Amistad (3 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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A Grabeau lo habían capturado de la misma forma que a Singbé, mientras iba por un camino, sólo que Grabeau iba con un compañero, su hermano Ge-Lu. Regresaban de Fulu, una gran aldea mende, a casi un día de marcha de su corral de cabras. Era mediodía cuando se encontraron con un hombre tumbado en el suelo. Mientras Grabeau se inclinaba para ayudar al caído, le dejaron sin conocimiento de un golpe en la cabeza. Cuando despertó, estaba atado de la misma manera como habían atado a Singbé, por el cuello y la muñeca. Les preguntó a los hombres dónde estaba su hermano, y le respondieron que lo habían matado en la refriega. Pero Grabeau creía que era mentira, que su hermano había escapado.

—Reunirá a un grupo de guerreros mendes y seguirá nuestro rastro hasta este lugar —le dijo a Singbé—. Me encontrará y mataremos a todos los traficantes: a los blancos y a los nativos que comercian con ellos.

Singbé pensó en una partida de guerreros mendes dispuestos a atacar el lugar. Sería un viaje de varios días a través de las tierras de algunas tribus hostiles. E incluso si conseguían llegar, tendrían que luchar contra hombres armados con mosquetes.

Cada dos o tres días, se presentaban los blancos —traficantes o ambiciosos capitanes—, quienes, después de mirar entre los barrotes, sacaban a unos cuantos cautivos de las jaulas para examinarlos más de cerca. A Singbé lo sacaron en tres ocasiones. Los hombres entraban en las jaulas con armas y un palo largo con un lazo en un extremo. Deslizaron el lazo alrededor del cuello de Singbé. La primera vez intentó resistirse, pero se apresuraron a ajustar el lazo con tanta fuerza que estuvieron a punto de estrangularlo. Lo sacaron de la jaula y los blancos le palparon los brazos, la espalda, las nalgas y las piernas, y le miraron los dientes y las manos. Uno de ellos era el hombre rubio que ahora estaba con ellos en el barco.

Dos días después, el hombre rubio apareció de nuevo en la factoría, acompañado de hombres blancos con armas y aliados nativos, armados con garrotes. Entraron en la jaula. Les gritaron a los cautivos que formaran. Los que no lo hicieron de inmediato recibieron una tunda a manos de los nativos y como muchos de los prisioneros no comprendían las palabras, los golpearon hasta que comprendieron lo que se pretendía de ellos. Les sujetaron con grilletes de pies y manos. Después los llevaron por la desembocadura del río hasta una playa del Atlántico. Como la mayoría de los cautivos, Singbé nunca había visto el mar ni una embarcación más grande que un bote. Muchos se aterrorizaron ante la visión del océano. Los embarcaron en chalupas, quince en cada una, con cuatro remeros blancos y un quinto tripulante sentado en la popa con un arma en la mano.

Estaban a mitad de camino de la nave cuando un nativo en una de las chalupas que tenían delante comenzó a chillar e intentó levantarse. El blanco que iba sentado en la proa dejó el arma y cogió el látigo que llevaba sujeto al cinturón. Se puso de pie y descargó un latigazo al rebelde; el latigazo alcanzó al nativo y a varios más. Repitió el golpe pero el nativo sujetó el extremo del látigo y dio un tirón; el blanco cayó al suelo. Los otros blancos dejaron de remar e intentaron sujetar al revoltoso. Él les golpeó con las cadenas, se acercó a la borda y saltó al agua. Las cadenas lo arrastraron hacia el fondo, pero al cabo de unos segundos reapareció en la superficie, con la cabeza a unos centímetros por encima del agua. Los blancos intentaron alcanzarlo con los remos pero el cautivo los apartó. El blanco del mosquete lo llamó a gritos, levantó el arma, repitió el grito y disparó. El nativo desapareció debajo del agua una fracción de segundo antes del fogonazo del mosquete. Transcurrieron unos segundos antes de que el nativo reapareciera en otro punto más apartado; se echó a reír. Los marineros comenzaron a remar hacia él mientras el hombre del mosquete cargaba el arma. El nativo esperó a que estuvieran cerca y se levantó un poco por encima de la superficie del agua y gritó en una lengua desconocida para Singbé. Luego echó los brazos hacia atrás y dejó que el peso de las cadenas le hundiera bajo las olas. Esperaron unos cuantos minutos pero no volvieron a verlo. Muchos de los nativos de las otras chalupas comenzaron a gritar y a bambolear las embarcaciones; unos cuantos disparos al aire acabaron rápidamente con el conato de rebelión. Las chalupas llegaron junto al
Tecora
, un navío de bandera portuguesa, y los nativos fueron conducidos a las bodegas. La nave zarpó con la puesta de sol.

Desde entonces habían pasado cuarenta y tres días.

Ahora, Singbé estaba en la cubierta del
Tecora
con Grabeau y otros cautivos. Se comió la ración de arroz y se bebió a sorbos el tazón de agua. En cuanto vieran que habían acabado de comer, el hombre rubio daría una orden y los marineros armados llevarían a los nativos a la bodega y harían subir a otro grupo. El arroz no estaba cocido y a menudo encontraban gusanos y gorgojos entre los granos. Pero tenían que comérselo. Si sorprendían a alguien que lo tiraba o lo escupía, lo azotaban.

