—Gracias, Paul. Ocúpese del fuego, por favor.
—Sí, señor Forsyth.
El criado echó un tronco de abedul y un trozo más pequeño de cerezo al hogar y removió las brasas hasta que las llamas prendieron en los troncos.
—¿Algo más, señor Forsyth?
—No, esto es todo por ahora.
—Sí, señor.
El criado cerró la puerta suavemente al salir. Era casi medianoche y el cuerpo de Forsyth reclamaba descanso, pero su mente analizaba rápidamente los acontecimientos de las últimas fechas. El día anterior se había producido una pequeña revuelta por la falta de comida en uno de los barrios más pobres de Filadelfia. No hubo que lamentar ningún muerto, pero la policía detuvo a más de cuarenta personas que protestaban por el aumento del precio del pan. Durante la reunión matinal del gabinete, el vicepresidente Johnson afirmó que era una aberración la queja de unos sucios inmigrantes irlandeses que buscaban comida gratis, y quizá pretendían asustar a los hombres honrados para que abandonaran sus trabajos. Van Buren estaba de acuerdo, pero Forsyth no lo veía tan claro. Si la economía no se recuperaba pronto, estaba seguro de que se producirían nuevos incidentes.
También le preocupaba cada vez más la continuidad de Van Buren en la presidencia. Era un excelente gestor, un político inteligente y un buen estratega. La creación de una tesorería independiente que eliminaba la participación directa del gobierno federal en el sistema bancario representaba una brillante medida que tendría que haber estimulado la inversión y el consumo. Sin embargo, no era así. Al contrario, los mercados internos se habían debilitado todavía más y el comercio exterior estaba bajo mínimos. Los barones financieros del país sencillamente no veían a Van Buren como un líder autoritario. No tenía el encanto público o el fuerte temperamento de Jackson, que aparentemente había sido capaz de guiar al país durante ocho años de prosperidad sin la ayuda de nadie. No, Van Buren era más tranquilo, un administrador dedicado al consenso y al compromiso. Unos excelentes rasgos de servidor público, que estaban demostrando ser nefastos para un presidente. La percepción pública, muy clara durante la campaña, ahora parecía confusa y a la baja. Se extendía la idea de que el presidente era voluble, temeroso de consolidar su voluntad o de permanecer fiel a los compromisos asumidos. Cada vez más, el público lo veía como un hombre que intentaba complacer a todos y, en consecuencia, no satisfacía a nadie. Llevaba casi tres años en la Casa Blanca y todavía no había hecho uso del veto ni una sola vez. Mientras tanto, los whigs iban ganando adeptos, y la prensa opositora arreciaba en sus ataques cada vez más duros.
La prensa ya no se ocupaba tanto del caso del
Amistad
. Durante el mes de septiembre había sido el tema obligado de las portadas, pero ahora eran muchos los periódicos que ni siquiera lo mencionaban, aunque sólo faltaban dos semanas para el comienzo del juicio. Forsyth había mantenido una entrevista con Holabird la semana anterior para analizar los detalles. A pesar de los avances conseguidos por Baldwin en la audiencia preliminar, el caso parecía encarrilado a favor del gobierno. El juez Judson era del mismo parecer y así se lo había dicho el día anterior mismo cuando se reunieron para comer. Aunque no estaba muy seguro de las nuevas pruebas que pudieran presentar los abolicionistas, le aseguró que nunca autorizaría un auto de hábeas corpus. Por otra parte, y a pesar de que no parecía muy clara la validez de las afirmaciones de los españoles sobre el origen de los negros, la documentación estaba en regla. «Desde luego, no lo he visto todo —manifestó Judson—. Pero a primera vista parece que los abolicionistas tendrán que presentar algo que no se haya escuchado ni visto en la audiencia preliminar, algo muy diferente e indiscutible a los ojos de la ley, para cambiar el curso de este caso».
Sin embargo, pese a su confianza en Holabird y Judson, el secretario de Estado no conseguía reprimir una cierta inquietud. En parte se debía a la incorporación de un nuevo ingrediente en la mezcla: Pedro Alcántara Argaiz, el nuevo embajador español. A diferencia de Calderón, más discreto, que había sido llamado a la corte de su majestad, las primeras manifestaciones de Argaiz eran agresivas, implacables y extrovertidas. Parecía ansioso de impresionar a sus superiores y presentarse ante el gobierno norteamericano como persona a la que no se podía tomar a la ligera. A tal efecto presentaba protestas diplomáticas muy formales y muy públicas referidas al
Amistad
. El texto de las protestas se suministró a diversos periódicos. Unos cuantos —aquellos que simpatizaban con los whigs, la esclavitud y los derechos del Estado— reprodujeron algunos párrafos, incluida la demanda de «una inmediata entrega de la nave, la carga y los esclavos al gobierno español para que se haga justicia de acuerdo con las leyes españolas». Argaiz insistía casi a diario en solicitar audiencias con Forsyth y el presidente. Forsyth le aseguró que todo se resolvería en unas pocas semanas. El embajador expresó sus dudas con una actitud de prepotencia y repitió sus exigencias. Forsyth estaba seguro de que la prensa no tardaría en descubrir que el señor Argaiz era un auténtico pesado y dejaría de prestarle atención. En cualquier caso, era un sujeto al que debía mantenerse controlado.
