—Yo soy quien dice cómo tratar a estos negros, yo soy el que ordena los castigos; tú sólo tienes que cumplir mis órdenes, y, por encima de todo, no dañar mi propiedad. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
El rubio señaló la hilera de prisioneros que subían por la escala y le hizo un gesto a Singbé. Este le comprendió y dirigió a Paolo una última mirada antes de ir a unirse a la fila.
—Este negro tiene fuerza y coraje —señaló Shaw—, y por eso estoy en este negocio. Los negros africanos trabajan más y mejor en los campos, tienen hijos más fuertes y por eso podemos conseguir por cualquiera de estos el doble de lo que nos dan por los criollos. Ya hemos tenido muchas pérdidas en este viaje. Me daré con un canto en los dientes si consigo salir a la par. Lo que no quiero es que un imbécil de mierda como tú estropee la salud de mi cargamento. Escúchame bien, ese negro no sufrirá ningún maltrato a menos que yo lo ordene. Si veo un corte en su cuerpo, un morado en su rostro, si se pone enfermo, si pilla un resfriado, te lo descontaré de la paga. Y te lo aseguro, asqueroso mulato, que te desollaré a tiras. ¿Está claro?
—Sí. Sí, señor.
Shaw avanzó hacia Paolo, que se vio forzado a dar un paso atrás.
—Si me provocas, Paolo —dijo Shaw, sonriente—, eres hombre muerto.
Miguel, así se llamaba el otro marinero, continuaba recorriendo el pasillo, y ya tenía a todos los prisioneros formados y caminando hacia la escotilla. Cogió el cadáver del chico y lo arrastró por el pasillo.
—Otro más, señor Shaw.
Shaw se acercó al cadáver y le pinchó las costillas con la contera del bastón.
—Córtale una oreja y ponlo con los demás en cuanto éstos estén en cubierta, Miguel.
—Sí, señor Shaw.
Shaw pasó junto a la fila de prisioneros por delante del marinero del mosquete, y subió la escala. Miguel arrastró al chico muerto hasta la pila de cadáveres. Había otros doce más. Paolo recogió su cuchillo del suelo y se puso a cortar la oreja izquierda de los muertos y a meterlas en un saco de arpillera que sostenía Miguel.
—Mataré a ese inglés hijo de puta. Lo mataré a él y a su precioso negro.
—No es inglés, es norteamericano. Y yo en tu lugar lo dejaría correr, Paolo. El señor Shaw puede caminar y hablar como un señorito, pero es capaz de matarte a ti y a cualquiera que se cruce en su camino. Y lo haría sin pestañear siquiera, te lo aseguro.
—Es un muerto que camina.
En cubierta, Singbé siguió a los demás prisioneros hasta acercarse a la borda para orinar en el mar. Todos estaban desnudos, y a pesar del aire tibio debido a la latitud sur de la travesía y la fuerza del sol de la mañana, sus cuerpos temblaban de frío. Tres blancos con mosquetes les vigilaban de cerca. Había otros dos en el puente de popa.
—¿Has perdido el juicio?
Las palabras las pronunció uno de los hombres apoyados en la borda. Era Grabeau, un mende como Singbé, con las marcas de rigor de Poro en las espaldas. Muchos de los que estaban a bordo eran mendes. También había mandingos, gissis, timmanis, balus, bandis e, incluso, gulas. Singbé no respondió.
—¿No es suficiente con que el negro de sangre blanca en la piel nos odie? Mataría de mil amores a cualquiera de nosotros, y vas tú y le das motivo para que quiera matarte.
Singbé perdió la mirada en el mar.
—Estamos en un mundo de mierda.
—Sí, Singbé, es verdad. Pero ¿preferirías estar muerto?
—Los dioses no me han mantenido vivo hasta ahora sólo para morir.
—Quizás. O quizá todavía no han decidido si es hora de matarte.
