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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (4 page)

BOOK: Amistad
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Figueroa echó un buen trago y puso toda su atención otra vez en la pipa.

—Algunos azotan a los negros hasta dejarles moribundos —comentó—. Otros son demasiado blandos y les preocupa estropear la carga. Les dejan hacer lo que quieran, cosa que representa más trabajo y mayores riesgos para el capitán y la tripulación. Usted, señor Shaw, sabe perfectamente bien cómo mantener a esos animales a raya. Los domina, pero los conserva intactos.

—Quizá sea porque no les veo como animales, capitán Figueroa. Les veo como lo que son: como hombres.

Una voluta de humo escapó por la mella de la dentadura del capitán.

—¿Hombres? ¿Hombres como usted y como yo ante los ojos de Dios? Por supuesto, no lo dirá usted en serio.

—Sí, lo digo en serio. Son hombres. Quizá no educados ni cultos ni científicos como nosotros. Tal vez un poco más cercanos al Paraíso en su manera de vivir. Pero son hombres, de todos modos.

—No lo creo. Y tampoco creo que usted lo crea. Son criaturas ignorantes dejadas de la mano de Dios. Una raza inferior, más cercana a los monos que trepan por los árboles de su tierra que a cualquier hombre blanco.

—Cuando transporta esclavas, ¿no se lleva alguna a la cama para estar caliente durante la noche?

—Desde luego. Reconozco que me llevé una desilusión al ver que no traía ninguna negra a bordo.

—Hay mayor demanda de hombres, aunque nunca me ha importado darle una hembra al capitán para que disfrute de un viaje más cómodo. Al fin y al cabo, es la costumbre, y yo lo considero una cortesía. Sin embargo, detesto ver mi propiedad maltratada por la tripulación. Baja el precio, sobre todo si las hembras van a ser vendidas para cría.

—Bien dicho, señor Shaw.

—Lo que quiero es que me conteste a una pregunta, capitán. Usted se acuesta con esclavas durante las travesías, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces, ¿pretende decirme que ha estado usted fornicando con animales, señor?

Figueroa sonrió y de sus labios escapó una nube de humo.

—Digamos que son animales con forma humana.

—Tonterías, capitán. Razonan, hablan, tienen familia, granjas y leyes. Tienen gobiernos, hacen la guerra y poseen esclavos. Enséñeme un mono que haga eso. En cuanto a la ignorancia, he visto criados negros en Estados Unidos y en las Indias a quienes les habían enseñado a leer y a escribir, y hablaban inglés, español y francés como cualquier blanco. No, son hombres. Son personas como usted y como yo.

—Si cree semejante cosa, ¿cómo puede hacer lo que hace, comprarlos y venderlos como ganado, para esclavos de otros hombres?

—Siempre ha habido esclavos, amigo mío, en todas las sociedades humanas desde el comienzo de los tiempos. La Biblia dice que los israelitas fueron esclavos en Egipto, y que antes los judíos tenían esclavos. Los esclavos son parte del botín del conquistador. En este momento de la historia, los hombres blancos y cristianos son los amos de la tierra. Los africanos son hombres, pero sus costumbres y sus sociedades no son rivales para la ciencia, las armas, la política y la decisión de los blancos.

—Pero ¿por qué hace esto, sobre todo ahora, cuando los británicos y los norteamericanos han firmado tratados que declaran ilegal el tráfico de africanos? Corre usted un gran riesgo.

—Yo podría hacerle la misma pregunta, señor. ¿Por qué transporta esclavos cuando su barco y su carga le pueden ser arrebatados por cualquier paliducho oficial británico que le aborde apuntándole con los cañones por debajo de la línea de flotación? ¿Por qué, cuando usted mismo podría ser encarcelado por capitanear un barco que transporta negros acabados de capturar? Es porque somos hombres de negocios. Conocemos el mercado, la oferta y la demanda. Conocemos las ganancias y lo que podemos comprar. Gano de cinco a diez veces más con un salvaje africano que con lo que me dan por una res. Y usted consigue cien veces más transportando esta carga que con piezas de tela, herramientas u otros productos traídos desde el continente. Desde luego, conseguir esos beneficios siempre conlleva un riesgo. Pero creo que eso también forma parte de la atracción. El riesgo. Es el desafío que afrontamos, y hay una adecuada recompensa si salimos con bien. Pertenecemos a la clase de hombres dispuestos a asumir el desafío. Sin ninguna duda, un triste atributo de nuestro carácter y de nuestra naturaleza también.

Figueroa asintió sonriendo, pero al mismo tiempo movió la pipa en un gesto de desconfianza.

—Sigue sin convencerme de que sean hombres.

—Por supuesto que lo son. Y como a todos los hombres prisioneros se les debe vigilar, pegar y acobardar para que recuerden que son menos que sus captores. En caso contrario, se amotinarían y seríamos nosotros sus prisioneros, o algo peor.

