Mientras se repetían las escenas de alegría, Singbé se acercó a Burnah y le susurró algo al oído. La sonrisa de Burnah se apagó de pronto. Singbé se apartó y volvió a sonreír. Burnah comenzó a moverse entre los demás. En dos minutos todos conocían el mensaje. Grabeau se acercó a Singbé.
—¿Por qué hay que decirles que somos de otras tribus y que no somos mendes?
—Me alegra mucho que tengamos alguien con quien hablar y que pueda relatar nuestra historia a los blancos —contestó Singbé—. Pero no me fío de los blancos, al menos de ninguno fuera de esta celda. Si descubren de dónde somos, quizá vayan a nuestras aldeas y roben o maten a nuestras familias y a los integrantes de la tribu. Dejemos que crean que somos mandingos o gendumas que hablamos mende.
Grabeau asintió. Covey se acercó y apoyó una mano en el hombro de Singbé.
—El señor Tappan quiere hablar contigo. Quiere escuchar tu historia con tus propias palabras.
Singbé dio un paso al frente. En la celda reinó el silencio. Los africanos se pusieron en cuclillas o se sentaron en el suelo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Covey—. Ellos te llaman José Cinqué.
—Pueden llamarme como quieran, pero mi nombre es Singbé-Pieh. Y soy un hombre libre.
—Dinos cómo llegaste a esta situación. ¿Por qué estás ahora entre los americanos?
Singbé les contó todo, la historia de su captura, el tiempo pasado en la factoría de Lomboko y el viaje en el
Tecora
, cómo los habían tenido a él y a los demás en los barracones, la revuelta en el barco negrero y el intento de navegar de regreso a sus hogares. Tappan, Jocelyn, Baldwin y Sedgwick le escuchaban fascinados desde la puerta de la celda. Singbé tardó dos horas en dar todos los detalles.
—Lo único que quiero es regresar con mi mujer y mi familia. Eso es lo que queremos todos. Regresar a casa.
Tappan se acercó en cuanto Singbé acabó el relato y lo estrechó entre sus brazos.
—Somos tus amigos, lo juro. Haremos todo lo que podamos para ayudar a que todos vosotros regreséis a vuestros hogares.
Covey tradujo sus palabras. Singbé estrechó la mano de Tappan.
—Confío en ti, amigo mío.
Se decidió que Covey entrevistaría a cada uno de los africanos y los estudiantes de Yale se encargarían de anotar todo lo que se dijera. Luego compararían los relatos para buscar los datos más valiosos para la defensa y descubrir nuevos hechos sobre los horrores del tráfico de esclavos que se divulgarían al público.
Aquella misma noche, Sedgwick, Tappan y Baldwin comentaron el relato de Singbé mientras cenaban.
—Aunque dice que su nombre es Singbé, preferiría que continuáramos refiriéndonos a él como Cinqué en el juicio y cada vez que hablemos de él —manifestó Tappan—. Esa identidad es la que emplean los periódicos y la que conoce la gente, y no tendríamos que hacer nada que pueda confundir al público.
Sedgwick y Baldwin asintieron a la propuesta.
—También me gusta que sea un arrocero y no un cacique guerrero o un príncipe —añadió Tappan—. Lo muestra como una persona común y con la cual el hombre de la calle puede identificarse.
Sedgwick pinchó un trozo de filete con el tenedor y se lo metió en la boca antes de hablar.
—A mí me parece un hombre mucho más noble y heroico porque no es de clase alta, ni siquiera un jefe. Diablos, no es más que un tipo que quiere regresar con su esposa y sus hijos. Es algo que cualquiera puede comprender.
—Así es. Será una gran ayuda para la defensa. —Tappan esbozó una sonrisa y levantó su copa de vino—. Brindo por nuestras muy mejoradas posibilidades.
Sedgwick se bebió de un trago su jarra de cerveza y llamó al tabernero para que le sirviera otra.