—No, no me lo creo. Regresaré a mi casa para estar junto a mi esposa, a mis hijos y a mi padre.
Grabeau esbozó una sonrisa y escupió al mar.
—¿Cómo, Singbé? El agua está por todas partes. La nave no deja huellas. Ya no sabemos dónde está la factoría, ni Mende ni ningún otro sitio.
Un marinero les dio un grito. Llevaba a bordo el tiempo suficiente para saber que no les permitían hablar. Singbé miró el mar y continuó la conversación en un murmullo.
—El barco se aleja del sol por las mañanas y va hacia él por las tardes.
—¿De veras?
—Pues lo que hay que hacer es ir hacia el sol por la mañana y alejarnos del sol por la tarde.
—¿Y cómo hacerlo? ¿Saltando de la nave y nos vamos caminando?
—No. Apoderándonos de la nave y siendo nosotros los tripulantes.
Grabeau mostró una sonrisa de oreja a oreja.
—Veo que ese montón de mierda de blanco y negro te ha quitado el juicio. ¿O te has olvidado de esto? —Sacudió levemente las cadenas—. ¿O te has olvidado de que los blancos van armados?
—Sólo he contado veinticuatro blancos en la nave. Incluso descontando a los muertos que han echado por la borda, tiene que haber más de trescientos de los nuestros en las bodegas. Nos hacen subir a cubierta en grupos de sesenta más o menos. Sesenta contra veinticuatro. Eso es más que suficiente. Contando o sin contar las armas. Además, no todos los blancos van armados. Los sorprendemos y los matamos. La nave será nuestra.
—Quizá, si no estuviéramos encadenados y famélicos o si tantos de nosotros no estuviéramos enfermos, estaría de acuerdo contigo. Pero intentarlo en nuestra situación es una locura. Una carnicería.
—No. Pasar el resto de nuestras vidas encadenados, viviendo como esclavos amarrados a unas cadenas, eso es una locura. Eso sí es una carnicería.
La punta de un látigo azotó la cubierta a unos centímetros de los pies de Singbé.
—¡Basta de charla! A callarse. Callaos y caminad.
Un marinero armado de un mosquete les dio un empujón y ellos comenzaron a caminar, lentamente, siguiendo la borda y los aparejos, alrededor de la cubierta. Caminarían durante una hora y después les darían un puñado de arroz y un tazón de agua, que comerían y beberían vigilados por los marineros y el hombre rubio. Cada día habían hecho lo mismo desde la segunda mañana que subieron a bordo, menos tres días y cuatro noches de viento, lluvia y olas descomunales. En esos tres días comieron en la bodega. Hubo muchos que, afectados por el mareo, vomitaron la comida y el hedor de los vómitos y de los muertos hizo que la mayor parte de los demás también vomitara.
Por encima del castillo de popa, el sol empezaba a brillar entre la niebla de la mañana. Singbé clavó la mirada en el mar. Todavía le resultaba difícil hacerse a la idea de su inmensidad y que navegaran durante tantos días sin ver tierra. Singbé había contado cuarenta y tres días de navegación. Treinta y cinco días antes de embarcarse los había pasado en la factoría de esclavos en la desembocadura del río Gallinas, y antes, lo habían tenido encadenado en un corral durante treinta y dos días. Lo habían llevado a Gendume doce días después de que le capturaran en un camino los hombres de otra tribu.
Fue en el camino a Kawamende, una aldea mende a medio día de marcha de su granja, donde había ido a mirar unas cabras que le interesaban. Singbé no conocía al hombre que le detuvo. No pertenecía a la tribu de los mendes, pero hablaba el idioma y le preguntó a Singbé si ése era el camino a Mawkoba. Singbé desconfió del extraño y le vigiló cuidadosamente mientras respondía. En cuanto acabó de darle las indicaciones, el hombre le dio las gracias y se volvió para emprender la marcha hacia Mawkoba. Fue entonces cuando a Singbé le dieron un porrazo en la cabeza por detrás. El golpe fue muy violento y le pilló por sorpresa. Cayó al suelo, pero no perdió el conocimiento. Rodó sobre sí mismo y después se lanzó sobre el agresor. Le cogió por las rodillas y comenzó a darle puñetazos en el rostro. Pero otros cuantos se le echaron encima y le golpearon hasta dejarlo inconsciente.
