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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (19 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Me pareció ver que otros dos ya habían despertado, pero no podría asegurarlo.

Enseguida llegamos a lo que me había parecido el extremo más apartado del elipsoide.

No se detuvo. Siguió andando y, tal y como lo cuento, simplemente atravesó la pared.

Yo me detuve en seco.

«No te preocupes. Tú también puedes pasar. No es sólida.»

Tentativamente extendí una mano que, sin encontrar resistencia, atravesó la pared sin ninguna dificultad. Retiré la mano y la miré. No había notado nada. Como si la pared no estuviera allí.

«Parece ser una especie de campo de fuerza. No lo sabemos con certeza, pero no presenta ningún peligro. Nos deja pasar siempre que lo deseamos.»

Me decidí, y pasé sin ningún problema.

Los dos nos encontrábamos en una especie de elipsoide más pequeño. También una de las dimensiones dominaba a las otras dos, las paredes eran muy parecidas y estaba iluminado, como el otro, con una luz difusa de un blanco azulado.

—¿Qué es todo esto?

«Es largo de explicar. No conocemos todos los detalles. Pero funciona. Como tantas cosas aquí, funciona.»

—¿Aquí? ¿Que quieres decir?

«Nos encontramos en la zona interior del planeta. No sabemos cómo, pero esos mismos campos de fuerza que forman los recintos parecen haber impedido que este lugar haya sido detectado.»

—¿Estamos en Geria?

«Sí. Eso seguro.»

—¿Y tú eres humano?

«Sí. Lo era y... bien, creo que todavía me siento humana.»

—Pero el cuerpo...

«Sí, el cuerpo es gerio.»

—¿Entonces?

«Soy geria sólo en parte. El mismo cuerpo... Es difícil de explicar. Ya tendremos tiempo para eso. Pero no te tortures más con eso: soy humana.»

—Gente como vosotros salva a los buscadores.

«Sí, somos nosotros.»

—¿Cómo?

«Los buscamos cerca de las compuertas y los traemos aquí. Con este cuerpo la tempestad no nos afecta. Es mucho más resistente de lo que parece. Ventajas de ser medio gerios.»

—Pero me pareció entender que algunos buscadores nunca llegan aquí.

«Sí. Eso fue lo primero que te dije. Era como una prueba. Ni siquiera me habías visto todavía. Sí, por desgracia a veces los encontramos demasiado tarde
y
ya no hay nada que hacer.»

—¿Hacer qué?

«Traerlos aquí. Recuperarlos.»

—¿Cómo?

«Eso también es difícil de explicar. Simplemente, se recuperan si los podemos traer aquí a tiempo. No sabemos cómo funciona.»

—¿Resurrección?

«No. Seguro que no. Cuando están completamente muertos ya no hay forma de recuperarlos. A pesar de lo que pueda parecer, aquí no se realiza ningún milagro. Quizá no lo podamos comprender ni explicar todo, pero esa explicación seguro que existe. No podría ser de otra forma.»

—Dime la verdad: ¿sois humanos o gerios?

«Si te tranquiliza, te diré que todos somos buscadores. A pesar de este cuerpo, somos humanos, te lo aseguro. Yo salí hace unos tres años. Me llamaban Judith, Creo que has oído hablar de mí.»

—¿Judith? ¿Tú? ¿Su amiga?

«Sí. Y me temo que he sido yo la responsable de que vinieseis, ella y tú.»

—¿Qué quieres decir?

«Yo la llamé. Nunca antes se había intentado, pero me pareció la única forma.»

—¿La única forma de qué?

«De hacerte venir a ti.»

«Sí. Era necesario que vinieses.»

—¿Yo?

«Tú.»

—¿Por qué?

«También es largo de explicar. Estoy segura de que será mejor que te lo cuente ella misma.»

—¿Ella?

—¿También está aquí? «Pues claro. ¿Cómo podría ser de otra forma? No se perdió. Ahora podrás estar junto a ella.»

El cielo era negro.

No había estrellas, o éstas eran también negras. Sí, negras; soles que atrapaban luz, que absorbían pesares y lamentos. Soles negros para una noche negra.

La tierra también era negra. Un mar negro que batía contra una costa negra bajo un viento negro. Peces negros nadaban en sus negras profundidades y negros navíos varaban en arrecifes negros ondeando sus banderas negras.

Cielo negro. Tierra negra. Mar negro.

Quizá no había nada de eso. Quizá se encontraba en una caja. Sí, una caja diminuta, de negras paredes muy cercanas. Seguro que si tendía la mano, podría tocar una de ellas. Pero no quería moverse, no quería extender el brazo.

No quería hacer nada. Tampoco quería pensar ni sentir.

Quizá por eso todo era negro. Así no tendría que ver, ni comprender, ni asimilar, ni analizar, ni vivir, en suma. Sí, seguro que era eso.

Había pasado algo malo, algo terrible. Por eso estaba allí.

Abrió los ojos y supo que sus pupilas también eran negras.

