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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (16 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Pero la creación de la que me sentía más orgulloso era mi particular depósito de oxígeno. Habíamos desarrollado el primer prototipo junto con un médico que trataba a un paciente con graves problemas respiratorios. Era una maravilla de nanomáquina molecular.

Su función era proporcionar oxígeno a los tejidos, incluso en caso de deficiencia respiratoria o de circulación. Para ello, había diseñado una especie de «glóbulo rojo artificial», casi una mínibomba de oxígeno. En su realización final, era una esfera con un diámetro interno de cien nanómetros. Estaba llena de oxígeno a una presión cercana a las mil atmósferas. El truco consistía en que la esfera liberase oxígeno a un ritmo constante.

En realidad, ése era el detalle más simple de la nanobomba de oxígeno. Contener la presión era la parte complicada y eso me había llevado a adoptar como contenedor externo una estructura diamondoide que, con un grosor de apenas un par de nanómetros, era bien capaz de contener el oxigeno a esa presión.

Un litro de sangre humana, con los glóbulos rojos de que nos ha dotado la evolución, contiene aproximadamente una quinta parte de oxígeno. Un litro de mis esferas rodeadas de la estructura diamondoide de contención, de mis «glóbulos rojos artificiales», podía contener unos quinientos treinta litros de oxígeno en condiciones estándar de temperatura y presión. En ese aspecto, las nanoesferas eran bastante más eficientes que los glóbulos rojos de la sangre humana y, teniendo en cuenta la proporción de éstos en la sangre, mi nanosolución resultaba unas mil veces más eficiente que la que nos ha proporcionado la madre naturaleza.

De esa forma, poco a poco, fui complementando mi cuerpo con los mejores elementos nanotecnológícos de que disponía: el nanoordenador, depuradores, potenciadores, mínibombas de oxígeno, nanomáquinas que almacenaban aminoácidos y un largo etcétera.

Estaba seguro de que sería todo aquello, y no la protección material externa, lo que me permitiría sobrevivir a las inclementes tempestades de un cambio de estación de Geria. Con lo que llevaba dentro, mi cuerpo podría sobrevivir varias horas sin oxígeno, y casi una semana sin alimentos.

Los experimentos concretos que realicé resultaron de lo más satisfactorios. Iba a ser una salida como nadie la habría hecho antes. Yo creía poder sobrevivir y retornar. La nanotecnología era el as que guardaba en la manga.

Yo volvería.

Cuando Tawa discutió con Jabru el proyecto de contacto con los saurios, se sorprendió al percibir, o creer percibir, que éste no parecía prestar demasiada atención. No es que a Jabru no le interesara la idea del contacto en sí misma, sino que parecía considerar que, en general, los contactos entre simples seres de carne y hueso no eran demasiado importantes cuando el futuro ofrecía tantas y tan diversas posibilidades.

A Tawa le resultaba difícil comprender esa forma de pensar. Para él, tal vez chapado a la antigua, el presente exigía mayor concentración, porque es el único momento en el que es posible actuar.

Sin embargo, en el caso de Jabru, parecía que el futuro había acabado dominando por completo su mente, retrasando toda posible acción hasta un tiempo remoto todavía por llegar. Un sorprendente cambio para alguien que había empezado estudiando las culturas humanas del pasado.

Quizá por eso Tawa había decidido ir a la Ciudad. Quizá deseaba acelerar el proceso, alcanzar el mañana más deprisa e integrarse mejor en la nueva sociedad.

«La expansión del universo se está acelerando —le había dicho Jabru—. Ese hecho tan simple ofrece interesantes posibilidades.

«Imagina la visión habitual del cosmos. SÍ la expansión se mantiene siempre al mismo ritmo, el crecimiento de la capacidad está limitado. Pero si el ritmo de crecimiento se acelera, también se aceleran las posibilidades.

»Supón, por tanto, que podemos manipular la estructura última de la materia. Nadie sabe cómo hacerlo todavía, pero si fuese posible, los resultados serían espectaculares. Podríamos, por ejemplo, diseñar y crear el mayor ordenador que hubiese existido nunca, un ordenador que podría crecer de forma ilimitada porque estaría sostenido por la estructura misma del espacio. Y, debido a la expansión acelerada del universo, crecería cada vez más rápido.»

Para Tawa, eso quedaba demasiado lejos. Sí, ahora era un posthumano, vivía en un mundo posthistórico, habitaba un universo post lo que fuese, pero en su mente, en su capacidad para comprender lo cotidiano, seguía siendo el mismo. Un ser chapado a la antigua. Una preocupación era un fenómeno concreto que se refería a un conjunto determinado de circunstancias aquí y ahora, del presente. Una esperanza era la posibilidad de que algo ocurriese en el futuro cercano, un cambio transformador cuya fecha pudiera fijarse con precisión.

