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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (15 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Pasaron los dos días previstos e iniciaron el descenso.

La nave había sido diseñada para realizar un viaje de ida y vuelta. Cualquier nanopersona hubiese, con toda probabilidad, podido descender al planeta y sobrevivir. Pero las posibilidades de volver a salir remontando el pozo de gravedad eran mucho más reducidas. Una posibilidad era acumular algún gas ligero, hidrógerio o helio, en el interior mientras el cuerpo se transformaba lentamente en un globo. De esa forma, sería posible llegar a las capas más altas de la atmósfera y de ahí al espacio. Se había propuesto como procedimiento de emergencia, pero nadie había ejecutado nunca semejante maniobra. Nadie esperaba tener que hacerlo. Si todo iba bien, la nave les llevaría de vuelta al espacio.

El descenso no representó ningún problema. No se les acercó ninguna de las inexistentes naves aéreas de los saurios, ni encontraron complicación alguna. No hubo ataques de ningún tipo y desde la luna informaron que nada parecía moverse en los alrededores de la nave.

Tawa se preguntaba, una y otra vez, cómo podían esos saurios mostrar una falta de interés tan devastadora.

Ellos cuatro seguían el descenso desde el interior de la nave por medio de los dispositivos electrónicos. El continente septentrional ocupaba ya casi todo el campo de visión bajo la nave. Tawa distinguía con claridad la ciudad que tenían por destino, si el término «ciudad» podía aplicarse en este caso. Era más bien un conjunto de edificaciones que, casi por casualidad, hubiesen acabado juntas, como si en un vagar incesante hubieran acabado descansando, sin querer, en ese punto. Los saurios se mostraban individualistas incluso en una situación que era eminentemente social. Para los humanos resultaba de lo más evidente que, para una especie inteligente, congregarse en grandes núcleos de población tenía ciertas ventajas, como la posibilidad de compartir recursos y facilitar determinadas tareas. En el caso de los saurios, se creía que habían decidido hacerlo porque, paradójicamente, agruparse en ciudades también reducía el impacto ecológico de su presencia en el planeta.

Pero qué extraña resultaba aquella agrupación para seres que no eran más que primates superavanzados. Cualquier ciudad humana del mismo periodo tecnológico hubiese sido un monstruo artificial que se extendería sin control devorando la naturaleza que encontrase a su paso. Para casi cualquier otra especie, exceptuando perros y gatos, vivir cerca de una ciudad humana hubiese sido una odisea casi imposible. Pero no allí. Los saurios pasaban la primera parte de su existencia, según se creía sin inteligencia, en los entornos naturales del planeta. Luego, poco a poco, a medida que crecía su cerebro y su capacidad de relacionar conceptos, se acercaban a núcleos de población como aquél, dispuestos a ocupar su lugar en la civilización de los saurios.

¿Tenían los saurios un proceso de socialización mucho menor a favor de un mayor determinismo genético? Eran preguntas que todavía no tenían respuesta, y en parte se esperaba que el contacto sirviese para aclararlas. Era mucho lo que quedaba por saber y lo que podría aprenderse. La nave llegó a su destino.

XV
Preparativos

No sabía cómo se habían preparado los otros que habían salido al exterior durante un cambio de estación de Geria.

Ni tampoco estaba interesado en saberlo.

Estaba convencido de que no me hacía falta.

Si se lo preguntaba a Alex Santana, con seguridad sólo me diría vaguedades. Y bien pensado, las precauciones tomadas por los demás
se
habían demostrado inútiles. Nadie había vuelto.

Disponía de poco menos de un año. Cuando tomé la decisión de salir, hacía pocas semanas que se había declarado la estación del Estallido. La duración de las estaciones en Geria ha sido siempre aleatoria, pero ninguna ha durado menos de dos meses o más de seis. La anterior estación Muerta había durado cuatro meses
y
medio.

La costumbre, por cierto, es emplear la palabra «meses», aunque, evidentemente, son meses diferentes a los de la Tierra. En Geria, y en todas partes según tengo entendido, la semana es siempre de siete días. Es curiosa la fuerza del Génesis:
«Y
el séptimo día, descansó.» Por alguna razón desconocida, allá donde ha ido la humanidad, ha mantenido siempre la agrupación de siete días para formar una semana.

Pero los meses son otro asunto. Dependen de la órbita del planeta y de su posición relativa a la estrella que le proporciona energía. En cada planeta ocupado la situación es diferente.

En Geria tenemos los doce meses tradicionales, los del viejo calendario gregoriano, pero cada mes tiene prácticamente cinco semanas. El año de Geria tiene cuatrocientos tres días y medio, y a los primeros colonos les pareció que el calendario gregoriano podía adaptarse. Hay siete meses de treinta y cuatro días (los «largos» de siempre: enero, marzo, mayo, julio, agosto, octubre y diciembre), y los otros cinco meses tienen treinta y tres días. Cada dos años hay un día extra que no molesta a nadie; una fiesta más. Llevados quizá por cierto espíritu de contradicción, ese día extra no aparece en febrero, sino en junio. Cosas de los primeros colonos...

