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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (6 page)

BOOK: Amistad
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—Las cosas no van tan mal —le dijo Be-li, un mende, cuando llevaban unos días en el barracón—. Es cierto que somos esclavos, y es ésta una penosa situación, pero nos dan bien de comer y no nos maltratan si hacemos lo que nos dicen. Quizá no nos retengan para siempre, sino sólo unos años, como hacen los timmani con sus esclavos.

Singbé no estaba para charlas inútiles ni para compromisos. Nunca había poseído un esclavo ni sería esclavo de ningún hombre. Además, Be-li podía poner sus esperanzas en una servidumbre de corta duración pero Singbé no lo creía posible. Veía cómo los guardias sacaban a los cautivos seleccionados del barracón y los sujetaban al cepo instalado en la tarima. Los blancos con sombrero de copa y prendas elegantes pinchaban, pellizcaban y palmeaban los cuerpos como si fueran cabras o vacas puestas a la venta. Los esclavos eran ganado para los blancos, y Singbé estaba seguro de que este concepto se mantenía hasta que el esclavo moría, se escapaba o asesinaba a su amo. Éstas eran las posibilidades que Singbé había previsto. Intentaría escapar, buscaría la manera de regresar a Mende y de reunirse con Stefa, con sus hijos y su padre. Mataría a su amo, al hombre rubio o a cualquiera que intentara detenerle. Decidió que prefería morir en el intento a vivir como esclavo. Tarde o temprano le sacarían de la jaula y le pondrían a trabajar. En aquel momento, intentaría la fuga.

Grabeau acabó de comer la batata. Soltó un sonoro eructo y miró a Singbé.

—¿Cómo va eso de sembrar la semilla de la insurrección entre los cautivos?

Singbé exhaló un suspiro con el rostro metido entre los barrotes.

—Hay unos cuantos, pero no son bastantes. Muy pocos, diría yo, muestran interés por hablar del asunto. Siempre escucho las mismas respuestas. Muchos dicen que es una locura. Yo les digo que también lo es ser esclavo de un blanco o de cualquier otro hombre. Se ríen. Tienen las barrigas llenas y sienten miedo.

—¿Y tú no?

—No. Yo estoy aterrorizado. Me aterroriza pensar que seré un esclavo, que nunca más volveré a ver a mi esposa, ni a mis hijos, ni a mi padre. Me aterroriza estar cautivo en este país de blancos y pensar que moriré aquí.

Singbé miró entre los barrotes a los ciudadanos de La Habana. Vestían elegantes prendas de todos los colores y dibujos. Muchas de las mujeres blancas llevaban pintura roja en los labios y mejillas y se protegían del sol con sombreros de ala ancha o con pañuelos de llamativos colores que les tapaban casi todo el pelo. Los hombres calzaban botas bien lustrosas como las del hombre rubio, y grandes sombreros negros, marrones o grises. Hablaban y reían de camino hacia el mercado, sus trabajos o sus hogares. El sol estaba casi en su cenit y la temperatura rondaba los treinta y dos grados.

—¿Alguna vez te has enfrentado a un leopardo durante una cacería?

Grabeau se echó a reír al escuchar la pregunta.

—No. He matado jabalíes y antílopes, y muchos animales pequeños. Pero nunca he participado en la cacería de un leopardo.

—Una vez me encontré con un leopardo en plena selva; un macho grande con una cabeza enorme y terrible. Estaba a la misma distancia de la que estamos tú y yo ahora. Me encontraba solo —dijo Singbé.

—Dime cómo ocurrió y cómo es que estás vivo después de aquel encuentro.

—Ocurrió hace más de la mitad de mi vida. Doce. No, ahora son trece, trece cosechas atrás. Fue mi primera cacería después de convertirme en adulto y entrar en el Poro, la comunidad de los hombres. Yo estaba con mi padre, con sus hermanos y con mi abuelo. Llevábamos tres días buscando jabalíes, pero lo único que matamos eran ratas. Ocho ratas. Estaba harto de ratas. No hay ningún honor en matar criaturas tan pequeñas. Además, la carne sabe a arena.

