Read El otoño de las estrellas Online
Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero
Tags: #Col. Nova nº 142
Afortunadamente, el factótum de la ciencia ficción catalana, Antoni Munné-Jorda, llegó a convencer a Pagés Editors que podía ser interesante publicar
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ESTIMONI DE
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AROM
junto a la reedición de otras obras ganadoras del Juli Verne en años anteriores, e iniciar una nueva colección de ciencia ficción en catalán. Así se hizo y, desde enero de 2000
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arrasa (es un decir...) en el mundillo de la ciencia ficción publicada en catalán, en realidad aún más reducido que el de la publicación en castellano.
Ése fue el aliciente final. Se me ocurrió que debíamos seguir con el proyecto completo y escribir la versión «larga» de esa novela para el mercado de la ciencia ficción publicada en castellano. Pedro, con la inteligencia que le caracteriza, me recordaba una y otra vez que él seguía sin usar el catalán ni siquiera en la intimidad, y que era yo quien debía convertir al castellano lo que
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ESTIMONI DE
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contenia. Al final, falto del tiempo necesario para teclear de nuevo todo el texto, me encerré una madrugada con
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ESTIMONI DE
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y una grabadora y, abusando de mi bilingüismo, fui pronunciando en voz alta en castellano lo que mis ojos leían en catalán. Envié las dos cintas a Pedro y me desentendí del asunto. La patata caliente estaba ya en sus manos.
Tras mucho porfiar, al final me llegó la primera versión de
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L OTOÑO DE LAS
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STRELLAS
en castellano. Incluía gran parte de
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(con algunos nombres cambiados y sin el final que yo había tenido que crear para «cerrar» la novela y poder presentarla al Juli Verne), y se completaba con la segunda línea narrativa que daba pie a otras extrapolaciones a partir de recientes hipótesis científicas. Al final, ambas historias confluían en lo que nos parece nuestra peculiar aportación al vértigo cósmico tan típico, por ejemplo, de autores como Olaf Stapledon y su
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ACEDOR DE ESTRELLAS
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Luego llegó el calvario.
Gracias al «control de cambios» del Word de Microsoft y a un continuado ir y venir entre Barcelona y Santiago por medio del correo electrónico, la versión final de
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L OTOÑO DE LAS
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STRELLAS
fue adquiriendo forma. En estos casos, cuando colaboran dos autores, ambos con ideas propias y un exceso de personalidad, no hay más remedio que pactar. No ha sido siempre fácil. Lo milagroso es que seamos siendo amigos.
Pero al final lo hemos logrado. Tras mucho ir y venir por Internet y, contando con la ayuda final de la brillante corrección de estilo de Roser Ruiz, ésta es la novela en la que nos hemos complacido. Tal vez en el futuro vengan otras, ya se sabe que quien avisa no es traidor...
Al final, hemos incluido una «Nota de los autores» con referencias a los libros y artículos científicos que nos han servido de inspiración, aun cuando, como allí se recuerda, esto es «sólo» ciencia ficción y no ciencia. La lectura de esos textos nos ha resultado muy estimulante y, evidentemente, la recomendamos a todos los interesados.
Narrada la génesis de esta peculiar novela, ahora debería contarles algo de su argumento. No lo voy a hacer. En realidad me siento incapaz de lograrlo con un mínimo de objetividad, dado que conozco demasiado lo que los autores perseguían en su loco intento.
A mi me gusta lo que ha quedado al final, aun cuando, tras los últimos meses de modificaciones e intercambio, me temo que conozco casi todos los defectos de la novela que, evidentemente, los tiene. Como todo en este mundo, es manifiestamente mejorable, pero no olviden nunca que se trata, de forma voluntaria, de ciencia ficción especulativa en torno a determinadas hipótesis científicas recientes y que, al menos al final, nuestro referente (¡osados que somos!) es nada menos que Olaf Stapledon y su
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ACEDOR DE ESTRELLAS
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Un título que, por supuesto, no es ajeno al nuestro, que si a algunos les recuerda a otro otoño más patriarcal, les aseguro que no tiene nada que ver con él.
Pasen y vean. Sí encuentran algo mejor (en ciencia ficción hard
escrita en España), tal vez incluso logren convencer a la editorial de que les devuelva el dinero... Lo dudo (esto último, con música de Los Panchos).
M
IQUEL
B
ARCELÓ
Aquella fue la última vez que la vi. Todavía recuerdo esa discusión.
En aquellos días, Geria era todavía un planeta escasamente habitado, alejado de los asuntos importantes de la administración central, excepto para aquellos que se hallaban interesados en su potencial minero, sus grandes enigmas científicos y su alocada religión local, entonces ya bastante desprestigiada.
Pero, ciertamente, aún no era el abandonado Geria y yo era uno más de los muchos que discutían con su chica. Sin saberlo, lo hacía por última vez.