Yo contaba con que hasta la llegada de la estación Muerta disponía de un mínimo de siete u ocho meses. Pero no tenía la intención de agotar el plazo: pretendía estar preparado en cinco meses.

La preparación del material fue, supongo, igual a la que hubiese podido realizar cualquier otro. Yo no hubiese podido aportar ninguna novedad. Una tienda individual especial y reforzada con montaje automático, ropa aislante e impermeable, un casco ligero pero resistente, gafas de visión múltiple ajustables de diversas longitudes de onda, máscaras de respiración autónoma autorregulables, cables y extensores de todo tipo, linternas y bengalas, etc. Toda la parafernalia que es imaginable en una situación similar.

Sabía perfectamente que todo aquello no me aseguraba nada. No era garantía de que pudiese volver. Quería suponer que los que habían salido al exterior durante un cambio de estación, al menos en los últimos años, se habían podido equipar de forma parecida.

Y ninguno de ellos había vuelto.

Lo cual demostraba claramente que todo aquel equipo no servía para nada.

No, yo pensaba equiparme también de otra manera, con algo que el resto de los buscadores de gerios, estaba seguro de ello, no estaba en condiciones ni siquiera de imaginar. Yo pensaba equipar mi cuerpo con lo mejor que la nanotecnología, mi especialidad, pudiese ofrecerme. E incluso con algunos añadido propios. No soy un inútil y tengo algo de ingenio práctico para esas cosas.

Mi trabajo principal, ya lo he comentado, era la supervisión del sistema de soporte vital de la colonia.

El soporte vital es una de esas cosas de las que nadie se preocupa hasta que falla. Mientras los grifos arrojen agua potable, el aire se renueve
y
la comida tenga buen sabor, a nadie le importa nada el soporte vital. Pero a poco que el agua adopte cierto regusto metálico, el aire parezca ligeramente más cargado o la comida ya no tenga el color correcto, todos en la colonia, en cualquier colonia, empiezan a protestar y a quejarse.

Son siempre esas pequeñas cosas, a las que uno se ha ido acostumbrando con el uso continuo, las que nunca percibimos pero echamos a faltar en cuanto desaparecen.

A nadie importaba que estuviésemos escasos de personal, que la plantilla tuviese poca experiencia o que el material fuese antiguo; el hecho ineludible es que el presupuesto siempre se quedaba corto. En todo caso, la realidad es que el soporte vital, fuese como fuere, debía siempre ser perfecto.

Y en la colonia de Geria, mi trabajo era precisamente ése: garantizar que el sistema de soporte vital siempre estuviese a punto. Y, lo más interesante y estimulante, arreglar lo que pudiese ir mal.

Por suerte, casi todo el sistema de soporte vital era nanotecnológico y la mayor parte de las tareas de control podían realizarse desde un monitor. Si la urdimbre entre los mundos hubiese sido lo suficientemente buena y el ancho de banda el suficiente, las operaciones de control hubiesen podido hacerse incluso desde otro planeta. Por suerte para mí, no había suficiente ancho de banda para formar una imagen del sistema en tiempo real, y menos aún para hacer circular las complicadas instrucciones que permitían modificar, en caso necesario, las nanomáquinas.

Además, en aquellos días, el coste de una comunicación por medio de la urdimbre era tan alto que sólo los militares, que parecen no pagar nunca, o las grandes empresas podían permitírselo. Como ya he dicho, una suerte para mí. Bien mirado, mi trabajo dependía del hecho de que era demasiado caro contratar incluso a un técnico de segunda un par de horas a la semana para hacer la vigilancia del sistema a distancia. Excesivo coste de las comunicaciones. Hacía falta alguien
in situ.
Y ése era mi trabajo.

Era un buen trabajo. Los automatismos me dejaban tiempo libre para explorar otros campos y estudiar nuevas técnicas y aplicaciones de la nanotecnología, que era el objeto de mi particular devoción. Y lo seguía siendo, curiosamente, incluso después de haber terminado los estudios de ingeniería nanotecnológica que me habían proporcionado aquel trabajo ya hacía unos años.

La verdad es que había pocos casos de error o mal funcionamiento. Ya en aquellos días disponíamos de sistemas muy fiables y la mayor parte del trabajo era rutinario. Lo que para mí era una lástima, porque prefería que, de vez en cuando, se presentase un problema. Entonces era cuando el trabajo se volvía realmente interesante y emocionante, una oportunidad de aplicar creatividad en lugar de rutina.