Por eso le gustaba tanto el proyecto de los saurios. Cierto, podrían pasar siglos estudiando su cultura sin intervenir, pero aun así, presenciarían vidas y muertes de seres de carne y hueso que se desarrollarían como se desarrollaba él, El crecimiento de un saurio se ajustaba exactamente a la escala temporal que él usaba como baremo de referencia.

El contacto estaba ya muy cerca.

Pronto podría hablar directamente con un saurio. Podría preguntarle por sus ilusiones, su forma de vida, sus esperanzas o su visión del futuro. No dependería de los sistemas de comunicaciones, del análisis computerizado de palabras dirigidas a otros destinatarios, de hipótesis y especulaciones para intentar adivinar las respuestas a esas preguntas que para Tawa seguían siendo centrales.

Que Jabru, o aquella de sus copias que le heredara, se quedase con el futuro y con la expansión del universo. Tawa prefería el presente.

XVII
Suicidio

Al principio, la salida fue casi decepcionante.

Tanto como la preparé, tanto como intenté prever lo que iba a suceder, y nada. El principio fue casi un anticlímax.

Me había mentalizado para encarar toda una multitud de acontecimientos que, para mí, después de meses de preparativos habían dejado de ser imprevistos.

Lo tenía todo planeado, lo tenía todo estudiado. Y, al principio al menos, todo resultó más fácil de lo que había pensado.

Estaba listo desde la llegada de la estación de los Frutos, el viernes de la tercera semana de noviembre. Pensaba salir por la misma compuerta que ella, la B3-K125. No era un mal lugar; discreto, ni muy céntrico ni muy apartado. Perfecto. Sólo esperaba que nadie quisiese repetir la salida por esa compuerta. Ahora sabía que había salidas prácticamente durante todos los cambios de estación. No muchas, pero siempre había alguien que salía. Si encontraba a alguien más en la compuerta B3-K125, mi plan era salir por la más cercana, la B3-K127, que estaba a sólo cinco minutos.

Yo quería salir solo.

No hizo falta. En mi primera elección, la B3-K125, no había nadie. Era el miércoles de la quinta semana de marzo. El aviso del cambio de estación se dio a las 4.43 de la tarde. Una suerte: podría disponer de luz natural durante unas horas, aunque la tempestad no me dejaría gozar del paisaje.

Cargaba con todo lo que había preparado durante largos meses de planificación. Aunque la verdadera preparación no era lo que llevaba en la mochila, sino lo que la nanotecnología había hecho con mi cuerpo. Estaba seguro de que mi organismo, preparado como ningún otro que hubiese salido antes, sería capaz de resistir la falta de aire, el frío, la presión y la humedad.

Sin embargo, tampoco pretendía dejarlo todo en manos de la nanotecnología. Llevaba una tienda individual especial
y
reforzada de montaje automático, trajes térmicos e impermeables, sobre mallas de un material también térmico. Y además, quizá como recuerdo del primer indicio que tuve de su salida, un anorak como el que ella se había comprado hacía más de un año.

Con las gafas ajustables esperaba poder ver incluso de noche. Y si no era posible, seguro que los refuerzos nanotecnológicos servirían de algo. Llevaba las máscaras para no forzar los nanosistemas, porque suponía que no sería fácil respirar en medio de las tempestades.

Llevaba herramientas, pero me había decidido en contra de las armas. No habría seres hostiles que tratarían de matarme, sólo la naturaleza misteriosa de Geria poniéndome a prueba. Por otra parte, si de verdad existían los gerios, ¿qué sentido tendría presentarse ante ellos con un arma?

Eran las seis de la tarde cuando llegué al barrio donde se encontraba la compuerta. El hecho de que la alarma del cambio de estación hubiese sonado en la tarde de un día laborable hizo que me encontrase con un par de personas durante el camino. «Adiós, adiós», nada más. Todos regresaban apresuradamente a sus hogares, haciendo buen uso de las aceras automáticas. Yo no debía dar la impresión de estar haciendo otra cosa. Mi mochila era lo bastante pequeña como para no llamar la atención a pesar de que el anorak, desde luego, era una pieza de abrigo absurda en el interior de la colonia. No obstante, las modas habían producido absurdos mayores, y prendas como aquella se vendían en Geria y la gente las compraba. En realidad, los dos hombres con los que me crucé no mostraron extrañeza ninguna.

Cuando llegué a la compuerta, no había nadie. Si alguien pensaba usarla para salir sería más tarde. No sé por qué miré la hora antes de salir: eran las 6.34. Yo, yendo solo y gracias a mis preparativos, había llegado, completamente equipado, menos de dos horas después del aviso.

Aunque había comprobado que las compuertas podían abrirse manualmente, llevaba un operador general por si se daba el caso contrario. Podía ocurrir que durante un cambio de estación se produjera un bloqueo de los controles manuales, y estaba preparado para saltármelo. No hizo falta.