Los riesgos mencionados por Shaw no eran poco. El tráfico de esclavos africanos estaba prohibido en el hemisferio occidental desde hacía casi veinte años. Gran Bretaña había acabado con la importación de esclavos a sus colonias durante el siglo y Estados Unidos había declarado ilegal la importación de esclavos a su territorio en 1809. Aquel mismo año, los británicos redactaron un tratado que prohibía la captura de esclavos en el continente africano y participar en su importación a las colonias inglesas, norteamericanas y españolas. Los norteamericanos estaban dispuestos a firmarlo; de hecho, John Quincy Adams, ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Inglaterra por aquellos años, ayudó a la redacción del tratado. Pero el tráfico de esclavos africanos era muy lucrativo para el gobierno español y sus súbditos, y el rey español declaró que no firmaría el tratado a menos que su gobierno recibiera una compensación por el «lucro cesante». Los británicos accedieron y entregaron a los españoles más de cuatrocientas mil libras esterlinas. El tratado anglo-español se convirtió en ley en 1818. Con la firma del tratado, España y sus colonias se comprometieron a traficar sólo con esclavos africanos comprados antes de 1820 y con landinos,
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esclavos hijos de esclavos. La Gran Bretaña incluso fue más lejos y abolió toda clase de esclavitud en sus colonias en 1833.

Pero los británicos cometieron un error de bulto: no incluyeron en el tratado ningún mecanismo eficaz para verificar el cumplimiento de lo acordado por parte española. El gobierno de Madrid se aprovechó del vacío legal e hizo todo lo posible para obtener ventajas. De cara a la galería, crearon una burocracia para aplicar el tratado al tiempo que, por otro lado, unas retribuciones, a menudo disimuladas con el título de «impuestos especiales y tarifas», permitían a los traficantes continuar con sus actividades. Después de todo, el mercado no había desaparecido. Al contrario, el tratado aumentó la demanda y los precios pagados por los esclavos nacidos en África.

Los portugueses se convirtieron en los principales suministradores de esclavos ilegales, aunque también estaban involucradas naves de bandera española, holandesa, estadounidense y rusa. La mayoría de los esclavos eran transportados a Cuba o a Brasil. Portugal y Brasil no tenían ningún acuerdo respecto al tráfico de esclavos con Gran Bretaña o Estados Unidos, y Cuba, con la tácita complicidad del gobierno español, continuó importando africanos. Según algunas estimaciones, más de veinticinco mil esclavos africanos fueron trasladados a Cuba durante los veinte años siguientes a la firma del tratado. Más de un cuarto de millón fueron llevados a Brasil durante el mismo período. Pero estas actividades entrañaban grandes riesgos. Las naves de guerra británicas patrullaban las rutas marítimas en busca de los traficantes ilegales. Si los atrapaban, el barco, los esclavos y la carga eran decomisados y el capitán detenido. Al propietario de los esclavos se le acusaba de piratería y, si lo declaraban culpable, lo condenaban a morir en la horca.

El destino de los africanos dependía del lugar donde se realizara la captura. Si la nave era capturada cerca de África, a los esclavos se los llevaba al puerto africano más próximo y eran entregados a los misioneros. Pero si interceptaban el navío cerca de Cuba o de cualquier otra colonia española, el viaje de regreso al continente africano representaba un gasto considerable. En las negociaciones del tratado, los ingleses insistieron en que los españoles pagaran el transporte de regreso como una «obligación moral», porque se pretendía desembarcar ilegalmente a los africanos en un puerto español. Los españoles manifestaron que no podían controlar a los elementos renegados de la sociedad o el destino del contrabando. Además, si a los ingleses les preocupaba tanto la cuestión moral, el coste de los pasajes de regreso no tenía por qué representar un problema. La cuestión económica se impuso a la moral, y los ingleses llegaron a un compromiso. A los esclavos ilegales incautados en aguas españolas se les consideraría emancipados. El gobierno español se obligaba a dar a cada emancipado una educación cristiana y se les enseñaría un oficio. Los emancipados, que no tenían arte ni parte en decidir sobre su destino, firmarían un contrato de trabajo de cinco a siete años como pago de la enseñanza y la educación. Finalizado dicho período serían libres.

Los británicos consideraron este trato a los emancipados como un compromiso justo e incluso como una recompensa para los africanos. «Estos salvajes conocerán a Dios y los rudimentos de la civilización, y se convertirán en personas productivas para la sociedad», afirmó un diplomático inglés.

