El otoño de las estrellas (14 page)

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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

BOOK: El otoño de las estrellas
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—En ocasiones hay que hacer cosas extrañas para mantener encendido el fuego —dijo Santana con todo el cinismo del mundo.

Levanté las manos y lo miré directamente a los ojos.

—Entonces no hay ningún texto de los gerios. ¿Realmente no se sabe nada?

Sonrió y apoyó las manos en los brazos del sillón.

—Parece mentira que tú me lo preguntes —dijo—. ¿Te enorgulleces de tener una mente racional y me preguntas si es posible traducir los textos de una cultura alienígena de la que no se sabe absolutamente nada? Es totalmente imposible. —Volvió a levantar la mano—. No hace falta que me pongas ese ejemplo; Champollion tuvo toda la suerte del mundo. Pero aquí en Geria no hay una piedra de Rosetta. No, es imposible. Aun en el caso de que realmente fueran textos con significado, nos faltan todas las referencias. Imposible.

Tenía que preguntarlo: —¿Y ella?

—Ella también sabía que era mentira. —Apartó los ojos—. No era tan tonta como tú pareces creer.

Me dolió pero me contuve.

—¿Y aun así quiso salir? —pregunté.

—Sí, se fue. Y lo hizo voluntariamente
.

—¿Por qué? —pregunté con la esperanza de conocer finalmente la respuesta.

—Quién sabe —fue su decepcionante contestación—. ¿Cuáles son las motivaciones reales de la gente? Sólo sé lo que me dijo.

—¿Qué? A mí no me dijo nada, salvo que pensaba irse.

—Al menos te lo anunció. Debía de quererte mucho. Es el único caso que conozco en el que uno de ios que marcha lo comunica a alguien con antelación —dijo con un énfasis exagerado en aquel «antelación», énfasis que no logré interpretar.

Santana, imperturbable, siguió hablando.

—Es decir, comunicárselo a alguien aparte de a mí. ¿Tanto confiabais el uno en el otro? —Se inclinó hacia mí y me observó como si me viese por primera vez.

—Quiero creer que sí —le confesé mientras me dejaba caer sobre el respaldo del sillón—, pero sigo sin saber por qué lo hizo. Por qué se fue. Por qué puso en peligro su vida.

—A mi me comentó que había oído voces —dijo Santana.

Me incorporé de un salto.

—¿Voces? —Eso sí que era sorprendente. ¿Voces?, ¿ella?

—Sí, de una compañera suya. Al parecer había sido su mejor amiga. —Santana hablaba como si no estuviera seguro de estar haciendo lo correcto. Podía comprenderle..

—¿Una compañera?

—Sí, creo recordar... Bien, no voy a disimular. Me dijo que se llamaba Judith. Ella decía que habían sido amigas de toda la vida. De su corta vida. Era muy joven todavía. Tú también.

—Sí, sí. —Estaba impaciente y no iba a permitir que cambiase de tema—. Sé quién es Judith. Habían sido muy amigas desde la escuela.

—Eso mismo me dijo a mí.

—Pero perdieron el contacto cuando Judith se mudó —añadí yo—. Creo recordar que encontró pareja en otra ciudad.

—Sí, sí, un gerio —dijo Santana—. Quizá fuese eso.

La habitación estaba en penumbras y el peso de los libros y las estanterías me aplastaba. De pronto, incluso en aquel espacio reducido me sentí perdido.

—¿Qué quiere decir?

Levantó la cabeza y me miró directamente.

—Judith salió al exterior durante un cambio de estación. Quizá dijese que se mudaba, pero la verdad es que salió. De eso hace, y comprende que lo sé con absoluta certeza, unos tres años. Puedo comprobar la fecha exacta si lo deseas.

Me dejé caer sobre el sillón con los brazos a un lado. Sentía el más absoluto asombro. La mujer a la que amaba había salido al exterior porque creía oír la voz de una amiga muerta. ¿Terminaría en algún momento aquella pesadilla?

Santana, sin moverse apreciablemente, activó el visor de su Voz. De pronto pareció como ausente mientras se concentraba en los datos que la Voz proyectaba en su retina. Se trataba de un modelo antiguo, pero no por ello menos eficiente. La controlaba con los músculos del ojo y proyectaba la información solicitada mientras imperceptibles movimientos oculares dirigían la búsqueda. Un momento después su mente regresó a la habitación.

—Fue exactamente hace tres años, sí, durante el paso de la estación de los Frutos a la Muerta.

—¿Voces? ¿Una alucinación? ¿Ella? —No podía creer nada de aquello.

—Creo que oía realmente esas voces. Y es incluso posible que fuesen de Judith, aunque no podría asegurarlo.

Volví a mirarle.

—¿Cómo puede ser?

—No lo sé, pero ella estaba totalmente segura. Afirmaba que Judith no estaba muerta. Decía que nunca había creído en fantasmas, pero que Judith le hablaba y le decía que saliese al exterior durante un cambio de estación, que no moriría. Y lo creyó.

Sentía cómo se iba despertando mi furia.