Un ejemplo. Se detecta un problema en la cadena de tratamiento de las aguas residuales. El proceso habitual es muy simple. Las aguas contaminadas pasan por una serie de depósitos donde un conjunto de pequeñas nanomáquinas las depuran, normalmente de manera selectiva aunque no siempre escalonada.

Las nanomáquinas tienen el tamaño de unos pocos átomos y como pequeños submarinos van navegando por el agua a la caza de moléculas nocivas. Hay muchas moléculas distintas que eliminar, y por esa razón existe todo un ejército de nanomáquinas, cada una con su función específica. En la mayoría de los casos, el submódulo de navegación es una pieza estándar que puede reutilizarse y que puede encontrarse en cualquier librería nanotecnológica.

Lo importante en realidad son los brazos.

Cada nanomáquína tiene una especie de brazos (no son tales, claro, y tampoco tienen esa forma, pero los llamamos así por costumbre) en la parte delantera. Esos brazos reconocen la molécula no deseada y, cuando la encuentran, se agarran a ella y poco a poco la van desmontando átomo a átomo hasta reconvertirla en materiales inofensivos: agua, oxígeno y, en ocasiones, trazas de otras sustancias que quedan en disolución como metales o gases ya no peligrosos.

Así, el líquido pasa a convertirse en una mezcla de materiales donde ya no hay productos nocivos. Si es preciso, haciendo uso de filtros nanotecnoíógicos, es posible recuperar también ciertos elementos, metales o gases, que puedan resultar valiosos. El agua queda así reciclada y puede ser usada de nuevo.

A las nanomáquinas se les dan instrucciones con ondas de presión. Cada tipo de nanomáquina responde a una presión distinta y así es posible incluso reprogramarlas.

Hasta ahora, lo que he contado es rutina, casi completamente automático. La situación interesante se produce cuando el agua trae alguna sustancia que las nanomáquinas disponibles no pueden tratar. En ese punto me toca intervenir a mí. Me pongo los guantes y las gafas de realidad virtual y examino la molécula invasora como si yo mismo fuese una nanomáquina más. Mi misión es diseñar un nuevo conjunto de brazos adaptados a la nueva molécula. Con ese fin, agarro la molécula, en realidad virtual, la hago girar, la examino desde todos los ángulos posibles y busco el mejor diseño para unos brazos que deben sujetar la molécula sólidamente y, por tanto, deben tener la valencia adecuada. También es preciso descubrir el número mínimo de pasos para desmontar la molécula en cuestión hasta dejaría únicamente en los elementos más simples y aceptables.

Una vez terminada la parte de diseño, grabo la secuencia de realidad virtual y la paso a un intérprete, que transforma el movimiento de mis brazos a lenguaje nanoMML
(nanoMachine Modelling Language
, el lenguaje que se usa para describir las nanomáquinas).

Luego hay que leer el programa, hacer algunas correcciones menores y añadir los comentarios que sean precisos. A continuación se crea la nanomáquina, pasando el código por el compilador, y se comprueba con un par de simulaciones. Si todo sale bien y no genera demasiado calor, autorizo su fabricación definitiva en un sistema eutáctico. Trabajo terminado.

Todo el proceso, si no hay sorpresas, puede llevarme entre tres o cuatro horas. En otras ocasiones, es preciso reparar o diseñar nanomáquinas médicas, con sus particulares exigencias de temperatura y disipación de calor. Se emplean en pacientes que padecen alguna patología concreta y, en ese caso, trabajo conjuntamente con los médicos que tratan a esos enfermos, aunque ellos no sepan nada de nanotecnología.

Con la cantidad de habitantes de la colonia y los años que llevaba ejerciendo ese trabajo, no peco de orgullo al decir que había acabado siendo un buen experto.

Es más: en aquel momento yo era el experto con mayores conocimientos de nanotecnología de todo Geria. De las cuatro estaciones de soporte vital del planeta, la nuestra era la única en la que llevaba a cabo la función de soporte e implementación de nanomáquinas. Exactamente mi trabajo.

Antes de preparar mí cuerpo, estudié a fondo todo el material nanotecnológico de que disponía, desde los diseños estándar a los realizados a medida. Había muchas cosas que podían serme útiles: depuradores, potenciadores, sistemas integrados autorreplicables,
y
un largo etcétera.

Escogí una buena selección y realicé algunas modificaciones personales. Incorporé algunas propuestas que se remontaban a los orígenes de la nanotecnología en el siglo XX, cuando era sólo una loca teoría propuesta por un tal Drexler. Construí incluso un nanoordenador. Disponía de muchos más de los diez mil elementos de lógica que había propuesto Drexler,
y
ocupaba un volumen mucho más reducido: era un cubo no demasiado regular de menos de cien nanómetros de arista. Es decir, tenía un ordenador tan pequeño que podía circular sin problemas, como el resto de las nanomáquinas, en mi flujo sanguíneo.

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