos negros. Creo que tendré suficiente con ver cómo te asan en la hoguera.

Singbé se acercó a los barrotes. No intentó pasar las manos ni tampoco hizo ningún gesto de amenaza. Pero fue suficiente para que Ruiz diera un salto para apartarse. Levantó la mano como si fuera a golpear a Singbé, para luego bajarla y echarse a reír.

—Tienes valor, Cinqué, lo reconozco. Pero creo que será la causa de tu muerte.

Se pasó un dedo por la garganta lentamente y rio con más fuerza. Las tres niñas encerradas en la celda vecina no se perdían detalle. En el momento en que Ruiz hizo el gesto, Margru, la mayor, comenzó a gritar. A las demás les dominó la histeria casi en el acto.

—¿Qué está haciendo aquí?

Ruiz se volvió al oír que se dirigían a él. Tappan y Jocelyn le miraban desde el otro extremo del pasillo.

—¡Señor Tappan! Buenos días, señor. Sencillamente inspeccionaba mi propiedad para asegurarme de que están bien cuidados hasta que se acabe este pequeño asunto.

Tappan corrió hasta la celda donde tenían a las niñas. Estaban acurrucadas contra la pared del fondo; chillaban a todo pulmón y temblaban como azogadas. Los africanos les gritaban en un intento por calmarlas. Singbé apretó los barrotes con todas sus fuerzas mientras miraba a Ruiz.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Tappan—. ¿Por qué están aterrorizadas las niñas?

—No fui yo. Fue Cinqué. Las asusta. A las niñas les encanta mi presencia, se lo aseguro.

—Usted es un monstruo, señor —siseó Jocelyn—. Sin escrúpulos ni corazón. Sólo son unas niñas, por amor de Dios.

—Me pertenecen. Todos son de mi propiedad. Casi todos. Y muy pronto me los llevaré a Cuba. Aunque debo decir que sus compatriotas no los tratan como es debido. Me han dicho que dos de los negros murieron el domingo pasado. No sé si presentar una reclamación por pérdidas.

—¡Salga de aquí! —gritó Tappan—. ¡Carcelero! ¡Carcelero! ¡Este hombre está alborotando a los prisioneros! Le ruego que lo expulse inmediatamente del recinto si no quiere enfrentarse a una revuelta.

—Venga, señor Ruiz, vamos. Creo que el caballero tiene razón —dijo el carcelero—. Estos son sus esclavos, señor, es cierto. Pero no beneficia a nadie oírles chillar y chillar como monos.

—¡No son monos! —protestó Tappan a voz en grito—. ¡Son hombres, maldita sea!

Tres reporteros aparecieron en el pasillo. Esperaban delante de la cárcel para presenciar el traslado de los prisioneros hasta el juzgado, pero bajaron las escaleras al oír los gritos. El lugar era un caos. Ruiz decidió que era el momento de tomar las de Villadiego. Se acercó a los reporteros y les señaló a Tappan.

—Allí donde va ese hombre causa problemas. Miren cómo ha asustado a los esclavos. Es una vergüenza que gente de su calaña pueda ir por ahí provocando disturbios. Es algo nauseabundo.

Tappan oyó las palabras de Ruiz pero no le hizo caso. El carcelero le dejó entrar en la celda de las niñas. No consiguió calmarlas. Estaban demasiado aterrorizadas para responder a ningún rostro blanco por muy bueno que hubiera sido en el pasado.

Transcurrió al menos una hora antes de que los africanos salieran de la cárcel escoltados por los guardias para ir al juzgado. El carcelero, que insistía en que «los esclavos pertenecen al señor Ruiz y el juez lo probará», acabó por admitir a uno de los reporteros que aparentemente el señor Ruiz era el causante del alboroto en las celdas. Las tres niñas salieron las últimas, abrazadas a Tappan, y todavía sollozando.

La sesión comenzó poco después. Holabird empezó con un análisis del tratado Pickney. Su razonamiento seguía la lógica y la estrategia fijada en el informe del fiscal general, el señor Grundy. En consecuencia, Holabird citó los artículos ocho al diez como los más pertinentes al caso.