Mucho más inquietante era Lewis Tappan, y Forsyth rogaba de todo corazón que se muriera en aquel mismo momento. Tappan era la víbora persistente e insidiosa, que sin ninguna duda estaba atento al desinterés de la prensa en el caso Amistad. Forsyth tenía la certeza de que el retorcido abolicionista estaba planeando en este mismo momento algún suceso sensacional que diera carne fresca a los sabuesos de la prensa. No conseguiría cambiar la decisión del juez, pero renovaría el interés del público que hasta el momento mostraba una corriente de simpatía hacia los esclavos. También provocaría nuevas discusiones sobre el tema de la esclavitud, discusiones que podían prolongarse durante el invierno y la primavera, cuando la campaña electoral estuviera en su recta final. Este, más que cualquier cargamento de esclavos africanos, era el elemento más peligroso de todo el asunto para los demócratas y la administración de Van Buren.
Forsyth acabó el brandy y se acercó a la chimenea para vaciar las cenizas de la pipa en las llamas mortecinas. Contempló las brasas durante unos segundos mientras pensaba en el destino del
Amistad
.
«Creo que tendríamos que ocuparnos nosotros mismos de este asunto», murmuró.
Singbé permanecía sentado pacientemente en una pequeña habitación de la cárcel de New Haven mientras un hombre le medía la cabeza con un compás de calibres. Las puntas del instrumento se apoyaban suavemente, una en medio de la frente, y la otra en la base del cráneo. Después el hombre apoyaba el calibre en una larga varilla de latón con números y palabras en latín grabadas en el metal y las anotaba en una hoja de papel. Tomó una última medida de las cuencas oculares de Singbé y guardó el compás.
—Es evidente que este es el líder —declaró el doctor George Combe.
—Usted ya lo sabía antes de comenzar el examen —señaló Simeon Jocelyn.
—Así es. Las medidas lo confirman. La frenología es una ciencia exacta —replicó Combe.
—¿Qué revela el examen de Cinqué, doctor Combe? —preguntó uno de los periodistas.
—Su conducta como líder de los amotinados se corresponde totalmente con su personalidad, y, de hecho, se podría haber anticipado si le hubieran hecho un examen previo al viaje.
—¿De veras? ¡Sorprendente! ¿Cómo es eso?
—Su cabeza tiene una circunferencia de veintidós y tres octavos de pulgada, dieciséis pulgadas desde el
meatus auditivus
a la protuberancia occipital, y seis y un tercio de pulgada de la cabeza en la parte más sobresaliente desde el punto de destructividad nominal. Es bastante obvio que estas observaciones, cuando se las analiza correctamente, señalan a un hombre dotado con la capacidad de liderazgo.
—¿Qué más ve, doctor? —preguntó otro de los periodistas.
Combe exhaló un profundo suspiro, recogió las notas y comenzó a pasearse despaciosamente alrededor de Singbé, sentado en un taburete.
—Este es un hombre con grandes esperanzas, valor y decisión. Es relativamente temerario, inclinado a la acción, no vacila en cometer actos destructivos para alcanzar sus metas. Puede ser despiadado, aunque también tiene una gran capacidad para la justicia e incluso para la alegría. Es un individuo de fuertes motivaciones, férrea voluntad y perseverancia, cualidades que no se ven a menudo en los miembros de su raza. Sin ninguna duda, es el jefe de una tribu o un príncipe, como se ha dicho ya.
—¿Todo esto se puede saber midiéndole la cabeza? —preguntó un tercer periodista.
—Yo puedo saberlo, pero claro está que soy un científico, nada menos que el frenólogo personal de la reina Victoria.
—Pamplinas —protestó Jocelyn—. No me creo ni una sola palabra.
—Oh, no, se equivoca usted —intervino uno de los reporteros—. Es pura ciencia. Lo he visto en docenas de casos. Un buen frenólogo puede distinguir entre un criminal y un caballero sólo con tomar unas cuantas medidas.
—¿Y qué pasa si son la misma persona? —replicó Jocelyn.
—Eso también lo puede advertir un experto —manifestó Combe muy orondo—. Aunque debo advertir a todos los presentes que la ciencia de la frenología sólo indica las predisposiciones, el comportamiento natural de las personas. Todos somos humanos y, por lo tanto, sujetos a las inconsistencias humanas o a las modificaciones de conducta que, de una manera u otra, nos llevan a actuar en contra de nuestra naturaleza. Sin embargo, puedo decir lo que es natural al carácter de una persona. Y, al encabezar el motín, este hombre cumplía su destino.
—Nunca podrá convencerme de que puede saberlo sólo con medir las protuberancias de la cabeza de un hombre, señor —insistió Jocelyn.