Sin dejar de comer, Singbé se apartó un poco de la sombra del mástil porque quería sentir el calor del sol en todo el cuerpo.

—Aquél.

Dos hombres sujetaron los brazos de Singbé por la espalda y se los levantaron por detrás de la cabeza al tiempo que otros dos le cogían por los pies y lo levantaban. Singbé se retorció, sacudió brazos y piernas, pero le resultó imposible librarse de ellos. Los hombres le llevaron hasta el cepo en el castillo de popa. Singbé sabía lo que le esperaba. Había visto pasar por él a otros cautivos. Forcejeó una vez más mientras maldecía e insultaba a los marineros. Uno cogió el mosquete y le apoyó la boca del cañón en la mejilla. Singbé miró al marinero, que le devolvió la mirada. Se quedó inmóvil. Le metieron las piernas en los huecos del cepo y sujetaron la traviesa sobre las pantorrillas, un poco más arriba de los grilletes de los tobillos. Singbé, tendido de espaldas sobre la cubierta, miró al sol. Dos hombres se arrodillaron sobre sus antebrazos para impedirle cualquier movimiento. Los pies le sobresalían del cepo. Shaw se acercó tapándole la visión del sol.

—Eres mío, cabrón.

Se irguió cuan alto era y habló a voz en cuello, para que todos los cautivos pudieran oírle.

—¡Soy el amo de todos vosotros! ¡Obedeceréis mis reglas y las reglas de esta nave! ¡Si no, sufriréis las con-se-cuen-cias!

Se volvió hacia Singbé y le dijo:

—Ni tú ni tus amigos comprendéis nuestro lenguaje, y yo no comprendo el vuestro. Pero entenderás esto.

Dio un paso atrás y una vez más Singbé sólo vio el sol. Intentó mover los brazos pero los hombres le sujetaban con fuerza. Se oyó un siseo y un sonoro estampido. Singbé se mordió el interior de los carrillos, dispuesto a no gritar. Shaw le azotó los pies una vez más. Singbé apretó los dientes. Otros dos bastonazos. Shaw hizo una pausa. Vio el pequeño reguero de sangre que escapaba por la comisura de los labios de su víctima y se echó a reír.

—¡Ah, está bien, eres un tipo duro! Eso me gusta, muchacho. Me encanta la gente con espíritu.

Descargó un bastonazo.

—Orgullo.

Otro más.

—Decisión.

Shaw sujetó el bastón con las dos manos y lo levantó por encima de la cabeza.

—Son cualidades de un reconocido valor.

Descargó el bastonazo con todas sus fuerzas. Singbé no pudo contenerse. Un tremendo alarido escapó de sus labios.

—Pero no podemos permitir que ataquéis al personal.

Otros tres bastonazos. Singbé gritó más fuerte con cada golpe. Sentía como si le quemaran las plantas de los pies con un hierro al rojo vivo.

Shaw rodeó el cepo, sujetó a Singbé por el pelo y sostuvo el bastón ensangrentado delante de sus ojos.

—Tu sangre, africano. Estás en mis manos.

Levantó el bastón bien alto para que lo vieran todos los cautivos.

—¡Vuestra sangre está en mis manos! ¡La de todos!

Miró a Singbé.

—Creo que entiendes lo que digo, cabrón. Creo que tú y yo hemos llegado a un acuerdo. ¿No te parece?

Shaw limpió el bastón con un trapo e hizo un gesto a los marineros. Sacaron las piernas de Singbé del cepo, le hicieron darse la vuelta y le metieron los pies en un cubo de agua de mar. Él soltó otro alarido.

—Duele, ¿verdad? Pero es un dolor que cura, te lo aseguro. Cuando te lleve al mercado no quedará ni rastro de tu pequeño castigo. Creo que ahora te lo pensarás dos veces antes de atacar a uno solo de estos muchachos.

Paolo había presenciado todo el episodio desde la borda. Shaw advirtió su mirada y asintió. El marinero se marchó mascullando por lo bajo.

Un marinero vendó los pies de Singbé con trapos empapados en agua salada y le bajaron por la escala hasta la bodega. El resto de los cautivos les siguió. Los encadenaron medio sentados tal como quería Shaw para el transporte de los africanos. Ocupaban menos sitio, y, por lo tanto, se podían meter más cautivos en el mismo espacio.

Por la tarde, cuando los volvieron a subir a cubierta para que hicieran ejercicio, a Singbé lo dejaron donde estaba. Notaba una sensación ardiente en los pies desollados, y el más mínimo movimiento dentro de los trapos le producía un dolor insoportable. Intentó pensar en Stefa, y se imaginó caminando con los pies metidos en el agua helada de los arroyos de montaña. Aquella noche, le llegó de boca en boca la pregunta de Grabeau, que quería saber cómo estaba.

—Sesenta contra veinticuatro —respondió.