—De estos, Señoría, son los artículos ocho y nueve los que contienen los puntos más relevantes para este caso. Cito para el registro y los presentes, artículo ocho: «En caso de que los súbditos o habitantes de cualquiera de las partes con sus barcos se vean forzados por las inclemencias del tiempo, persecución de los piratas o enemigos, o de cualquier otra urgente necesidad a buscar refugio y fondeadero perteneciente a la otra parte, serán recibidos y tratados con toda la humanidad, y disfrutarán de todos los favores, protección y ayuda. No se les impedirá en manera alguna zarpar de dicho puerto, sino que podrán trasladarse y partir cuando les plazca sin ninguna traba o demora».

»Y el artículo nueve: «Todas las naves y mercaderías que sean rescatadas de las manos de piratas o ladrones en alta mar, serán traídas a puerto de cualquiera de los estados y entregadas a la custodia de los oficiales de dicho puerto. Una vez allí serán cuidadas y devueltas enteramente al auténtico propietario tan pronto como se presenten las pruebas necesarias y suficientes respecto a la propiedad mencionada».

»Por lo tanto, Señoría —continuó Holabird—, parece muy claro que la situación del
Amistad
encaja en estas condiciones y por lo tanto debe ser tratado de acuerdo a derecho.

—Señoría —dijo Baldwin mientras se levantaba lentamente—, me pregunto si el fiscal puede darnos algunas aclaraciones respecto a las disposiciones del gobierno hacia mis clientes.

—¿Cuáles son, señor Baldwin? —preguntó Thompson.

—Si complace a la corte, Señoría, creo que a todos nos gustaría saber si el fiscal está diciendo que los Estados Unidos de América acusan a estos hombres y a estas niñas de piratería.

De inmediato, se oyó en la galería el rumor de los murmullos. Muchos de los presentes sabían que si la acusación era de piratería, Thompson no tendría más opción que referir el caso a un juicio con jurado, un traslado que representaría meses de procedimientos además de una fuente de entretenimiento para todo el estado, y quizá todo el país.

Thompson dio unos golpes con el mazo en la mesa para imponer silencio en la sala. Holabird intentaba hablar desde el momento en que Baldwin acabó de formular su pregunta.

—No, Señoría, en absoluto —protestó Holabird—. Que conste en acta que el gobierno federal no tiene el deseo de presentar cargos por piratería. Sólo planteamos los temas de amotinamiento, asesinato y propiedad. Respecto a los dos primeros, no tenemos inconveniente en admitir que las niñas no fueron más que testigos.

—¿Satisfecho, señor Baldwin?

—Completamente, Señoría.

Holabird recuperó el control y continuó. Citó la decisión en el caso Antelope y señaló los pasajes del tratado de 1819. En particular mencionó la cláusula del tratado que permitía que los navíos de guerra norteamericanos patrullaran en busca de barcos negreros. Al interceptar al
Amistad
, el gobierno no sólo sofocaba un amotinamiento, sino que además verificaba que los esclavos eran de hecho una propiedad rebelde. También presentó como prueba de la reclamación de los españoles a su legítima propiedad las facturas originales, la documentación de aduana y el manifiesto del
Amistad
.

—Son súbditos españoles y, a los ojos de la ley española, son esclavos sin ninguna duda.

La presentación de Hungerford fue casi la misma. Él también siguió la opinión de Grundy, y sólo se desvió al hacer hincapié y con mucho énfasis en el artículo diez del tratado Pickney que trataba de las indemnizaciones. Insistió en que sus clientes estaban dispuestos a pagar los derechos de salvamento basándose en un valor calculado según el estado del barco y la carga cuando fue abordado, pero de ninguna manera la exorbitante suma de cuarenta mil dólares.

—Así que lo que pretendemos es estafar a nuestros benefactores, ¿no es eso? —preguntó Isham, que se levantó en el acto—. El teniente Gedney y el teniente Meade arriesgaron sus vidas para salvar a estos hombres de una muerte casi cierta y de semanas de torturas.

—¡Protesto! —Sedgwick se levantó—. El general Isham menciona supuestas certezas y otros acontecimientos que no ocurrieron o que todavía deben ser demostrados en esta Corte.

—Se acepta. General Isham, tendrá usted la bondad de atener su mente y sus palabras a los hechos establecidos.