—¿Y la dejó marchar?

—¿Por qué no? Lo hago siempre. No soy yo quien debe juzgar la razón de alguien para salir. Para mí lo importante es que salgan, como harás tú.

—¿Yo? —Todavía no le había hablado de mi decisión.

—Sí — dijo con total seguridad—. Y lo harás por razones diferentes a las de Judith y a las de tu novia. Cada uno encuentra sus propias razones para salir, pero todos comparten la voluntad de hacerlo. Ninguna razón es mejor que otra.

—¿Qué quiere decir?

—Buscar gerios es... cómo podría decirlo... una metáfora. Lo hace sólo la gente que se siente incompleta, insatisfecha con su situación. La persona que considera que le falta algo no puede dejar de buscar, aunque haya peligro, aunque los demás la tachen de loca. La vida es así.

—Eso —dije despacio— no tiene ningún sentido.

—Es posible —admitió con calma—. No voy a discutirlo ahora. Pero así son las cosas. Algunas personas sienten la necesidad de salir, de buscar algo más. De hecho, muchos experimentan esa necesidad, pero sólo unos pocos, los más valientes, acaban saliendo de verdad. Ella lo hizo. Judith lo hizo. Si no me equivoco, tú también lo harás.

No quise seguir por esos derroteros. Ya había tomado la decisión de salir pero no se lo había dicho a nadie tampoco pensaba revelárselo a Alex Santana. No lo sabría nadie. Mi salida sería distinta; diferente en motivación y también en procedimiento. Ni siquiera Alex Santana debía estar al corriente, aunque se atreviera a imaginarlo, engañado por su forma de pensar y por sus ideas.

¡Qué locura! Como si buscar gerios fuese, como él decía, una metáfora. Yo nunca había oído hablar de ninguna metáfora que causase la muerte.

Y salir al exterior durante un cambio de estación de Geria causaba la muerte. Eso era algo seguro, un hecho incontestable.

No fue difícil construir la nave.

Los nanobots emplearon el material de la luna para sintetizarla y, si bien el trabajo fue lento, no planteó ninguna dificultad operativa.

Lo que exigió bastante más tiempo fue decidir cómo sería.

¿Con qué nivel tecnológico debían presentarse los humanos ante los saurios? No era cuestión de apabullarles tecnológicamente, pero tampoco ocultar el verdadero alcance de la civilización humana.

Al final, después de algunas discusiones, se optó por un nivel tecnológico claramente superior al de la civilización órfica, pero que tampoco resultara excesivo; una nave que ellos mismos hubiesen podido fabricar, si se les hubiera ocurrido hacerlo, en un siglo o dos.

Se planteaba también otra consideración de orden más práctico. ¿Qué hacer en caso de que algo fallase y la tecnología cayese en manos de unos saurios que podían ser hostiles? En ese caso, convinimos todos, la nave debía autodestruirse para no revelar secretos tecnológicos potencialmente peligrosos.

La tripulación fue también motivo de debate. ¿Debía estar formada por sistemas semíautónomos o individuos concretos debían arriesgar su vida? La primera opción eliminaba el problema de las copias. Nadie deseaba copiarse para ir en aquel viaje, a todas las nanopersonas les desagradaba la idea, pero quizá fuese una expedición no exenta de peligros y los riesgos podrían ser considerables. No obstante, se temía que los sistemas no autoconscientes no pudiesen manejar la situación con la debida pericia. Tampoco se deseaba que los saurios conociesen a unos sirvientes de la humanidad y no a la humanidad en sí.

Se optó al fin por pedir voluntarios.

No hubo demasiadas propuestas y, al final, el número quedó reducido a cuatro: Tawa, Isara, Irán y Rachel. Era una tripulación pequeña y la nave podía acomodarla perfectamente. Estaba claro que los cuatro arriesgaban sus vidas, pero se supuso que era poco probable que los saurios pudiesen hacer nada que dañase permanentemente a una nanopersona, siempre que no detonasen una bomba nuclear. Y, aunque esa posibilidad existía, parecía bastante remota.

Sin embargo, ¿qué otra opción quedaba?, se preguntaba Tawa. Aceptar que un pequeño contratiempo detuviera un proyecto no era propio de la humanidad. Incluso a él le había ocurrido. Y con consecuencias terribles. ¿No había perdido ya en una ocasión la vida en pos de un premio mucho menor? ¿No merecía el contacto con una civilización alienígena el riesgo de perder una, cuatro y muchas vidas? Aunque se tratase de vidas cuyos límites podían extenderse durante miles de años.

No, para él la apuesta estaba clara y se había ofrecido voluntario con toda alegría. Era su manera de mantenerse fiel a sí mismo, a ese yo antiguo de casi dos mil años, interesado en la exploración y la aventura.

¿Qué razones tenían los demás? El caso de Isara parecía no plantear problemas. Evidentemente, ella iba para observar. Pero ¿a quién? ¿A los saurios, con su extraña civilización, su permanente contacto con la naturaleza y, ahora, su aparente falta de deseo de comunicación con el exterior? ¿O al mismo Tawa, con su deseo de buscar una razón externa para vivir, un hombre que, en el fondo, parecía esperar que aquel contacto justificase su resurrección?

