—Señoría —siseó—, este hombre sólo repite las palabras que le enseñaron sus tutores. No tiene la menor comprensión de lo que dice.
—Aquí no discutimos la comprensión, Señoría —afirmó Baldwin—. Lo único que pretendíamos establecer es que estos hombres han aprendido algo de inglés durante su muy corta estancia en nuestro país. Sin embargo, no aprendieron nada de español durante toda su supuesta vida en Cuba. Este es sencillamente otro hecho que despierta sospechas sobre sus supuestos orígenes como esclavos landinos. Por favor, tómese la libertad de interrogar a cualquiera de estos hombres. Comprobará que todos han aprendido algo de inglés.
Holabird no acababa de convencerse y solicitó continuar con los interrogatorios. Judson consintió, pero interrumpió el procedimiento después del tercer africano. Todos los interrogados sabían por lo menos unas cuantas frases. Todo esto no favorecía en absoluto al gobierno. El día se hacía largo, aunque no disminuía la expectación del público. Se rumoreaba que Cinqué no tardaría en dar su testimonio con Covey como intérprete. Judson era consciente de la excitación del público, pero decidió que ellos y la prensa ya tenían bastante por aquel día. En consecuencia, suspendió la sesión hasta la mañana siguiente.
La defensa había dispuesto llamar a Singbé al otro día. Sin embargo, el leve resfriado que padecía Covey se convirtió en una gripe maligna. Durante los dos últimos días Covey no dejó de tiritar en la sala y en dos ocasiones a punto estuvo de desmayarse mientras traducía las preguntas de Holabird y las respuestas de los africanos. En la mañana del viernes, su estado era tan grave que no pudo levantarse. Los africanos estaban muy preocupados, pero Tappan se encargó de apartarlos para evitar cualquier riesgo de contagio.
Baldwin cambió el orden de los testigos para acomodarse al empeoramiento de Covey. Confiaba en una rápida recuperación, pero con Covey incapacitado, se estaba quedando sin gente. Llamó a todos los profesores de la Divinity School y a algunos de los estudiantes. Gedney y Meade ya habían declarado. Antonio era un testigo del fiscal y poco aportaría a la defensa. Aparte de los africanos, sólo quedaban Green y Fordham.
Green fue el primero. Afirmó que, a pesar de las mediciones ordenadas por el tribunal, él creía que el
Amistad
estaba a un cuarto de milla de la costa. Declaró que los negros le ofrecieron el barco y cofres de oro para que los llevara de regreso a África. Reconoció que su plan fue desde el primer momento llevar el barco hasta el puerto de Nueva York y reclamar los derechos de salvamento. Baldwin le preguntó en qué condiciones se encontraban los africanos cuando dio con ellos.
—Estaban embarcando en una chalupa. Parecían estar muertos de hambre. Vi que hacía tiempo que no comían mucho.
—¿Cómo iban vestidos?
—Algunos llevaban bombachos. Otros sencillamente parecían, bueno, salvajes. Casi desnudos, con unos trozos de tela a modo de taparrabos.
—¿Llevaban cadenas?
—¿Cadenas? No, señor.
—¿Así que estaban libres?
—Sí, señor.
Holabird se levantó para solicitar que constara en acta que los piratas y los esclavos amotinados tampoco llevaban cadenas.
Ellsworth sometió a Green y a Fordham a un extenso y profundo interrogatorio con la intención de establecer que ellos habían sido los primeros en encontrar al
Amistad
. Insinuó que quizá Gedney se había llevado los cofres de oro supuestamente guardados en la bodega del
Amistad
. Isham protestó. Nadie conocía la existencia de los supuestos cofres ni figuraban en el manifiesto.
—Sólo porque nadie los viera, no significa que no existieran —replicó Ellsworth.
Prosiguió su alegato con la afirmación de que Green no pretendía una indemnización por los esclavos.
—Mi cliente es un ciudadano del estado libre de Nueva York y como tal no quiere tratos con la esclavitud. Es una persona humanitaria y sólo le interesa su derecho a percibir un porcentaje del valor de la carga inanimada y del barco.
La sesión se suspendió después de estas declaraciones. Al día siguiente, Covey continuaba grave. Baldwin se encargó de la dura tarea de hablar con Judson para solicitar un aplazamiento.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Hasta que el señor Covey se recupere y esté en condiciones de hacer de intérprete para mis clientes. Está muy mal. Yo diría de una semana a diez días.
—¡Una semana! —protestó Holabird—. Esto no es más que una táctica dilatoria, Señoría.
—No es culpa mía que el señor Covey esté enfermo —insistió Baldwin.
—Y no es culpa mía que la agenda de este tribunal esté al completo —señaló Judson—. Tengo otro caso para dentro de quince días. Este juicio está a punto de acabar. Ya hemos tenido una semana corta debido al día de Acción de Gracias. No puedo permitirme un aplazamiento. Retrasaría todos los juicios previstos.
—Señoría, la participación del señor Covey es esencial para la defensa de mis clientes.