»Todas las noches oíamos el rugido de los leopardos y leones, y el barrito de los elefantes entre los ruidos de la selva. De vez en cuando, sonaba un aullido muy cerca y el corazón me daba un salto. Ahora era un hombre y debía pensar como tal, y no tener miedo como un niño. Pero dentro de mí todavía conservaba muchos de los temores de un niño, sobre todo hacia el leopardo. No sé por qué el leopardo me asustaba más que los leones, los jabalíes o las panteras. Pero en mis sueños veía cómo se acercaba para destrozarme con sus grandes dientes y sus garras.

»Después de la tercera noche, mi abuelo habló conmigo y dijo que me había oído gritar el nombre del leopardo en sueños. Yo me sentí muy trastornado. Le respondí que había deshonrado el rito de iniciación a la edad adulta y al Poro. No era digno de ser considerado un hombre porque todavía llevaba en mi interior el miedo al leopardo. Mi abuelo se rio mucho y me abrazó. Dijo que no había nada de malo en tenerle miedo al leopardo, que era un animal grande y terrible. «Todos los hombres tienen miedos», comentó, «no sólo a los leopardos, sino a muchas cosas. Pero lo que marca la diferencia entre un hombre y aquel al que sólo le ha crecido el cuerpo, es que el hombre conoce su miedo y lo siente, pero no deja que lo domine, sino que planta cara al sujeto de su miedo. Quizá sienta que el terror corre por sus venas, pero no se amilana. Se mantiene firme, se enfrenta al miedo, y hace lo que a su juicio debe hacer». Era un sabio consejo, pero yo sentía escondido en mi pecho un terror que me helaba el corazón.

»Al día siguiente, a la hora en que las largas sombras del día alejan al sol del cielo, me encontré cara a cara con mi miedo, aunque reconozco que no lo había planeado de esa manera. Iba rastreando a un jabalí con mi padre. Me dominaba el entusiasmo porque me encanta la carne de jabalí, pero también sabía que era un enemigo peligroso. Mi padre siguió una dirección y yo otra. Queríamos acercarnos al animal por lados diferentes y empujarlo hacia donde estaban nuestros compañeros. Yo había participado en pocas cacerías y no tenía mucha experiencia en rastrear jabalíes. Mis ojos y mi mente estaban concentrados en el suelo, atentos a cualquier rastro del animal. No sé durante cuánto tiempo le seguí, pero recuerdo haber dado un paso y que me detuve de pronto con la sensación de que todo había cambiado a mi alrededor. No sé explicar la diferencia. Era como si el aire se hubiera convertido en más frío, la selva en más salvaje y oscura. Entonces lo oí, un gruñido sordo. Levanté la mirada lentamente. Allí, en un tronco caído, a menos de tres pasos delante de mí, estaba un enorme leopardo. Entre sus garras sujetaba al jabalí que rastreábamos. Las huellas de las zarpas desgarraban los cuartos traseros del animal y tenía una gran herida en el cuello. La boca del leopardo se veía manchada de sangre.

»No sé cómo llegué a acercarme tanto al leopardo. Quizá mi olor y los sonidos de mi avance se habían perdido entre el olor de la sangre del jabalí y los ruidos del leopardo en su festín. En cualquier caso, allí estaba yo. Y sabía que la gran bestia podía saltar sobre mí y arrancarme el corazón en un abrir y cerrar de ojos. Ya había comenzado a erguirse por encima del jabalí y a gruñir más fuerte. Yo sólo tenía mi cuchillo y la pequeña lanza que había hecho yo mismo diez días antes. Sentía tanto miedo que no podía moverme ni respirar.

—¿Y qué hiciste?

