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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (9 page)

BOOK: Amistad
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—Yo digo que quizá Singbé se inventó esta historia para que luchemos contra los blancos.

—No grites que te oirán los niños. ¿Quién es el que habla?

—Soy yo, Kinna, un mende como tú, Grabeau.

—Kinna, si Singbé dice que fue así, es que fue así.

—Yo no digo mentiras, Kinna. Si estás dispuesto a desafiarme…

—¿Qué harás, Singbé? ¿Pelearías conmigo a través del pasillo mientras estamos los dos atados con las cadenas al cuello? Sólo digo que desde que te llevaron a la jaula de la ciudad, insistes en que nos enfrentemos a los blancos. Yo también quiero ser libre, pero no quiero morir.

—¿Prefieres convertirte en la comida de alguien?

—Es verdad. Singbé intenta convencernos de que nos rebelemos antes de que nos lleven a la ciudad —manifestó Kimbo—. También durante todo el viaje desde Lomboko habló contra los blancos. Le dieron una paliza por enfrentarse al hombre rubio, pero nunca dijo una mentira para que cambiáramos de opinión. ¿Por qué hacerlo ahora?

—Porque quizás ésta sea la última vez que viajemos en una nave —dijo Kinna—. Y sólo podemos regresar a África en una nave. Así que se inventa esta historia de caníbales.

—Quizá sea la última vez que viajemos en una nave, Kinna. Y necesitamos una nave para regresar a África. Así y todo, te juro que quieren vendernos a los devoradores de hombres.

—Yo creo en la palabra del mende. Creo que debemos rebelarnos.

—¿Quién habla?

—Yaboi. Soy un cazador de la tribu timmani. Me capturaron en una batalla con los mandingo del norte, me hicieron esclavo y me vendieron a Qwualimah, un agricultor mende. Él me vendió a un blanco que me llevó a la isla de los esclavos, donde me vendieron otra vez y me trajeron aquí. No tengo ningún amor por los mendes, y nunca hablé con Singbé antes de que nos trajeran a esta nave. Pero le vi hablar con el cocinero. Vi cómo el cocinero se pasaba un cuchillo por la garganta y después señalaba un barril lleno de carne. Y vi a Singbé caer de rodillas muerto de miedo. Creo que dice la verdad.

Se produjo un largo silencio. El mar rompía contra el casco. El sonido ahogado de las velas agitadas por la brisa nocturna se colaba por la escotilla abierta.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Sólo nos sacan a cubierta en grupos de cinco o seis. Todos los blancos llevan armas. Matarán a cualquiera que intente tenderles una emboscada.

—No estaremos muy frescos, pero la carne muerta no deja de ser carne.

—Singbé, ¿tienes un plan? ¿Tienes un plan para que no nos maten a todos?

Singbé miró en la oscuridad. El único plan que tenía era valerse de la superioridad numérica para dominar a los blancos. Unos cuantos cautivos morirían, pero eso era algo inevitable, y creía que muchos de ellos se animarían a intentarlo. Sin embargo, ahora que los sacaban a cubierta en grupos de cinco o seis, enfrentarse a cuatro hombres armados era un suicidio.

—Tenemos que sorprenderlos —contestó—. Todavía no sé cómo hacerlo, pero debemos encontrar un momento, y pronto.

A la mañana siguiente, Singbé observó al traficante y al marinero cuando bajaron a la bodega. Uno quitó la cadena de la argolla del mamparo y la retiró lo suficiente para permitir que se sentaran media docena de cautivos. Volvieron a sujetar la cadena, y sólo entonces quitaron los pernos que enganchaban los grilletes a la tarima. Les hicieron subir la escala donde, apostado junto a la escotilla, estaba el otro traficante con el arma corta. Una vez que estuvieron todos en cubierta, les dieron de comer, les hicieron caminar y finalmente los devolvieron a la bodega con el mismo procedimiento. Era obvio que no había muchas oportunidades. Podían intentar sorprender al blanco y arrebatarle el arma, pero los otros blancos dispararían antes de que pudieran apoderarse de las llaves y librarse de las cadenas. Además, los marineros podían disparar al interior de la bodega. Y aunque Singbé esperara hasta subir a cubierta con un puñado de prisioneros, si los blancos se mantenían apartados y ellos estaban con los grilletes puestos, resultaría muy difícil realizar un ataque por sorpresa. En cualquier caso, habría una matanza y no estaba muy seguro de conseguir nada.