—No estoy muy convencido de que sea cierto, señor Baldwin, pero hoy me siento generoso. Le concederé un aplazamiento. Hasta el martes. Si su intérprete no puede presentarse ante este tribunal para esa fecha, tendrá usted que seguir adelante.
—¡Pero, Señoría, sólo son tres días!
—No insista, señor Baldwin, o continuamos hoy mismo sin ninguna interrupción.
Baldwin se dispuso a protestar pero se contuvo. Agachó la cabeza.
—Gracias, Señoría —murmuró.
Judson golpeó con el mazo.
—Este tribunal suspende sus sesiones hasta el martes, cuatro de diciembre.
La fiebre de Covey fue en aumento. El domingo por la noche deliraba y se estremecía como un azogado. Tappan envió a buscar a su médico personal a Nueva York, aunque Baldwin y Sedgewick creían que era demasiado tarde. El médico local que atendía a los negros opinó que Covey no viviría para ver el alba. El marinero sobrevivió, pero continuó grave. Persistía la fiebre. Covey hizo el tremendo esfuerzo de intentar levantarse de la cama el martes por la mañana, pero las piernas no le sostuvieron y cayó al suelo. Propuso que lo trasladaran al juzgado en una silla, pero incluso el estar sentado le provocaba náuseas. Era imposible que se presentara en el juicio.
El equipo de la defensa entró en la sala, muy desanimado. Baldwin fue hasta el despacho del juez y llamó a la puerta. En el interior, Judson y Holabird estaban junto a la pequeña chimenea con sendos jarros de sidra caliente.
—Viene a regocijarse, ¿verdad? —dijo Holabird.
—¿Regocijarme? No, vengo a hablar con el juez sobre el aplazamiento.
—Pues tendrá que aguantarse. No puedo hacer nada. El gobernador Ellsworth y el general Isham están enfermos, lo mismo que el marinero. El médico de Ellsworth dice que tardará dos semanas por lo menos en sanar. Esto nos lleva a las vacaciones. La fecha más cercana aceptable para los demandantes y la fiscalía es el siete de enero. No irá usted a decirme ahora que no satisface a sus clientes, ¿verdad, señor Baldwin? Porque si es así, ahórrese las palabras. No conseguirá nada.
—¿Siete de enero? Siete de enero. No. No, Señoría. El siete me parece muy bien, señor. Caballeros, buenos días.
Baldwin salió del despacho y se encontró con Staples, que lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja.
—El escribiente nos lo dijo mientras estaba usted con el juez. —Staples rio complacido—. La Providencia nos sonríe.
—Esperemos que su sonrisa también incluya a James —manifestó Sedgwick.
Dos días después de Navidad, Forsyth visitó la Casa Blanca invitado por el presidente Van Buren. El tiempo a todo lo largo de la costa este era mucho más frío y tormentoso de lo habitual. Aunque la casa de Forsyth estaba a sólo unas manzanas de distancia, decidió ir a la Casa Blanca en trineo. A su llegada, lo acompañaron hasta una habitación en la parte trasera del edificio. Van Buren tenía dos sillas muy cerca de la chimenea y bebía una taza de té humeante.
—John, me alegra verle. ¿Quiere una taza de té negro?
—Con mucho gusto, señor presidente.
Van Buren hizo un gesto al mayordomo, que tardó un par de minutos en regresar con una taza de té para Forsyth. Después salió de la habitación y cerró la puerta.
—John, el fiscal general me ha dicho que el caso Amistad parece resuelto.
—Estoy de acuerdo, señor presidente. A pesar de la demora, creo que tendremos el veredicto en cuanto se reanuden las sesiones. Y con el señor Judson en el estrado, me atrevería a decir que la sentencia será favorable.
—Muy bien. También he considerado su sugerencia para que a continuación desaparezca todo este asunto. Estoy totalmente de acuerdo. ¿Qué le parece si, en cuanto se conozca el veredicto, metemos a toda esa pandilla de negros renegados en un navío de la Armada y la mandamos de regreso a La Habana?
—Señor presidente, considero que es una magnífica idea, salvo por un detalle.
—Lo sé, lo sé. Priva a los negros del derecho de apelación. Pero, por todos los santos, John, ni siquiera son ciudadanos norteamericanos y, por el amor de Dios, si son esclavos, ni siquiera son ciudadanos, no importa de dónde provengan.
—Estoy de acuerdo, señor presidente, y comprendo la lógica de lo que usted propone. Sin embargo, usted y yo sabemos que los abolicionistas montarán un escándalo mayúsculo.
—Devolvemos a súbditos españoles a territorio español para que se los juzgue de acuerdo con las leyes españolas. Si de verdad son hombres libres, podrán probarlo ante un tribunal español. Incluso podemos enviar a Gedney y a Meade para que sean testigos.
—De acuerdo. Pero con todo y con eso tendremos que aguantar las fuertes críticas de la prensa partidaria de la causa abolicionista.