—Es una pena, reverendo —respondió Combe mientras se calaba el sombrero—, pero me aventuro a decir que su reacción es totalmente previsible. De hecho, si algún día me permitiera usted que le examinara la cabeza, creo que podría determinar que la prueba de su escepticismo está reflejada en la corta línea que va de la base de su nariz al diámetro central. Estoy seguro de que revelaría una insistencia en el dogma y en la aversión al cambio.
Combe se marchó seguido del enjambre de periodistas interesados en conocer más detalles de Cinqué y los otros negros sometidos a sus pruebas. Nadie se fijó en el doctor Gibbs, que entraba en ese momento seguido por un negro delgado.
Singbé se levantó. Esta habitación le traía desagradables recuerdos de la celda solitaria donde estuvo antes del juicio. Quería volver a la celda general con los demás. Jocelyn sonrió como si le hubiera leído el pensamiento. Le cogió de un brazo y abrió la puerta. Gibbs entró con tanta precipitación que a punto estuvo de llevárselos por delante y comenzó a hablar atropelladamente. Singbé intentó escuchar, pero sólo sabía unas cuantas palabras del idioma de los blancos, y este hombre hablaba a una velocidad de vértigo. Además, por lo que había aprendido desde su captura, esta forma de hablar deprisa y casi a gritos era un hábito común a muchos blancos. Casi no se dio cuenta cuando Gibbs se calló ni vio al negro que estaba detrás. Por lo tanto, al oír un saludo en mende, dio por hecho que se trataba de uno de sus compañeros. Se asomó al vestíbulo pero no vio a nadie.
—Dije: «Es un buen día para estar vivo y ser un mende».
Singbé se volvió. Comenzó a temblar y el sudor le brotó por todos los poros. Se le hizo un nudo en la garganta.
—Es un buen día para estar vivo y ser un mende —susurró.
—¿Cuál es tu nombre, hermano? —El negro sonreía.
—¿Hablas las palabras de La Gente? ¿Y las palabras de los blancos?
—Sí, hablo el inglés. Y soy un mende, nacido en Kawamende y criado a la sombra de oscuras colinas, entre otros lugares. Estoy aquí para que me cuentes tu historia y busques justicia de los norteamericanos, los blancos.
A Singbé le flaquearon las rodillas. Tendió los brazos, sujetó la mano del hombre y la besó suavemente. Notaba como si el corazón le fuera a estallar, al tiempo que apenas si conseguía llevar un poco de aire a los pulmones.
El acompañante de Gibbs era James Covey, el mismo hombre con el que tropezó en la puerta de The Hold. Covey era marinero de un navío de guerra británico, el
Buzzard
, que había recalado en Nueva York para reaprovisionarse. Cuando Gibbs le convenció de que no estaba loco, sino que era un profesor universitario en busca de un intérprete, Covey consintió en ayudarlo en la medida de lo posible.
El capitán James Fitzgerald, al mando del
Buzzard
, conocía muy bien el caso Amistad, concedió un permiso a Covey para que sirviera de intérprete al Comité Amistad y a los negros cautivos. Manifestó que era lo menos que podía hacer la Corona en esta situación.
Covey, que acababa de cumplir veinte años de edad, era un nativo de Mende. Se llamaba Kaw-we-li y se había criado en el interior del país hasta que tres gendumas lo raptaron de la casa de sus padres cuando tenía ocho años para llevarlo a Freetown. Allí lo vendieron a un viejo vendedor de cabras mandingo y trabajó en el mercado para su amo hasta que dos vai mataron al viejo, se llevaron las cabras y a Kaw-we-li lo vendieron a un traficante holandés que se lo llevó a la factoría de esclavos de Pedro Blanco en Lomboko para revenderlo a un capitán portugués que llevaba esclavos a Brasil. El capitán se hizo a la mar, pero dos días después de zarpar de Lomboko fue abordado por un navío británico de patrulla en busca de barcos negreros. Los británicos liberaron a todos los esclavos. Ka-we-li había aprendido inglés en el mercado y de inmediato se convirtió en la mascota de la tripulación británica. Cuando regresaron a Freetown, el muchacho decidió alistarse en la marina británica y adoptó el nombre de James Covey en honor del teniente que le quitó los grilletes de las manos y los pies. Llevaba cuatro años y medio a bordo del
Buzzard
, creía en Jesucristo y se consideraba un buen cristiano.
Jocelyn mandó a buscar a Tappan y a Baldwin inmediatamente. También le pidió a uno de los estudiantes que anotara todo lo que se dijera. Luego reunió a los africanos en la celda más grande y trajo al marinero. Covey repitió el saludo que empleara con Singbé y les dijo con mucha modestia que estaba allí para ayudarlos. Muchos de los africanos estaban mudos de asombro. Otros gritaron entusiasmados y algunos lloraban. Grabeau estaba acurrucado en una esquina. Reía con tantas ganas que no se aguantaba de pie.