¿Iran y Rachel?

Él se manifestaba como un hombre alto y fuerte, un ejemplar perfecto de lo mejor de la humanidad de hacía mil años. En los tiempos actuales, claro, presentarse bajo esa apariencia carecía de misterio alguno y cualquiera podía hacerlo. Milagros de la nanotecnología. Parecía sentirse fascinando por las formas de comunicación y había estudiado con particular atención varias lenguas de los saurios. Quizá, pensaba Tawa, esperase tener una oportunidad de usar sus habilidades. Cualquiera de ellos podía expresarse, si lo deseaba, en alguna de las lenguas de los saurios pero, en el caso de Irán, ese conocimiento vendría del corazón y la comprensión. Quizá eso ayudase.

Rachel era una mujer pequeña y tímida, que rara vez compartía con Tawa y todos los demás más que unos saludos corteses. Se retraía fácilmente en su mundo interior, y en ocasiones parecía más una entidad algorítmica que una nanopersona. ¿Qué buscaba Rachel en el descenso? Se interesaba principalmente por la matemática, y era poco probable que, en un primer contacto, se viese enfrentada a nuevos teoremas y demostraciones, a una nueva concepción de los elementos y sus relaciones. ¿Se sentía acaso identificada con los saurios? Nadie lo sabía. No había dicho nada.

Antes de partir, se envió un nuevo mensaje al planeta anunciando el descenso, fijando coordenadas y una hora precisa. Ocurriría en una de las grandes ciudades del continente septentrional, no estaba claro si era la capital porque ese concepto no parecía existir en la cultura de los saurios. Decidir ese aspecto del descenso había implicado no pocas discusiones, pero lo cierto es que, por lo que se sabía, esa decisión podía ser tan acertada o errónea como cualquier otra.

Enviando el aviso se pretendía dar una última oportunidad para contestar al mensaje. Quizá, enfrentados ante la idea de una presencia real, los saurios reaccionasen y respondiesen definitivamente. No fue así. Se produjo la reacción habitual hasta ese momento, el mensaje fue retransmitido por todo el planeta, pero la callada siguió siendo la respuesta. Ni siquiera se observó actividad especial en la ciudad designada como punto de destino.

La situación parecía clara. Alguien se sintió obligado a decir
alea jacta est
cuando la nave partió.

Lo hizo de forma oculta, desde la zona en ese momento oscura del satélite. Pero, a partir de ese punto, cuando ya no había peligro de revelar la posición del asentamiento humano, la trayectoria se volvió deliberada y evidente. La idea era permitir que los saurios siguiesen sin problemas los movimientos de la nave para que supieran que, en efecto, los humanos llegaban y tenían intención de aterrizar.

Por más que se esforzaba en hacerlo, Tawa no se los imaginó gritando: «Llegan los humanos, llegan los humanos.» Era difícil imaginar algo parecido a un estallido de terror en esos saurios. No parecía una reacción muy probable y, en todo caso, sería un terror reptiliano tal vez muy ajeno al de un cerebro que había evolucionado como mamífero. Pero entonces, ¿qué sentían? En aquellos momentos, una nave de origen desconocido se acercaba a su planeta, ¿cómo era posible que no reaccionasen de alguna forma? ¿Qué hubiesen hecho, por ejemplo, los chimpancés ante la misma situación?

La nave tardó veinte horas en llegar hasta la órbita del planeta y allí ocupó una trayectoria estacionaria. Los tripulantes tenían la intención de dejarse ver primero, moviéndose muy despacio para que quedase claro que no abrigaban ninguna intención hostil. Formaban un blanco más que perfecto, aunque confiaban en que los sistemas de detección les advirtiesen con suficiente antelación.

—Nos están examinando —dijo Isara.

Las cuatro nanopersonas ocupaban el lugar central de la nave. Cada una había adoptado forma de cubo y se habían conectado a los sistemas automáticos al tiempo que mantenían un enlace común entre ellas.

—Es la primera reacción que manifiestan —comentó Irán.

La nave estaba siendo examinada con algo parecido al radar desde varios puntos diferentes del planeta. O había varias demarcaciones políticas que no habían podido identificar o los saurios pretendían verificar los datos a partir de la redundancia.

—¿Cuánto tiempo deberíamos mantenernos así? —preguntó Rachel.

—Un par de días del planeta serán más que suficientes —dijo Isara—. Queremos que nos vean con toda claridad, pero tampoco se trata de perder el tiempo. Además, ya tenemos confirmación de que nos han detectado y hemos anunciado una hora de llegada. No es conveniente cambiar lo establecido.

Pero seguía sin producirse ninguna reacción. La base lunar informaba de que la noticia se emitía por el planeta, pero nuevamente sin comentarios. Al menos, la nave había llamado su atención, aunque seguía sin haber respuesta.

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