Singbé caminó por cubierta con la mirada puesta en el horizonte mientras se comía la batata. El cielo estaba encapotado y no se veía la línea de tierra. Algunos prisioneros habían hablado de saltar por la borda para alcanzar la costa a nado. Pero ¿quién era capaz de nadar tanta distancia con grilletes en las piernas? Y aunque consiguieran llegar, ¿quién estaría a salvo en un país de caníbales?

Sintió un dolor agudo en el talón. Se detuvo y levantó un poco el pie. Una larga astilla de madera negra sobresalía un poco entre los tablones de cubierta. Singbé frotó suavemente el arco del pie contra la astilla. La notó caliente. Caliente del sol. No era madera sino metal. Un clavo.

—Camina, negro.

La culata del mosquete se apoyó levemente en su espalda. Volvió a caminar. Oía al marinero que tenía detrás, pero no sabía si el hombre también había visto el clavo. El deseo de mirar atrás era muy fuerte. Dio un bocado a la batata y lo masticó sin prisa. Cambiaron de dirección al llegar a proa. Singbé miró con fingida indiferencia hacia donde había pisado el clavo; la distancia era demasiado grande como para ver si el clavo seguía allí. Tendría que esperar hasta que el paseo lo llevara de regreso a aquella parte de cubierta. Se miró los pies para comprobar que no caminaba más rápido o más lento que antes.

Lo vio en cuanto dio la vuelta cerca de la puerta de la cocina; un clavo gordo y negro a unos seis metros de distancia. Necesitaba encontrar la manera de agacharse y recogerlo sin despertar sospechas. En aquel momento vio a Konoma, encadenado al mástil y sentado en cubierta, que bebía su taza de agua.

Singbé captó la mirada de Konoma. Levantó un puño hacia la garganta y lo sacudió un poco. Konoma le observó mientras Singbé repetía el gesto a la vez que abría la boca como si gritara. Konoma levantó las manos con las palmas hacia arriba y encogió los hombros. Singbé repitió la pantomima por tercera vez. Por fin, Konoma asintió y se puso de pie. Se volvió de cara al mástil, exhaló un suspiro nervioso, sujetó la cadena con las dos manos, y le dio un tirón. Al mismo tiempo dio un escalofriante aullido.

—¡El caníbal!

—¡Virgen santa!

Los marineros empuñaron las armas. Montes se acercó despacio.

—Tranquilo, tranquilo.

Konoma repitió el aullido. Tiró de la cadena unida al collar y entrechocó los eslabones con gran estrépito sin interrumpir los chillidos. Celestino salió de la cocina con un cuchillo en la mano.

—¿Qué pasa? ¿Qué le habéis hecho?

El capitán dejó el timón para empuñar la pistola.

—Ruiz, controle a ese negro.

Singbé se agachó, recogió el clavo, se lo metió en la axila y volvió a erguirse. Nadie le había visto.

—Gracias, Konoma —susurró. Hizo un gesto con las manos como si se degollara. Konoma lo vio. Con la misma rapidez con que había comenzado el alboroto, el prisionero lo interrumpió. Volvió a sentarse en cubierta, recogió la taza y bebió un trago de agua como si no hubiera pasado nada. Los blancos se quedaron de piedra, pero todavía nerviosos y asombrados.

—No sé qué diablos ha sido eso, pero no quiero que se repita —manifestó Pepe.

—De todos modos, comienza a anochecer. Vamos a encerrarlos otra vez, Juan.