Un prado hermoso, de vegetación extraña e irreal, pero sutilmente similar a la terrestre.

El tono de verde tendía casi hacia el azul, pero la clorofila debía de ser muy similar. Todo parecía en paz y en calma, presagiando un buen desenlace.

La nave había tocado tierra con total precisión. Hasta ahí, todo había salido bien. No esperaban mayores contratiempos, aunque ninguno de ellos sabía lo que harían los saurios.

Tomaron una decisión rápida sobre los cuerpos que debían adoptar y abrieron la escotilla. Entró una ráfaga de aire templado preñado de olores y esencias de otro mundo. Tawa no identificó ninguno de los olores, aunque la esperanza de hacerlo era vana.

Bajaron de la nave. Ninguno pensó en la precedencia y fue pura casualidad que la primera en descender fuese Isara. La hierba cedió ligeramente bajo sus pies, aunque tenía una consistencia más firme que la terrestre.

Casi hubiese podido herir la planta de los pies de un humano de carne y hueso.

Una vez fuera miraron a su alrededor. La imagen era casi bucólica, con árboles ligeramente distintos rodeando el prado. Oteaban desde lo alto de una loma, mostrándose, intentado dejar claras sus intenciones pacíficas.

De pronto allí estaba. Un ejemplar de raza media de las tres que poblaban el planeta y formaban la civilización de los saurios. Más grandes y pesados al norte, los que evitaban las zonas más frías; más pequeños y rápidos cerca del ecuador y apartados siempre de las zonas más calientes. No eran especies diferenciadas, sino variaciones dentro del mismo esquema básico, con el mismo ciclo vital y, aparentemente, la capacidad de aparearse entre ellas.

Irán saludó.

No hubo respuesta.

—¿Que hace?—preguntó Tawa.

—Es difícil interpretar su expresión. ¿Parece nervioso o atento?

De pronto la criatura se llevó la mano a la boca y habló.

—«Efectivamente, están vivos», ha dicho. Nos ha llamado «mamíferos», «ratas hiperdesarrolladas».

—Sólo tienen mamíferos de pequeño tamaño en el planeta. No hay primates.

—¿Cómo sabe que somos mamíferos? —preguntó Tawa.

—No lo sé. Tal vez por el olor.

—Será mejor intentar convencerlo de nuestras buenas intenciones.

—Bien —dijo Irán y se pudo a hablar aceleradamente.

La criatura los miraba impasible. De pronto, sacó un cuchillo. Los cuatro expedicionarios no pudieron evitar retroceder de un salto. Luego recuperaron la calma. Ningún cuchillo podía dañar un nanocuerpo.

Luego vieron como el saurio se degollaba frente a ellos.

El resto fue un auténtico caos.

La sangre de los saurios también era roja, y se acumulaba en un charco alrededor del reptil. Corrieron hacia él y le dieron la vuelta. La herida era profunda, precisa y exacta. Realmente había querido morir.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ha hecho eso?

Nadie contestó.

—¿Es una ofrenda? ¿Hacen esto todos los que vienen a encontrarse con extraños?

De pronto, la luna empezó a retransmitirles las nuevas noticias.

Por todo el planeta se extendía la oleada de suicidios. Uno a uno, cada saurio destruía su propia vida, no sin antes haber hecho lo posible por destruir también el futuro de su civilización. Aquellos que tenían la capacidad para hacerlo, mataban a las jóvenes crías que todavía no habían alcanzado la conciencia y nadaban despreocupadas entre los pantanos.

Allí donde era posible, las construcciones ardían y los edificios caían. Era como si la visita, que ellos habían creído inofensiva, hubiese desestabilizado el sistema hasta tal punto que ya no resultaba posible recuperar el equilibrio.

Unas pocas horas después, ya no quedaba nada. La civilización de los saurios se había extinguido por su propia mano, con precisión y eficacia, como parecían haber hecho siempre todas las cosas. Su muerte fue un monumento final a su sistema de vida.

Antes de subir a la nave, Tawa miró al horizonte y sólo supo preguntar:

—¿Porqué?

Ni siquiera el viento se dignó a contestar.

Un fogonazo de color. Un rojo intenso.

No. No. No.

Le gustaba el negro. SÍ aparecía el rojo tendría que pensar. Primero en el rojo, y luego en los otros colores: amarillo, verde, azul... No, era mejor prescindir de los colores. No había rojo. Sólo negro. Cielo negro, tierra negra, mar negro.

Allí estaba otra vez. No le dejaba en paz, le perseguía. Intentó darse la vuelta, pero no había sensación de espacio ni de lugar, sólo había negro, no había nada contra lo que darse la vuelta.

Rojo. Rojo. Rojo.

—No me molestes —aulló. No quiso hacerlo, pero aulló. No podía controlarse.

—Tawa, déjame entrar —dijo la voz.

Una voz que le resultaba conocida. ¿De quién era? No, tampoco debía pensar en la voz. Debía descansar y dormir. No se le había ocurrido dormir. Quizá dormir estuviese bien.