—Bebo por eso, pero todavía nos queda por delante una buena pelea. El tribunal tomará en cuenta estas palabras, de eso no hay ninguna duda. Pero son las palabras de unos negros contra las de los blancos. Sabemos quién ganará. Y da lo mismo lo que estos hombres hayan dicho hoy. Judson seguirá considerándolos esclavos, sobre todo por la documentación aportada por Ruiz y Montes.
—Mucho me temo que Theodore tiene razón, Lewis —señaló Baldwin—. La información que tenemos es buena, pero no lo suficiente para cambiar las tornas a nuestro favor.
Tappan no se desanimó. Sabía muy bien lo jugosos que eran estos relatos para la prensa. Ya veía los titulares: «¡Cinqué habla!». «¡Los africanos revelan atrocidades!». «¡Los detalles de la heroica odisea del
Amistad
!». Pero tenía el presentimiento de que se podía sacar algo más de todo esto. Algo sin precedentes.
—¿Cómo podemos emplear todo esto en beneficio nuestro? —preguntó Tappan—. Quiero decir, fuera del tribunal.
Baldwin y Sedgwick intercambiaron una mirada y después miraron a Tappan. Ambos abogados toleraban el carnaval de relaciones públicas que Tappan había introducido en el caso. Después de todo, ellos también creían en la causa y deseaban el fin de la esclavitud, y sabían lo importante que era este caso para conseguirlo. Ya se estaban produciendo debates sobre la esclavitud de mayor o menor importancia por toda la nación. En muchas comunidades, la corriente de opinión en favor de los negros era muy fuerte, algo que sería de mucha ayuda cuando comenzara el juicio en noviembre. Pero comportaría una formidable tarea redefinir la defensa y anticipar la respuesta de la fiscalía cuando descubrieran que los negros serían testigos. La idea de seguir «utilizándolos» era algo que los ponía por encima de sus oponentes.
Tappan se dio cuenta de lo que pensaban por sus expresiones. Les sonrió y replanteó la pregunta.
—Supongamos por un momento que los negros del
Amistad
fueran blancos. Esta ha sido la base de nuestra defensa hasta el momento, ¿no es así? El mismo tratamiento ante la ley con indiferencia al color. Muy bien, continuemos pensando en los mismos términos. Disponemos de la información que hoy escuchamos de Cinqué, Grabeau y los demás. ¿Qué más podemos poner en el platillo de la balanza para que se incline todavía más a nuestro favor?
Baldwin probó el vino mientras pensaba. Sedgwick cogió una patata entera, se comió la mitad de un mordisco y bebió un trago de cerveza.
—¿Hasta dónde quiere inclinarla, señor Tappan?
—Si es posible, hasta donde nunca ha llegado antes, señor Sedgwick.
Sedgwick le guiñó un ojo a Baldwin y levantó la jarra por encima de su cabeza para indicarle al tabernero que estaba vacía.
—Entonces, señor, creo tener una idea que puede satisfacer sus necesidades.
Dos noches más tarde, en un lujoso restaurante de Manhattan, Pepe Ruiz, Pedro Montes y dos escoltas femeninas compartían mesa con uno de los concejales del ayuntamiento de Nueva York y su esposa. Acababan de descorchar la tercera botella de champán cuando un alguacil de la policía local se acercó a la mesa, seguido por Lewis Tappan y una docena de reporteros.
—¿El señor Pepe Ruiz? —preguntó el alguacil—. ¿El señor Pedro Montes?
Ruiz levantó su copa como un saludo a Tappan.
—Señor Tappan —dijo—, defensor de piratas, asesinos y esclavos prófugos, me gustaría pedirle que se una a nosotros, pero no sirven bazofia en las mesas. Quizá si quisiera ir a la parte de atrás, le buscarían un lugar más adecuado para usted.
El grupo de Ruiz celebró con ruidosas carcajadas la salida de su anfitrión. Tappan sonrió y se dirigió al alguacil.