—Sí, señor Montes. Sí.

Más tarde, estando encadenados en la bodega sin los blancos que se habían marchado, la voz de Konoma sonó en la oscuridad.

—¿Era eso lo que querías, Singbé?

—Fue perfecto, Konoma.

—¿Por qué? ¿Cuál era el motivo?

Singbé metió la mano en la axila izquierda y sacó el clavo. Lo acercó a la cadena que pasaba por el anillo del collar y comenzó a hurgar en el eslabón.

—La razón, amigo mío, es que ahora tenemos un plan.

En media hora, Singbé separó los extremos del eslabón lo suficiente para quitarlo del anillo. Se sentó en la tarima. Esta vez utilizó el clavo para aflojar el perno que sujetaba los grilletes de los tobillos. Buscó a Grabeau en la oscuridad, le dio el clavo y le mostró cómo librarse de las cadenas. En el silencio de la bodega resonó el ruido de la lluvia que caía en cubierta.

—Libera a los otros.

—¿Dónde vas?

—A la otra parte de la nave donde tienen la carga —susurró—. Quizás encuentre armas. Asegúrate de que permanezcan en silencio.

Singbé recorrió el pasillo casi a cuatro patas. Avanzó muy despacio, sujetando la cadena de las esposas. No quería caerse o que un súbito balanceo de la nave le hiciera producir algún ruido que alertara a los blancos. Llegó al extremo de la bodega donde estaba la carga. Sus manos palparon la áspera superficie de un barril amarrado con cuerdas contra otros objetos. Levantó la tapa con mucho cuidado. Metió las manos suavemente y tocó algo que parecía un tejido basto. Olió la sal y las especias, y apartó las manos. Era carne seca como la que le había mostrado el cocinero. Se le revolvió el estómago. Volvió a colocar la tapa y siguió la cuerda con las manos hasta el siguiente recipiente. Era un cajón de madera de considerables dimensiones. Quitó la tapa y palpó el interior. Esta vez tocó una tela suave. Debajo había barras de metal. Singbé apartó la tela e intentó sujetar una de las barras. Algo le cortó los dedos. Se llevó la mano a la boca y notó el sabor dulzón de la sangre. Volvió a meter la mano con más cuidado. Estaba llena de machetes con hojas de sesenta centímetros de largo, anchas y muy afiladas.

Singbé cogió dos y regresó a popa. Grabeau, Burnah y otros cuatro estaban libres. Le dio uno de los machetes a Grabeau.

—Hay un cajón lleno de estas espadas.

—Los espíritus están con nosotros. Debemos liberar a los demás.

—Utiliza las espadas para quitar la cadena de los collares. Me llevo a Burnah y a Kimbo para traer más. Asegúrate de que todos permanezcan callados.

Grabeau avanzó a tientas sin apartarse de la tarima hasta que encontró el mamparo del fondo y la argolla donde estaba sujeta la cadena. Metió la hoja del machete entre la madera y el perno de la argolla y comenzó a hacer palanca. Cuando regresó Singbé, todos se habían quitado las cadenas.

—Ahora escuchadme todos.

Singbé se sentó en cuclillas en medio del pasillo.

—Tenemos la oportunidad que necesitamos para un ataque por sorpresa y los dioses nos han bendecido dándonos armas. Encontré una caja de espadas donde guardan los barriles y las cajas. Hay para todos. Queríais un plan. Es este. Matamos a los blancos mientras duermen, nos apoderamos de la nave y navegamos hacia el sol de regreso a África. ¿Alguien se opone?

Singbé hizo una pausa. Lo único que escuchó fue el ruido del mar y la lluvia.

—Bien. Necesito dos hombres que se queden aquí para proteger a los niños. Kinna y Yah-nae. El resto que me siga hacia la escala. En silencio.