SHAW

El capitán encendió la pipa y le pasó la botella a Shaw. La lámpara de aceite colgada encima de la mesa entre los dos hombres se balanceaba suavemente con el movimiento de la nave. Shaw dio una larga chupada a su pipa, se sirvió un poco de ron en la jarra, tapó la botella y se la devolvió al capitán.

—Me gusta cómo trata a sus negros, señor Shaw.

El capitán, Alonzo Frederico Miguel Figueroa, era bajo y calvo, con un abundante bigote canoso que se curvaba a ambos lados de la boca como un paréntesis. La cara redonda, el cuello corto, el enorme pecho que le llegaba a la ancha cintura, los largos y musculosos brazos con los antebrazos típicos del marinero, las manos de dedos cortos y gordos. Tenía el aspecto de un bebé que hubiera mantenido las proporciones del cuerpo mientras se hacía mayor, más fuerte y curtido. Cuando sonreía, y algunas veces cuando hablaba, se le veía una mella negra en el lado izquierdo de la boca. Había perdido tres dientes, arrancados hacía mucho tiempo durante un huracán cerca de las Bermudas, mientras sujetaba un cabo entre ellos a la vez que intentaba atar otro cabo. También le faltaba la mitad del dedo anular de la mano izquierda. Se lo había amputado él mismo después de aplastárselo contra unos aparejos en 1809 durante una travesía a Brasil. El muñón no le servía para nada, pero era mejor perder un dedo que dejar que se gangrenara la herida y acabar perdiendo la vida. Por ese motivo, llevaba el anillo de casado en la mano derecha. Su esposa, una mujer piadosa como él, iba a la iglesia todos los días y mantenía su hogar limpio y bien arreglado. Vivían en una casa de dos plantas en una soleada calle cerca de los muelles de Lisboa. Le había dado nueve hijos, cinco de los cuales habían llegado a la edad adulta. Tomás, el mayor, también era capitán de barco, y transportaba carga de Europa a América y a la inversa. Figueroa era el propietario del
Tecora
y había seleccionado a la tripulación, en su mayoría portugueses, aunque incluía a unos cuantos españoles y a Paolo, el mulato brasileño. Comparado con Shaw, que se las apañaba para mantener el porte y la apariencia de un caballero en cualquier momento, el capitán era feo y estaba como fuera de lugar. Sin embargo, Figueroa no perdía nunca su aureola de hombre enérgico. Era un excelente marino y mantenía una férrea disciplina en su barco. En muchísimas ocasiones había dejado atrás a naves de guerra británicas o norteamericanas que perseguían a los barcos negreros.

Figueroa se consideraba un buen conocedor de las personas, pero le resultaba difícil catalogar a Shaw. El capitán sabía que antes de unirse a Casa Martínez, traficantes de esclavos, Shaw había sido agente de Pedro Blanco, propietario de la factoría de esclavos de Lomboko y el principal traficante de esclavos africanos del mundo. A pesar de ser norteamericano, Shaw era el primer agente de Martínez. Tenía fama de astuto, pero también de ser hombre de palabra. Figueroa le había conocido en el mes de enero. Shaw quería contratar un carguero para transportar seiscientos esclavos de Lomboko a Cuba. Discutieron el precio durante una semana. El precio acordado estaba por debajo de la tarifa habitual de Figueroa para estos viajes, pero con una forma de pago mucho más adecuada. En lugar de un anticipo del cincuenta por ciento y el resto al llegar a puerto, Shaw le pagó al capitán todo el importe, y además en oro, el día que firmaron el contrato. Era verdad que Shaw había conseguido un descuento de casi el veinte por ciento, pero Figueroa ya había pasado por la experiencia de que no le pagaran el resto y decidió que era mejor pájaro en mano que ciento volando y prefirió cobrar menos pero tener el dinero en mano.

Sin embargo, más allá del trato comercial, sabía muy poco de Shaw. Ninguna de las personas con las que habló antes del viaje pudo decirle mucho más. Shaw era un caballero que vivía en La Habana, amante de los restaurantes y salones más selectos de la ciudad. No se le conocía esposa ni familia. Se rumoreaba que era un fugitivo de Estados Unidos y que no podía regresar a su país, aunque nadie podía asegurar que eso fuera cierto.

Pero había una cosa en la que todos coincidían: no era un hombre que se dejara estafar. Circulaba la historia de que cuatro años antes un capitán le prometió llevarle un cargamento de esclavos a un precio estipulado. Sin embargo, cuando el capitán regresó a La Habana, reclamó un treinta por ciento más. Shaw se negó en redondo. El capitán vendió los esclavos a otro traficante que le pagó un precio todavía mayor. Dos días más tarde, encontraron al capitán en el retrete de una taberna portuaria, degollado y con los testículos en la boca. Hacía cosa de un año, habían encontrado a un hombre muerto en idénticas circunstancias en Freetown, en Sierra Leona. Más tarde, lo identificaron como agente de otra casa de traficantes. Corrió el rumor de que había estafado a Shaw en un trato realizado unos años antes. No había ninguna prueba concreta que relacionara a Shaw con ninguno de los dos asesinatos; sólo rumores y especulaciones que para la mayoría de la gente del ramo valían más que cualquier prueba.

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