—Es absurdo, es un suicidio, no puede salir bien. —Era todo lo que acertaba a decir. Estaba cabreado, y la tensión me obligaba a moverme incómodo en el asiento. La habitación, su habitación, estaba a oscuras y yo, pese a mis esfuerzos, apenas conseguía distinguir el perfil de su cara.
—Una civilización no humana no es ninguna tontería. Debes pensar en el potencial intelectual, en todas las cosas que podríamos aprender —dijo, rebosando entusiasmo en cada sílaba. Se recostó en el asiento y cruzó los brazos—. No, ya está decidido: voy a intentarlo.
Siempre tan segura de sí misma, siempre tan dispuesta a la aventura. De hecho, si he de confesar la verdad, eso era precisamente lo que más me atraía de ella. Ese espíritu indomable, esa curiosidad sin límites. Yo soy, por así decirlo, más prudente. Siempre dispuesto a dejar que las cosas pasen a mi alrededor. Ella no. Ella siempre estaba dispuesta a marcarse nuevos objetivos, a explorar nuevos caminos. ¿Qué hacíamos juntos? Nunca he sabido explicármelo. Quizá sea cierto que los opuestos se atraen. No importa, ya lo he dicho, yo soy... más tranquilo. Sí, dejémoslo así: más tranquilo.
Lo importante es que en esa ocasión no me gustaba nada, nada, lo que pretendía hacer.
—Esa civilización alienígena no existe. Son leyendas, fantasía. Cierto —admití—, hay restos arqueológicos, pero tienen miles y miles de años y están mal conservados. Y en cuanto a las historias de los primeros exploradores; ¿realmente quieres guiarte por ellas? —Yo insistía, buscando desesperadamente argumentos a mi favor. No podía permitir que cometiera esa locura.
Ella me miró con cierto desprecio. Sus adorados ojos verdes, ligeramente grisáceos, se clavaron en mí y me atravesaron. Se acarició el pelo negro, tomándose su tiempo antes de contestar. No quería hacerme más daño del que ya me había hecho.
—El misterio nunca ha sido desvelado —dijo lentamente—. Quiero saber por qué. —La seguridad de su voz era absoluta—. No me importa si no quieres venir. Yo sí iré.
—Es una expedición sin sentido. —Esperaba encontrar algún argumento para, al menos, retrasar su marcha—. Espera un poco, a la próxima estación —rogué al final. La enormidad de lo que quería hacer me ponía nervioso. Demasiada improvisación, el maldito peligro de actuar sin haberlo pensado bien—. Además —añadí finalmente—, nunca lo autorizarán.
Se irguió felina, con sus largos brazos cruzados sobre el pecho. Volvió a mirarme con frialdad. Al rato, se echó atrás.
—Si no lo autorizan, tendré que hacerlo sin autorización.
Me miraba fijamente a los ojos y ambos sabíamos lo que eso significaba. Yo me negaba a darme por vencido. A la desesperada, insistí:
—Pero ¿no entiendes que arriesgarás tu vida por nada, por una quimera? Si no te matan las tormentas, lo hará el malpaís. Nadie puede sobrevivir allí, y nunca ha vuelto ninguno de los muchos que lo han intentado.
A pesar de la escasa luz, vi, tal vez intuí, que fruncía la frente. En ella, ese gesto indicaba simultáneamente la opinión que le merecía lo que yo acababa de decir, el ridículo de poder rechazar la grandeza por el simple temor a perder la vida y, algo peor, la absoluta resolución en la decisión que había tomado.
—¿Y tú no entiendes —me dijo, en ese tono que se usa para explicar las cosas a los niños— que alguien debe intentarlo? Nosotros podemos ser los primeros que regresemos con noticias o información de valor.
—Pero salir en un cambio de estación como el que ahora se acerca es de lunáticos. Si hay que salir a explorar, por qué no esperar a la estación de Estallido, o la de los Frutos. Cualquiera de ellas ofrecería más garantías.
Ya me había puesto en pie y andaba, como un animal enjaulado, de un lado a otro de la habitación. Ella seguía mirándome fijamente sentada junto a la mesa.
—¿No lo entiendes? Los gerios sólo aparecen durante los cambios de estación. Eso es seguro. No se les puede ver a menos que haya un cambio de estación. Cuanto más desierto y pelado está todo, más fácil es verlos. Además, tengo mis propias razones para intentarlo ahora.
Estaba plenamente convencida. Hablaba como si tratara de explicar la verdad revelada a alguien que se negaba a la conversión.
—Sí, claro —dije yo—. Los famosos gerios que nadie ha visto nunca. Fantasías, fantasías de locos.
No podía evitar moverme. Agitaba inquieto los brazos, como si de esa forma mis argumentos adquiriesen más fuerza frente a su absurda convicción.