—Es un hecho que mis clientes arriesgaron su vida y sus cuerpos para librar a estos hombres de circunstancias horripilantes, Señoría —manifestó Isham—. Ahora, estos hombres, españoles de Cuba, aunque se les reputa como caballeros, intentan depreciar el valor de sus posesiones. Parece una forma extraña y grosera de tratar a sus salvadores, Señoría.

—Con toda franqueza, Señoría, mis clientes no desean otra cosa que lo mejor para los valientes oficiales y la tripulación que los salvó —replicó Hungerford—. Sin embargo, aceptar las exorbitantes sumas que reclaman los oficiales navales sería el equivalente al robo a mis clientes, a la vista de que este viaje ya representa una pérdida total para ellos. —Hungerford acabó su réplica y se sentó.

—Ahora escuchemos a la defensa —anunció Thompson.

Las miradas de todos los presentes se volvieron hacia Baldwin. Sin embargo, fue Seth Staples quien se puso en pie y comenzó su exposición.

—Señoría, expondremos alegaciones de mucho peso en defensa de estos hombres, pero antes que nada, quiero presentar una segunda petición de hábeas corpus.

—¿Para quién, señor Staples?

—Para la tres niñas, Señoría. Este auto sería aparte y sin ninguna relación con el otro solicitado.

—¿Sobre qué base?

—Señoría, el señor Montes afirma que estas niñas son súbditas españolas y que fueron criadas en Cuba. No obstante, y a pesar de que sus edades de acuerdo con el manifiesto oscilan entre los siete y los nueve años, ninguna de ellas habla ni una sola palabra de español. Las actas consignan que ni siquiera responden a sus nombres, como comprobó el teniente Meade.

—Señoría —objetó Holabird—, también figura en la misma acta que el señor Ruiz y el señor Montes declararon con toda claridad que los esclavos hablan un oscuro dialecto.

—Me pregunto si cualquiera de los traficantes de esclavos está dispuesto a jurarlo ante el tribunal, señor fiscal. ¿Están sus clientes dispuestos a jurar aquí y ahora que existe este oscuro dialecto rural? Señoría, solicito respetuosamente a esta corte que les pregunte si quieren hacerlo. Y si se hace esta solicitud, que se les advierta de cuáles son las penas por perjurio en este país. Además, creo que deberíamos informarles de que, de acuerdo con la sección octava del tratado de 1819, cualquier persona a la que se descubra en posesión de africanos de contrabando será acusada de piratería. Como bien sabe, Señoría, de acuerdo con la ley norteamericana, la piratería conlleva la pena de muerte.

—Señoría —exclamó Hungerford—, solicito una breve interrupción para hablar con mis clientes y el fiscal.

—Secundo la petición, Señoría —manifestó Holabird.

—Autorizo una interrupción de quince minutos.

Holabird y Hungerford se retiraron a una salita con Ruiz y Montes para revisar sus copias del tratado. Ruiz tradujo para Montes, quien, después de escuchar todos los factores y las posibilidades, meneó la cabeza con desespero.

Al reanudarse la sesión, Hungerford declaró que no prestarían el juramento solicitado por la defensa, y que la ley no les obligaba a hacerlo.

—Señoría, mis clientes ya han hecho declaraciones juradas respecto a todas sus actividades realizadas con estricto cumplimiento de la ley española. Los documentos respecto a la disposición de los esclavos son bien claros, Señoría, y están sancionados por las autoridades españolas. Todas las transacciones tuvieron lugar en Cuba, una posesión española. El gobierno estadounidense no tiene derecho a interferirse en este asunto. Sólo nos conciernen los derechos de salvamento y la devolución de sus propiedades a mis clientes. El resto se lo dejamos a la ley española.

Other books

The Matarese Circle by Robert Ludlum
Estacion de tránsito by Clifford D. Simak
Inspire by Cora Carmack
A Season for Love by Heather Graham
The Howling Delve by Johnson, Jaleigh
Secrets of a Soap Opera Diva by Victoria Rowell
Reaper's Dark Kiss by Ryssa Edwards
Devlin's Luck by Patricia Bray
Medianoche by Claudia Gray