—Te he dicho que me dejes entrar —exigió la voz con mayor decisión.

Isara.

La oscuridad se abrió frente a él y entró un torrente de luz que lo anegó todo. Se sintió frustrado, se sintió resucitar, sintió dolor y furia. Confusión.

—¿Por qué me molestas? —dijo al vacío.

La oscuridad volvió a cerrarse, pero ya no estaba solo.

—Al fin. Llevo horas intentando hablar contigo. Así que aquí es donde te escondes —dijo Isara.

No tenían cuerpos. No eran más que presencias incorpóreas. Tawa se negaba a generar la sensación de un cuerpo.

No quería darle la satisfacción de hablar y optó por esperar. No pudo aguantar mucho.

—¿Por qué has venido? —dijo al fin.

—Ya basta de esto, Tawa. —La voz se hizo más temblorosa—. Estoy realmente preocupada. Comprendo tu pena, pero ¿no es hora ya de que dejes de torturarte?

No respondió.

—No fue culpa tuya —dijo la voz suplicante—. No podías preverlo, ni pudiste evitarlo. Todos fallamos. Debimos haberlo imaginado, debimos haber estudiado mejor su psicología. Nos equivocamos. Todos nos equivocamos.

Ansiaba volver a la oscuridad, pero ya no podía. Isara la había roto con su presencia. El olvido, el dulce olvido ya no le servía. Pero se sentía igual. Le abrumaba una pena inmensa, una tristeza que no admitía medida, incuantifícable. Pero era una nanopersona, y sabía que podía modificar las respuestas de su mente para alterar su estado de ánimo. Aunque no deseaba hacerlo. Lloraba a los saurios. Se lloraba a sí mismo. Era lo menos que se merecían.

—Quería pensar.

—Pero no pensabas —dijo la voz de Isara—. Te has encerrado en un mundo catatónico, en una fantasía autista. Debes salir y ayudarnos.

—¿Quedan más especies que destruir? —preguntó con sarcasmo.

—Debemos salvar lo que podamos de la civilización de los saurios —dijo ella con calma, como si hablase con un niño.

Quedaban algunas crías que se habían salvado de la tragedia y seguían nadando felices en sus pantanos y ciénagas. Pronto descubrirían su inteligencia y saldrían al encuentro de su civilización. Una civilización ahora extinta.

—Algo podremos hacer. Tutelarlos hasta que puedan reconstruir su mundo. Ya hemos enviado un aviso, y muchos se han ofrecido voluntarios. Dentro de unos siglos habrán recuperado al menos parte de su antiguo mundo.

Era una ilusión, un clavo ardiente al que aferrarse, una justificación. No le valía.

—Ya he hecho bastante daño —se lamentó Tawa.

—No ha sido culpa tuya —insistió Isara.

Tawa sintió cómo estallaba por fin la furia.

—No te atrevas a decirme lo que debo sentir —aulló—. Yo propuse el descenso, yo insistí en el contacto. Razones egoístas me llevaron a ese convencimiento. Y no he producido más que la muerte. Soy el mayor genocida de la historia.

Guardaron silencio. No había mucho que decir. No importaba lo mucho que Isara repitiese que no era culpa suya: él seguiría viéndose como el culpable de ese genocidio. Un convencimiento impuesto como una verdad revelada. Los dioses y sus verdades acuden solícitos al reclamo de las almas en pena. Aunque se tratara de almas nan tecnológicas.

¿Qué hacer ahora, qué camino tomar? Tawa ya no podía volver a su mundo de oscuridad. Eso había sido una fantasía infantil. Tampoco se sentía con fuerzas para integrarse de nuevo en un proyecto humano. Le poseía la más completa falta de interés. Ya no deseaba nada, ni se interesaba por nada. Una anhedonia maligna presidía su humor.

Recordó a Jabru, y en ese momento supo lo que debía hacer.

—Me voy —anunció a Isara.

Y así fue.

XXI
Ella

¡Y estuve, al fin, con ella!

Y hablamos.

Aunque fue completamente diferente a cualquier cosa que hubiese podido soñar.

De hecho, en ningún momento había imaginado que pudiese volver a verla. Para mí estaba muerta y bien muerta. Me había acostumbrado a esa idea. Era un hecho que nadie había sobrevivido jamás a una salida al exterior de Geria durante un cambio de estación. Era lo único racional que se podía pensar. ¿O no?

Pero allí estaba ella, al alcance de mi vista, frente a mí.

Aunque si he de ser sincero, realmente tampoco la vi.

No, no a ella.

Vi aquello en que se había convertido: un gerio que afirmaba seguir sintiéndose humana, que decía que seguía siendo ella.

Demasiado absurdo.

Llegó con rapidez. No hubo presentaciones. El gerio que decía ser Judith (una Judith a la que, por cierto, no había conocido con anterioridad) salió del recinto, atravesando limpiamente la pared como parecía ser la costumbre allí...

Y regresó casi de inmediato. Atravesando la misma pared. O eso me pareció en un primer momento.

Pero ya no era Judith.

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