—Estos son sus hombres.
—Señor Ruiz y señor Montes, traigo órdenes de arresto, pendientes de su aparición ante el tribunal superior de Nueva York.
—¿Qué? ¿Cuáles son los cargos? —protestó el concejal, con un tono de desprecio.
—Asalto, agresión y falso encarcelamiento —añadió el alguacil—. Las denuncias han sido presentadas por el señor José Cinqué y el señor Grabeu.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Ruiz, sin dejar de reírse. El concejal arrebató las órdenes de manos del alguacil.
—¡Déjeme verlas! ¡Esto es un escándalo! Estas son afirmaciones espurias. Todo es una farsa. Acusaciones amañadas por este hombre. Por Tappan.
—Me complace mucho informarle de que todo lo que se dice aquí es legal y cierto, concejal Hyde. —Tappan sonrió—. Y antes de que diga una palabra más, por favor tenga presente que estos caballeros representan a algunos de los mejores periódicos de la ciudad.
—¿Qué significa esto? —preguntó Ruiz.
—Significa, señor —contestó el alguacil—, que usted y el señor Montes están arrestados y serán conducidos a la cárcel local hasta que tenga lugar la audiencia ante un juez estatal.
—¿Qué?
—Ya ha oído al hombre —intervino Tappan—. Le acaban de demandar. Bienvenido a los Estados Unidos de América.
«Pepe es tonto», pensó Pedro Montes.
Hacía esfuerzos por caminar deprisa, pero la fría lluvia de noviembre estaba dejando los adoquines de la calle resbaladizos. El viento soplaba de la parte del mar y le bañaba el rostro con su aliento húmedo y helado. Estaba seguro de que por lo menos había pasado una hora desde la salida del sol, pero el cielo seguía tan oscuro como si fuera medianoche. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y se arrebujó un poco más en busca de calor. Cielos, cómo odiaba a este país. Leyes estúpidas, mujeres mojigatas, comidas insípidas y un tiempo de perros. Todo era incivilizado. Sería una bendición marcharse para siempre.
En cualquier caso, la situación era insostenible. Pepe lo había convencido de que el juicio los reivindicaría y que los tratarían como a héroes, y por un tiempo pareció que sus predicciones eran ciertas. Pero aquí los abogados, los jueces y los tribunales podían más que el presidente del país, y ahora esto, una demanda presentada por los esclavos. «¡Los esclavos demandando a sus amos! ¿Qué clase de país es este? ¿Es que los norteamericanos están locos?». Era demasiado.
El abogado convenció al juez de que redujera la fianza a una cantidad irrisoria, pero así y todo tuvieron que pasar tres días en la cárcel. ¿Y por qué? ¿Por sobrevivir a un comportamiento salvaje y a una muerte casi segura a manos de sus propios esclavos, y acabar siendo demandados por ellos? ¡Era una locura!
Pepe también estaba loco. Pedro no tenía ninguna duda al respecto. El embajador español les dijo que debían quedarse en la cárcel, transformar el asunto en un escándalo y avergonzar a los yanquis por lo que hacían. Dijo que Su Majestad vería con buenos ojos su sacrificio. Quizá les concederían un título cuando todo se acabara. Aquello fue suficiente para Pepe. Rechazó la libertad bajo fianza, y convocó a los periodistas para declarar que soportaría el confinamiento porque el hecho de que él, un blanco propietario de esclavos, fuese objeto de una demanda presentada por sus propios esclavos por las condiciones de su cautiverio era «un asunto nacional al que todos los norteamericanos debían prestar atención y tener muy en cuenta». Desde luego, el gobierno federal intervino ante las autoridades neoyorquinas para que su encarcelamiento fuese lo más cómodo posible. Dieron a Pepe una celda privada y se le permitía salir durante el día a su libre voluntad. Sólo debía regresar a la cárcel para dormir. El secretario de Estado dio órdenes al fiscal del distrito de Nueva York para que suministrara asistencia legal gratuita a ambos acusados.