Singbé apoyó las puntas de los dedos contra la escotilla y la abrió con mucha precaución. La lluvia, que le empapó el rostro, resplandecía en la cubierta a la luz mortecina del farol junto a la puerta de la cocina. Se arrodilló y metió la mano en la bodega. Grabeau le alcanzó el machete. Singbé se acercó a la borda, con el cuerpo apretado contra la cálida y empapada cubierta, y miró hacia el puente de popa. Un marinero gobernaba el timón protegido de la lluvia por un toldo de lona, con la mirada puesta en un punto más allá del otro marinero acurrucado cerca del farol de proa. Singbé los observó a los dos pero ninguno de ellos vio a los prisioneros que salían de la escotilla, uno a uno.

La tormenta comenzaba a amainar. Eran alrededor de las cuatro de la mañana. El capitán se había retirado a su camarote una hora antes, con la tranquilidad de que sus hombres podían gobernar la nave hasta el amanecer.

La nave, alcanzada por un golpe de mar, hundió la proa y luego se alzó bruscamente. Fuliwa, que salía en ese momento por la escotilla, cayó de bruces y su machete golpeó contra cubierta. Todos los africanos permanecieron inmóviles. El timonel no reaccionó. Quizá no oyera el ruido o lo había atribuido a los efectos de la tormenta. Singbé lo vigiló durante unos segundos antes de hacerle una seña a Grabeau. Éste golpeó la escotilla y otro hombre ya estaba con medio cuerpo fuera cuando fue iluminado por haz de luz. Celestino estaba en la puerta de la cocina con un farol en la mano.

—¿Qué ha sido? ¿Juan, has oído eso?

—Cállate. Despertarás al capitán.

—Me pareció oír algo. Creo que se ha soltado un cabo o algo así.

—Entonces, ve a mirar.

Celestino no alcanzó a dar más de dos pasos cuando otro golpe de mar lo lanzó hacia delante contra un mamparo, a un par de metros de Singbé.

—Tú eres el marinero —protestó—. Yo sólo soy el cocinero. No pienso subir a ningún mástil con este mar.

—Cállate y hazlo, Celestino.

La nave volvió a corcovear, lanzando a Celestino hacia adelante. Tendió una mano para sujetarse en la borda. En una de las oscilaciones la luz del farol alumbró el rostro de Singbé.

—¡Dios santo! ¡Los negros están sueltos!

Singbé lanzó su grito de guerra y se tiró sobre el cocinero. Los demás africanos se levantaron y corrieron por cubierta. Celestino se metió en la cocina y cogió un cuchillo. Singbé se lanzó al ataque. Celestino intentó asestarle una puñalada al tiempo que descargaba un rodillazo en el vientre del mende. Singbé cayó al suelo y levantó el machete para parar el cuchillo. Celestino soltó un tremendo aullido al ver cómo su mano, todavía aferrada al cuchillo, volaba por los aires. El hombre retrocedió hacia la cocina buscando desesperadamente otro cuchillo. Singbé se levantó de un salto y clavó el machete en la barriga de Celestino. Después sacó el machete y lo descargó con todas sus fuerzas contra el cuello del cocinero. La cabeza de Celestino rodó por el suelo.

El marinero del timón empuñó el mosquete y disparó contra los prisioneros que subían por la escalerilla. Grabeau, que iba en cabeza, se tiró contra las rodillas del timonel al producirse el fogonazo. El ruido fue ensordecedor y Grabeau sintió una ráfaga de aire caliente en la espalda. La bala destrozó el rostro del hombre que le seguía. Grabeau se incorporó y el marinero le dio un culatazo en el pecho que le hizo caer. Rodó sobre sí mismo mientras movía el machete de un lado a otro. El marinero lanzó un grito cuando el machete le cortó los músculos por detrás de las rodillas y soltó el mosquete, que cayó por encima de la borda. Se sujetó a la rueda del timón en un intento por levantarse. Grabeau le hundió el machete en los riñones. Otros dos africanos subieron al puente de popa lanzando machetazos a diestro y siniestro.

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