Ella insistió:
—No, son reales. Hay pruebas. Están ahí fuera.
Me planté frente a ella.
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas? ¿Las leyendas? Todas falsas, todas inventadas. Los gerios, si alguna vez existieron, desaparecieron hace miles de años. Cuando la humanidad llegó aquí, sus ciudades no eran más que polvo y ruinas enterradas. Al principio mucha gente murió buscando gerios, como ahora quieres hacer tú. Salían durante el cambio de estación y no regresaban nunca.
»No, hace mucho que no queda nada de los gerios. Sólo ruinas y una estúpida religión inventada para engatusar a los ilusos.
—Ninguna religión es estúpida —replicó ella—. Y ésa menos que ninguna. Muchos eruditos y estudiosos creen que puede haber mucho de cierto en esa religión de Geria. Alex Santana, por ejemplo...
—Un viejo loco —la interrumpí yo—. Un fanático.
Aparté la vista para demostrar mi desprecio por aquel autoproclamado profeta.
Sorprendentemente, ella me habló con calma.
—Puede que sea viejo, no más que tus padres o los míos, por ejemplo. Pero no está loco. Es lógico y racional. Ha realizado una nueva interpretación de las narraciones clásicas. —De nuevo aquel tono de voz de profesora que habla con un alumno particularmente lento—. Al menos, a mí me ha convencido. Participaré en la expedición.
—No podréis salir, las compuertas estarán cerradas durante todo el cambio de estación. Toda la colonia quedará aislada. Entonces no será posible salir, ni tampoco podéis esperar fuera si salís antes de que comience el cambio; podrían pasar días, e incluso semanas. No, no lo haréis.
Ella sonrió. Aquella sonrisa enigmática que me había atraído la primera vez. La misma sonrisa que sigue en mi recuerdo.
—Tenemos medios. —Se recostó—. Amigos.
Me quedé sorprendido.
—¿Los bajos fondos?
Volvió a sonreír.
—Yo no he dicho nada —afirmó.
—¿Vais a confiar vuestras vidas a una banda de delincuentes? ¿A gente sin escrúpulos? Lo denunciaré.
Me miró fijamente.
—No —dijo muy despacio—, no lo harás.
Era cierto. No podría denunciarla, de la misma forma que no podría arrancarme un pie. No se trataba tanto de amor, a pesar de que la quería, como de una lealtad tal vez mal entendida, lo admito, pero a los amigos no se les traiciona. En ocasiones sería mejor para una persona detenerla antes de que cometa una locura. Eso lo sé, lo entiendo, pero soy como soy y ella me conocía muy bien. No podría denunciarles.
Además, en aquel momento tampoco sabía que, aunque hubiera querido, no hubiese tenido tiempo de hacerlo.
—Bien, será mejor que lo dejemos. —Yo deseaba aplazarlo todo, terminar esa discusión sin sentido. Esperar a ver si el tiempo de sueño o el nuevo día le hacían cambiar de opinión—. Mañana podremos volverlo a discutir.
—No hay nada que discutir —contestó ella con toda la seguridad del mundo.
—Ya lo veremos —repliqué muy enfadado, y me levanté para marcharme a casa. Era mi ridícula manera de castigarla por su osadía. Aquella noche no la pasaría con ella. Aunque así también me castigaba a mí mismo.
Estaba enfadado y ni siquiera me volví. Tampoco le di un beso. Me limité a despedirme secamente.
—Adiós —dije, y cerré la puerta de golpe.
Todavía hoy lamento haber actuado así. Si lo hubiese sabido...
Aquella noche comenzó el cambio de estación.
Nunca hubiese creído que resucitar resultara más doloroso que morir. Abrir los ojos. Dejar que la luz entrase. Una sensación incómoda y turbia, nada físico, similar a un dolor en el alma.
Por el contrarío, morir había sido incómodo, pero al final se había convertido en algo casi placentero. Él había leído, mucho tiempo atrás, que en el momento de la muerte el cerebro libera grandes cantidades de endorfinas para proporcionar un fallecimiento agradable. Recordaba que durante semanas se había preguntado cómo podía ser eso. ¿Qué ganaba la naturaleza ofreciendo una muerte placentera? ¿Cuál era la presión evolutiva para un fenómeno como ése? Había concluido que debía tratarse de un mito.
¿Cómo era posible que recordara su muerte?
Vagamente, sí. La sensación de soledad. El traje espacial que iba a convertirse en su ataúd cada vez le parecía más apretado. La falta de oxígeno. La contemplación fija de las estrellas mientras giraba lentamente, más allá de toda posible salvación. El lento sueño de la anoxia. Y luego cerrar los párpados. Morir con tranquilidad.
Pero eso era imposible. Nadie podía recordar su propia muerte. Por definición, la muerte era el final de la vida. Después no había nada más. Y por tanto...
A menos...