Yo no pensaba ocultar mi rastro como habían hecho los de los bajos fondos con los que ella había tratado y que la habían ayudado a salir. A mí no me importaba que quedase constancia de que la compuerta se había abierto durante un cambio de estación. ¿Que me importaba? Podían hacer lo que quisiesen con aquella información. Me era del todo indiferente.

Como ya he dicho, no me hizo falta el operador general ni tampoco los disruptores que llevaba. La compuerta respondió de inmediato a las órdenes manuales y se abrió obedientemente.

Pasé por ella y volví a cerrarla.

Me encontraba encerrado en el pequeño recinto entre la compuerta y la salida en sí. Se trataba de un reducido habitáculo circular de unos tres metros cuadrados de planta, muy bien iluminado. El silencio era absoluto. Es más, no oía absolutamente nada de la tempestad que, imaginaba, se desarrollaba con furia al otro lado.

Me coloqué una máscara de respiración autónoma. No quería forzar los sistemas nanotecnológicos de mi cuerpo. Todavía no.

Abrir la compuerta exterior, a pesar de que me había preparado para todo tipo de situaciones, fue también de lo más sencillo. Me limité a activar los mandos manuales de la pared. Como en el caso de la compuerta inferior que acababa de abrir, los había probado en otras ocasiones y conocía su diseño e implementación con todo detalle. Resultó ser un trabajo de preparación completamente inútil. Todo funcionaba como si no estuviéramos en un cambio de estación.

Al abrirse la compuerta externa, el infierno más feroz se adueñó inmediatamente en el pequeño recinto.

Sabía que la compuerta externa se cerraba automáticamente a los cinco minutos y, de entrada, temí que ese tiempo no resultara suficiente para permitirme salir, tal era la fuerza del viento y del agua que formaba brutales remolinos a mi alrededor.

Había tenido la precaución de sujetarme a la pared, pero ahora temía que, al liberar la sujeción, el remolino me arrastrara irremediablemente. Todavía no estaba fuera del recinto y la fuerza de la tempestad amenazaba con arruinar completamente mis planes.

En lugar de soltarme por completo del amarre, me ofrecí un margen de un metro de cable. Un pequeño intento para comprobar qué sucedería cuando me dejase ir del todo.

Ojalá no lo hubiese hecho.

El remolino me atrapó y me elevó a medio camino de la salida. Si me hubiese soltado un metro más me hubiese estrellado contra las paredes de la compuerta abierta.

Poco a poco fui recuperando cable y regresé a la posición inicial.

Los minutos pasaban y la compuerta externa se cerraría pronto. Decidí que no me importaba. Que se cerrase. Yo no tenía prisa.

Por un momento pensé en quedarme allí hasta el final del cambio de estación y salir después. Pero sabía que no serviría de nada. Quedarme allí era como quedarme en el interior de la ciudad al otro lado de la compuerta. Para buscar gerios debía estar «fuera», en plena tempestad. Aunque ahora empezaba a dudar que tal cosa fuese posible.

Quiero pensar que sólo fue un desfallecimiento pasajero.

Al cabo de un rato, la compuerta externa se cerró de nuevo y, afortunadamente, todo quedó en calma.

Es un decir. La tempestad había hecho entrar un montón de agua que casí llegaba a un metro de alto, aunque ello no representaba problema alguno. Ni siquiera era una incomodidad. La ropa que llevaba demostró ser efectivamente impermeable.

El problema seguía siendo cómo salir al exterior. Era evidente que la tempestad no me permitiría decidir dónde instalar la tienda. Su fuerza era mucho mayor de lo que había imaginado. Quizá no estaba tan bien preparado como creía. ¿Cómo lo habían hecho los que habían salido durante un cambio de estación? Empezaba a dudar de mi capacidad para conseguirlo.

Reflexionar con tranquilidad y calma ha sido siempre un buen método para hallar soluciones. Pasado un rato, elaboré una especie de plan. Como sucede tan a menudo, a la hora de la verdad es preciso improvisar...

La tienda era de montaje automático, y estaba seguro de que, a pesar de la tormenta, si conseguía lanzarla al exterior con el dispositivo activado, llegaría a montarse.

Sabía que el recinto en el que me encontraba era subterráneo y que la compuerta de salida se encontraba prácticamente al nivel de la superficie. Ahora tenía claro que no subiría por los escalones como había pensado. Simplemente tendría que dejarme arrastrar por los remolinos con al menos tres metros de cable para poder esquivar las paredes. Lamentaba no haber llevado ropa antichoque como sistema de protección. Tendría que hacer uso del casco y, mira por dónde, el anorak no sería del todo inútil. Era lo bastante grueso para amortiguar algunos golpes.

El problema sería encontrar la tienda una vez fuera. Ahora veía que, por el momento, en el exterior no habría manera de controlar mis pasos. La tempestad era demasiado intensa. Sin embargo, necesitaba la tienda como cobijo. No me veía capaz de resistir por mí mismo más de una hora. El verdadero problema sería llegar a la tienda.

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