Al abrir los ojos se encontró atado a un árbol. Los hombres comían alrededor de una hoguera. Singbé les increpó a gritos pero no le hicieron caso. Después de comer, uno de los hombres se le acercó. Le pasó una cuerda alrededor del cuello y se la anudó a la muñeca derecha dejando un chicote de unos tres metros. No quedó aquí la cosa, sino que le ató otra cuerda alrededor del cuello y le quitó las ligaduras que le sujetaban al árbol. Singbé se levantó lentamente. Sentía un fuerte latido en la cabeza que le ardía. Le dolía todo el cuerpo de la paliza que había recibido. De pronto, uno de los hombres tiró de la cuerda que le ataba la muñeca y el nudo apretó su cuello, de modo que la falta de aire le hizo caer de rodillas. Los hombres se echaron a reír y después le obligaron a levantarse tirando de la otra cuerda sujeta al cuello. Le hicieron caminar por la selva sujeto de esta manera. En cuanto Singbé intentaba resistirse o acortaba el paso, daban un tirón de la cuerda de la muñeca, y él se desplomaba medio ahogado.
Singbé no conocía a los hombres. Suponía que eran vais, o quizá gendumas, tribus vecinas contra las que los mendes habían luchado a lo largo de siglos. No tenía importancia. Él sabía lo que pasaba. La caza de esclavos era algo tan viejo como las tribus. Se hacía en la guerra, como pago de deudas y crímenes, y, si se llegaba a un arreglo, como una manera de conseguir las tierras, los animales o las mujeres de un hombre. Había esclavos que se vendían y se llevaban lejos. Podían acabar en lugares a pocos días de marcha de sus hogares, o llevados en las caravanas al otro lado del mundo, para no regresar nunca más. En algunas tribus, los esclavos podían ganar lo suficiente para comprar su libertad, casarse y tener propiedades. En otras, los hacían trabajar hasta la muerte. Singbé nunca había tenido un esclavo, pero conocía a muchos mendes que sí los tenían.
Los cuatro hombres que capturaron a Singbé lo vendieron a Bamadzha, hijo de Shaka, rey genduma. Bamadzha lo mantuvo encerrado en una jaula con otros diez hombres durante más de un mes y después los llevó por la selva durante tres días y tres noches hasta la factoría de esclavos del río Gallinas, cerca de la bahía de Lomboko. Allí los vendieron a un español, el primer hombre blanco que vio Singbé. Los blancos llevaban comprando esclavos desde hacía por lo menos casi trescientos años, y los cambiaban por ron, telas, plata, oro, cuchillos e incluso armas de fuego. Singbé sabía que algunos caciques se habían hecho muy ricos vendiendo cautivos de tribus rivales a los traficantes blancos.
La factoría de esclavos era más que un grupo de jaulas a poca distancia del río en una pequeña hondonada oculta por los árboles. Aunque parecían muy rústicas, las gigantescas jaulas resultaban prácticamente impenetrables. Hacían de paredes postes y troncos de árboles clavados en el suelo y entre unos y otros apenas si quedaba espacio para que un hombre pasara por allí dos dedos. Cada jaula tenía un techo de tablones y una sola puerta que cerraban con cadenas y candados. Blancos con mosquetes montaban guardia junto a las puertas.