—El instinto me decía que echara a correr y rogara para que la bestia no me persiguiera. Pensé que como el leopardo quería proteger su presa, quizá no seguiría a un joven mende delgaducho y muerto de miedo. Además, correr parecía lo más aconsejable. No tenía arco ni flechas. Tendría que atravesar el corazón del leopardo con mi lanza para matarlo. Quiero decir si conseguía atravesarle el corazón. Pero incluso así, tal vez el leopardo no muriera en el acto. Comenzaría a dar zarpazos mientras agonizaba, y probablemente yo también acabaría muerto.

—¿Echaste a correr?

—No. Al principio porque no podía. Tenía tanto miedo que mis piernas se habían convertido en piedra. Por mucho que lo intentaba, no conseguía moverlas. Sentía el rumor de la sangre en la cabeza y los oídos. Era consciente de que el leopardo olía mi miedo y que eso aumentaría sus ansias de volver a matar. En aquel momento estaba seguro de que iba a morir. Pero en medio de aquel mar de dudas, de pronto oí las palabras de mi abuelo, dichas la noche anterior. Y pensé: «Si debo morir, no moriré como un niño, sino como un hombre». Sentí que levantaba la lanza con la mano derecha y que al mismo tiempo desenvainaba el cuchillo lentamente con la izquierda. Mis pies, todavía lastrados por el terror, se movieron un poco hacia el leopardo. Al primer movimiento, le clavaría la lanza y el cuchillo en el corazón. Al menos, éste era mi plan.

»El leopardo soltó un rugido estremecedor. Yo le respondí a voz en cuello con mi grito de guerra y eché hacia atrás la lanza. El leopardo curvó el lomo y se agazapó, sujetó al jabalí entre sus enormes fauces, se apartó lentamente del tronco y desapareció en la espesura sin dejar de gruñir.

Grabeau sonrió. Se puso de pie y apoyó un brazo en los hombros de su amigo.

—Singbé, eres tan hombre como el que más. Pero en esta tierra de hombres blancos, los leopardos están por todas partes y tienen armas. No tenemos manera de salir de esta jaula ni un barco para dejar esta tierra. E incluso, si conseguimos uno, no estoy muy seguro de que supiéramos encontrar el rumbo para regresar a Mende. Este es un mundo de mierda, amigo mío. Una rebelión aquí y ahora no nos llevaría de regreso a casa, ni a ti te llevaría otra vez con tu familia. Sencillamente acabaríamos muertos.

Singbé meneó la cabeza.

—Prefiero estar muerto que vivir como esclavo.

Un rostro conocido al otro lado de los barrotes atrajo la mirada de Grabeau. Escupió al suelo al tiempo que asentía.

—Somos esclavos, amigo mío.

Singbé siguió la mirada de Grabeau. Se trataba del hombre rubio.

—Señor Ruiz, señor Montes, soy el dueño del noventa por ciento de los negros de este barracón. Las dos terceras partes hace sólo dos semanas que han llegado de África.

Pepe estaba con Pedro Montes. De una estatura cercana al metro ochenta y aspecto curtido, Montes había sido el socio minoritario de Pepe en diversas empresas durante los últimos dos años, aunque ese día estaba allí como agente independiente. Montes doblaba en edad a Pepe y tenía los ojos castaño oscuro, el pelo entrecano, y un abundante bigote que le llegaba casi a la barbilla. Su piel era oscura y correosa, marcada por sus más de treinta años como marinero. Había capitaneado barcos costeros que transportaban carga a Cuba y a las islas vecinas. Pero se había retirado hacía diez años para ocuparse del más lucrativo y fácil oficio de traficante de esclavos. La mayoría de sus trabajos los hacía por encargo, a diferencia de Pepe, que compraba para especular. Por supuesto, traficaba con landinos y emancipados, aunque eran los negros africanos, los bozales, los que dejaban mayores beneficios. Y eso era lo que buscaba hoy.

—¿Tiene algunos niños? —preguntó Montes—. Necesito tres niñas y un niño para un cliente de Puerto Príncipe.