Pero los británicos se despreocuparon de hacer cumplir o vigilar estos elevados propósitos. Era cierto que los españoles debían dar constancia escrita de que los emancipados habían recibido una formación, y una vez cumplido el plazo del contrato, ofrecer una prueba de que el individuo era libre. Sin embargo, no se encomendó a ningún organismo ni a funcionario alguno que verificara si la realidad se correspondía con los documentos. Los británicos se limitaron a asignar un observador extraoficial para vigilar e informar de lo que veía. Esto dejó las manos libres a la administración cubana y a los otros gobiernos coloniales para pervertir lo que ya era de por sí un arreglo dudoso. Se dedicaron a vender a los emancipados como esclavos con contratos de cinco a siete años. Los emancipados se cotizaban a un precio un poco más bajo que los esclavos africanos, bozales, porque los dueños de las plantaciones estaban obligados por contrato a liberarlos cumplido el plazo. Incluso esto casi nunca se cumplía, porque muchos de los propietarios, ante la posibilidad de que el gobierno o la injerencia británica les obligara a respetarlo, adoptaron un método infalible para asegurar el más alto rendimiento de la inversión: hacían trabajar a los emancipados hasta la muerte.

—¿Qué ve, vigía?

El hombre apostado en una plataforma de treinta centímetros de lado en la mitad del mástil de mesana, gritó:

—¡Nada a la vista!

Figueroa escrutó el horizonte con el catalejo.

—¿Hemos vuelto a encontrar nuestra sombra, capitán?

—Uno de nuestros hombres creyó ver una vela hace cosa de una hora, pero en este momento no se ve nada —contestó Figueroa—. No hay de qué preocuparse, señor Shaw. Siempre y cuando los veamos con tiempo suficiente, no podrán alcanzarnos.

Singbé se sujetó a la borda mientras arrastraba los pies lentamente junto a los demás. Apenas había dormido la noche anterior, y esta mañana, cuando los marineros bajaron para sacar a los cautivos a cubierta, Singbé creyó que lo dejarían. Pero después de que el último prisionero subiera la escala, el rubio se acercó a Singbé. Le quitó los trapos de los pies, inspeccionó las heridas, y le obligó a levantarse tirando de las cadenas. Singbé apenas si podía mantenerse erguido, porque el dolor en los pies era insoportable. El rubio le indicó con un gesto que caminara. Singbé dio unos pasos y cayó de bruces contra la escala.

—Muy bien. No está mal. Arriba.

El rubio señaló la escala con la pistola. Singbé le miró por un momento y luego comenzó a subir. Intentó meter los pies dentro de los peldaños para apoyarse en los talones que no estaban lastimados y le dolían menos. Al salir por la escotilla volvió a caerse, pero dos marineros lo cogieron por los brazos y lo arrastraron hasta donde estaban los demás. Él se sujetó a la borda y se levantó.

Los cautivos caminaban alrededor de cubierta en su penoso desfile. Grabeau se mantuvo junto a Singbé, dispuesto a sujetarle si caía. Pero a Singbé le preocupaba más el dolor de estómago que la posibilidad de caerse. El dolor en los pies, el nauseabundo regusto del arroz y el balanceo de la nave hacían que la bilis chapoteara en su estómago. El castigo por vomitar la ración sería otra azotaina, en los pies o en la espalda. Miró la barandilla e intentó concentrarse en dar un paso detrás de otro. Grabeau se acercó un poco más.

—Anoche hablé de tu plan con muchos hombres —murmuró—. Sólo encontré siete que quizá participarían llegado el momento. Conmigo, que no estoy muy seguro de querer intervenir, y contigo, que por ahora estás casi inválido, somos nueve.

—¿Por qué no te unes a nosotros? ¿Prefieres someterte a esto?

—No, pero prefiero vivir a que me maten en vano. Singbé, las cadenas limitan hasta el movimiento más sencillo. ¿Cómo podríamos dominar a los blancos? E incluso si pudiéramos, ellos tienen armas.

—Atacaremos primero al blanco de las llaves en el momento oportuno. Y luego le quitaremos el arma.

—¿Mientras los demás nos disparan?

Singbé no hizo caso del comentario y miró a los demás.

—Ahora mismo somos unos sesenta. Me repugna ver que sólo nueve están dispuestos a plantarles cara a estos blancos.

—Sí. ¿Y cuántos de los nueve crees que te respaldarán en el momento crítico?

—Hay veintitrés blancos y uno que es medio negro. Sólo diez de ellos tienen armas, y de esos, dos, el rubio y el pelado del puente, sólo tienen armas cortas.

—Las armas cortas matan lo mismo que las largas.

Singbé no respondió. Siguió caminando. La furia se añadió al dolor de estómago.

—¡Nueve! —le gritó Singbé a la columna de cautivos—. ¡Sólo nueve dispuestos a luchar contra los blancos! ¿Sois hombres sin honor? ¿Sin coraje? Un hombre negro de cualquier tribu vale por lo menos tres de estos blancos debiluchos. Los mende no se pensarían dos veces este desafío. Los mende tienen coraje y decisión.

Un latigazo le golpeó el hombro y rozó el rostro de Grabeau.

—¡Silencio! ¡A callar!

Singbé no miró al marinero del látigo. Mantuvo la vista al frente y avanzó unos cuantos pasos.

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