—Una minoría. Y no importa lo que hagamos, menos declarar la emancipación en todo el país, ya que nunca tendremos su apoyo. Además, les hemos dado su oportunidad. Tendrán que acatar la sentencia. Lo que quiero saber es cuánto tiempo cree usted que se ocupará la prensa de todo este asunto, aparte de los periodicuchos abolicionistas.
—Yo diría que unas tres o cuatro semanas, si es que llega a tanto.
—¿Y las protestas diplomáticas?
—Bueno, por supuesto, los españoles estarán encantados y de hecho nos deberán un gran favor. Quizá los británicos presenten una protesta formal referente a la captura ilegal de negros, pero en realidad no tienen nada en qué basarse porque esto se puede plantear como un asunto interno español. Y una vez que la justicia española se ocupe de los esclavos, creo que no quedará vivo ningún negro ilegal. Al menos, ninguno del
Amistad
.
Van Buren se levantó para coger un atizador con mango de latón. Lo clavó en el tronco más grande que ardía en el hogar y una nube de chispas subió por la chimenea.
—Muy bien. Creo que esto servirá. Le diré a mi secretario que envíe un memorándum al secretario de Marina, el señor Pauling, para que envíe un navío al puerto de New Haven. En cuanto Judson pronuncie la sentencia, nos libraremos de este abominable problema de una vez para siempre.
Forsyth levantó la taza.
—Bien dicho, señor.
Andrew Judson estaba sentado detrás de su gran escritorio de roble en el estudio de su casa, absorto en la lectura de las declaraciones de un próximo juicio. Mantenía la cabeza levemente echada hacia atrás para mirar a través de los pequeños cristales de las gafas apoyadas casi en la punta de la nariz. Dos grandes lámparas de aceite, que imitaban candelabros, ardían refulgentes en las esquinas de la mesa. Fuera, en la oscuridad invernal, la temperatura era bajo cero, y a pesar del calor que emanaba del hogar de la gran chimenea de ladrillos, los cristales de las ventanas aparecían cubiertos de un fino vaho grisáceo.
Aparte del chisporroteo y las ocasionales detonaciones producidas por los troncos al arder, en la habitación reinaba el más absoluto silencio, roto a veces por algún gruñido o suspiro que se escapaba de la boca de Judson. Sonaban a intervalos casi regulares y resultaba difícil saber si eran una respuesta a algo que leía en las transcripciones, o si el cuerpo del hombre sencillamente los producía como un acompañamiento a la silenciosa lectura. En cualquier caso, tardó dos gruñidos y un largo suspiro en darse cuenta de que había alguien más en el estudio, sentado en una de las butacas de roble tapizadas de terciopelo junto a la chimenea.
—Buenas noches, Andrew. Es un magnífico fuego. ¿Te importa si echo otro tronco?
Judson se quitó las gafas y se dispuso a levantarse.
—¡Thadeus! ¿Cuándo has entrado?
—Tu mayordomo, Michael, me permitió escapar del maldito frío hará cosa de unos veinte minutos. Desde entonces, estoy sentado aquí. Estabas leyendo con tanto interés que no quise molestarte. Y en honor a la verdad aproveché la ocasión para calentarme los huesos. Hace tanto frío que creo que nunca más volveré a estar caliente.
—¿Un brandy? —preguntó Judson, que sonrió al escuchar el comentario de su amigo.
—Si puedes permitirte derrochar unas gotas…
Judson se acercó a la licorera, sacó una botella y dos copas, y sirvió tres dedos de brandy en cada una.
—¿Lo quieres caliente?
—No, no. Ya está bien así, Andrew.
Judson se sentó en la otra butaca y los hombres brindaron por el Año Nuevo que había entrado dos días antes.
—Bueno, Thadeus, ¿qué te trae a estas horas con semejante nochecita?
—Dios, es terrible, Andrew. Dicen que el infierno es todo fuego y hace un calor insoportable, pero te juro que el reino de Satán es un lugar frío y desolado. Sin embargo, no estoy aquí para comentarte mis opiniones sobre el más allá, ni a beberme tu excelente brandy, ni siquiera para poner a prueba tu hospitalidad. Quiero discutir contigo el caso Amistad.
Judson sostuvo la mirada de su amigo mientras se sentaba en la butaca y bebía un buen trago de su copa.
—Sabes que no estoy en libertad de discutir los detalles del sumario.
—No me interesan los detalles. Estoy interesado en el futuro. Tu futuro, Andrew.
Thadeus Moss se levantó. Conservaba puesto el voluminoso abrigo, pero se lo había desabrochado, lo que permitía ver su excelente traje inglés de chaqueta azul oscuro y pantalón negro. Llevaba un pañuelo de seda roja en el cuello, sujeto con un alfiler de oro y un solitario. El resplandor del fuego salpicaba su pelo canoso con manchas naranja y rojas. Su rostro, que seguramente debió de ser apolíneo en su juventud, continuaba siendo muy bien parecido.