Había blancos por todas partes y todos bien armados. La mayoría de los prisioneros no había visto nunca ni blancos ni armas. Como ejemplo para los nuevos cautivos, más o menos cada semana se organizaba una demostración especial. Ataban en los árboles los cadáveres de cuatro nativos. Los blancos cargaban las armas y disparaban por turno contra los cuerpos. Grandes trozos de carne volaban con cada disparo. La cabeza de un cadáver se abrió como una sandía al recibir la perdigonada. Después de cada descarga, uno de los blancos se volvía hacia las jaulas y decía unas cuantas palabras. Un nativo genduma que estaba a su lado oficiaba de intérprete, primero en genduma y a continuación en mandingo. Singbé se enteró más tarde de que el gendume explicaba a los prisioneros que un arma podía matar a un hombre, a un león e incluso a un elefante en pleno campo. No había forma de escapar a su fuego. Nada podía detenerla.
La primera vez que Singbé vio esta demostración, hubo un añadido. Después de disparar contra los cadáveres, sacaron a un prisionero vivo de una pequeña choza al otro lado de la jaula. Parecía un gissi, pero Singbé no estaba seguro. Le habían dado una paliza y tenía la espalda y el rostro ensangrentados. A pesar de las heridas, el hombre forcejeó como un poseso. Hicieron falta cuatro hombres —dos blancos y dos gendumes— para arrastrarlo hasta un árbol y atarlo. El condenado continuó con los forcejeos y los gritos aunque sus captores le dieron otra paliza para obligarle a callar. Singbé miró cómo dos de los hombres, un blanco y un gendume, cargaban las armas tranquilamente y apuntaban a su víctima. Sus alaridos de loco helaban la sangre de los allí presentes. Se vio un fogonazo y el traquido del mosquete resonó en el silencio de la selva. El tiro alcanzó al cautivo en el vientre. El blanco disparó y la cabeza del nativo se estrelló contra el árbol. La sangre brotó a borbotones del agujero del vientre. La cabeza cayó hacia delante con el rostro destrozado. Los prisioneros enjaulados presenciaron la escena en silencio.
Cuando le llevaron a la factoría, Singbé calculó que habría unos cuatrocientos hombres en la jaula con él. Cada día el número se incrementaba en otros diez o veinte. Los alimentaban con un cuenco de arroz y medio pescado al día, y les dejaban beber a voluntad el agua del río. Orinaban a través de los barrotes y tenían una letrina en un rincón. A pesar de las aberturas entre los barrotes y los tablones del techo, el hedor era insoportable. Había cautivos de muchas tribus, algunas de las cuales Singbé desconocía, procedentes de lugares que estaban hasta a ocho días de marcha. Algunos eran prisioneros de guerra, a otros los habían secuestrado como pago de una deuda propia o de algún miembro de su familia. También había algunos como Singbé a los que habían capturado sólo porque eran fuertes y sanos, y reportarían una buena ganancia a los captores.
Había numerosos mendes en las jaulas. Singbé conocía a algunos por haber participado en la recolección de las grandes cosechas, y a dos, Grabeau y Kimbo, que eran amigos suyos. Kimbo había sido capturado en sus tierras por Bah-rae y cinco hombres. Meses antes él le había entregado a Bah-rae dos esclavos como pago de una deuda. A poco de efectuarse la transacción, uno de los esclavos se fugó. Bah-rae reclamó una compensación, pero Kimbo le respondió que lo que el esclavo hiciera era su problema puesto que ya él era su dueño. Bah-rae se marchó furioso y regresó al cabo de pocos días con cinco hombres. Era la hora del crepúsculo y Kimbo estaba solo en el campo. Lo apalearon y se lo llevaron atado de pies y manos a un palo como animal muerto en una cacería. Kimbo creía que Bah-rae codiciaba sus tierras y a su esposa.
—Es un ladrón —afirmó Kimbo—. Les pagó a sus amigos. Mentirán y harán que la gente crea que me capturaron los gendumas o los vais y Bah-rae se quedará con mis tierras y con mi esposa.