—Desde luego. ¿De qué edad?

—Entre los siete y los doce años.

—Vayamos a los barracones de la izquierda.

—Un momento, Shaw —intervino Pepe, que se acercó al barracón—. Primero quiero echar una ojeada a algunos de estos hombres.

—Si el señor Montes no tiene nada que objetar, Manuel, mi ayudante, le mostrará los niños.

Montes y el ayudante de Shaw se alejaron hacia los barracones más pequeños. Pepe señaló el recinto con el bastón.

—Aquel. Y aquellos dos. ¿Son suyos?

—Por supuesto, por supuesto. Casi todos son míos. Y si por casualidad escoge un negro del lote que no sea mío, le garantizo que encontraremos un ejemplar comparable o superior entre los de mi propiedad.

—¿Qué me dice de aquel de la izquierda? El que nos mira entre los barrotes.

—¡Ah, señor Ruiz, su ojo para la mercancía siempre es excelente! Ese es un negro con mucho coraje, se lo aseguro. Él y yo tuvimos algunos encuentros personales durante el viaje.

—Quiero verle más de cerca. A él y a los tres que están allá.

—No faltaría más.

Shaw se acercó al cancerbero y le señaló los hombres que quería. El guardia cogió unos cuantos collares metálicos y, acompañado por cinco hombres fuertemente armados, abrió los candados y entró en el barracón. El ruido y la charla de los cautivos cesaron en el acto. Todos permanecieron quietos con las miradas puestas en los blancos. Los guardias apostados en los laterales y en las plataformas de encima del barracón amartillaron los mosquetes.

—Esos dos de allí, Luis —gritó Shaw—. Aquel otro de allá. Y el más alto que está aquí junto a los barrotes.

Los guardias utilizaron los palos con los lazos en las puntas para sujetar a los cautivos por el cuello. Dos hombres les apuntaban a las cabezas mientras les colocaban los grilletes en las manos y los pies. Los prisioneros no ofrecieron resistencia alguna. Los sacaron del barracón y los sujetaron en los cepos de la plataforma.

—Ten cuidado con aquel, Luis. Quizá se resista. No quiero daños ni accidentes.

—Sí, señor Shaw.

El rubio se volvió hacia Pepe.

—La semana pasada uno de los negros armó un revuelo cuando entraron a cogerlo. Uno de los muchachos de Luis se puso nervioso y apretó el gatillo. Por todas partes había sangre y sesos esparcidos.

—Un lamentable desperdicio.

—Sobre todo porque era uno de los míos.

Soltaron una carcajada y contemplaron a los hombres que se acercaban a Singbé. El mende no se resistió a la cuerda, pero tampoco se ofreció a caminar voluntariamente cuando el hombre le colocó los grilletes y tiró del palo; permaneció inmóvil hasta que el otro guardia apoyó la boca del cañón del mosquete contra su cabeza. Singbé le miró desafiante y después caminó arrastrando los pies en dirección al cepo. Pepe y Shaw subieron a la plataforma.

—Ha escogido muy bien, señor Ruiz. Excelentes ejemplares para el campo y la reproducción. Un poco de sangre fresca africana le vendrá de perlas para mejorar la cría de landinos.

Pepe comenzó a inspeccionar a los cautivos. Los tenían encadenados en los cepos de forma tal que no podían moverse. Les palmeó las piernas y les palpó los brazos y los hombros. Pasó las manos sobre sus pieles en busca de marcas de latigazos disimuladas con brea. Les miró a los ojos para ver si había señales de ictericia o escorbuto, y les revisó las cabezas en busca de piojos. Cuando le tocó el turno a Singbé, se colocó detrás del cepo y le palpó los músculos de la espalda y de las nalgas y le golpeó las piernas con la palma de la mano. Después se colocó delante de Singbé y le abrió la boca para mirarle los dientes. Singbé no hizo ningún movimiento ni dijo nada hasta que Pepe se apartó. Entonces soltó un escupitajo.

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