Así y todo, Montes lo consideraba una locura. No valía la pena soportar todo esto, ni la promesa de un título ni pasar un solo día más en este condenado país para recuperar a tres mocosas esclavas. Estaba resignado a asumir sus pérdidas desde hacía mucho tiempo. Pepe quizá exponía más en el juego, pero era un hombre rico y podía soportar este descalabro. Lo mejor que podía hacer Pepe, pensó Montes, era largarse y dejar que los yanquis hicieran con los esclavos lo que consideraran más conveniente. Ojalá ardieran en el infierno todos juntos.
Pedro llegó a la pasarela del barco, el Texas, y enseñó su billete al vigilante. Fue a su camarote, cerró la puerta y no la volvió a abrir, salvo para recibir la comida y sacar el orinal, hasta que el barco fondeó en La Habana.
La idea de Sedgwick funcionó a la perfección. Las demandas presentadas por Cinqué y Grabeau eran una jugada maestra. Se basaban en si los negros eran o no propiedad legal de Ruiz y Montes, y por lo tanto debían esperar la decisión del juzgado de distrito. Pero una breve estancia en la cárcel y la perspectiva de tener que defenderse haría que los españoles de Cuba probaran un poco de su propia y amarga medicina, y ofrecería una dura contraperspectiva al resto del país. Tal como lo veía Sedgwick, los Amistad eran súbditos extranjeros que buscaban refugio y justicia lo mismo que los cubanos, y la postura de la defensa era desde el principio que la ley no especificaba diferencias basadas en el color. Por lo tanto, ¿por qué los Amistad no podían emplear las mismas acciones que emplearía cualquier blanco si la situación hubiese sido a la inversa? Sedgwick no esperaba ganar las demandas. No obstante, si se las rechazaban, tenía otros treinta y tres clientes que emprenderían las mismas acciones contra Ruiz y Montes, uno tras otro. Sedgwick podía retener a los traficantes de esclavos hasta el final del siglo.
Tappan también estaba complacido con las demandas, aunque por una razón completamente distinta. Habían devuelto el caso Amistad a la primera plana de casi todos los periódicos del país. Incluso la prensa de Inglaterra, de Francia y de España comenzaban a informar del caso. Por desgracia, la mayoría de los artículos hacían causa común con los blancos. Los periódicos sureños acusaban a Tappan de ser «el titiritero que manejaba como marionetas a unos salvajes ignorantes» y al gobierno federal por permitir que «dos extranjeros que buscaban protegerse de unos asesinos fueran martirizados por sus torturadores una vez más».
El
New Orleans Times-Picayune
publicó un artículo en primera página con un título escrito en letras bien gruesas: ¡TAPPANISMO! Incluso los periódicos norteños expresaban su indignación ante el exceso de las demandas y las identificaban como una obvia manipulación de Tappan y los abolicionistas. Un diario, el
New York Express
, planteó la pregunta que rondaba en la mente de todos: «¿Cuánto tiempo pasará antes de que un caballero sureño que viaja con sus criados se vea demandado por su propiedad en el momento que crucen la frontera de un estado del norte donde esté abolida la esclavitud?».
Tappan y la mayoría de abolicionistas no se desanimaban. Lo importante era que la gente discutiera el caso, la esclavitud, las virtudes y los defectos de la abolición y el actual sistema norteamericano. Sin duda alguna, en estos momentos el efecto era tumultuoso e implicaba algo de riesgo. Pero el peligro no era un obstáculo cuando se trabajaba para Dios. Además, cuando las aguas volvieran a su cauce, los temas seguirían presentes. Un hombre hábil sabía cómo utilizarlo —cómo cultivarlo, darle forma, quizás incluso controlarlo hasta cierto punto— para que no perdiera impulso y siguiera adelante. El gran debate que intentaban encender desde hacía una década ardía finalmente. Tappan estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que continuara ardiendo.