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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (13 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Sólo en casos especiales, como el contacto con los saurios, se producía algo similar a un consenso pero, incluso en ese caso, se trataba más de una actuación del sistema solar que de la humanidad como un todo único. Aunque, paulatinamente, el sistema solar, aunque conservaba un cierto peso histórico, perdía importancia numérica con rapidez. Así de acelerada era la expansión.

Y era mejor así.

La diversidad era más importante que cualquier sueño de control. Porque la diversidad y la expansión garantizaban la supervivencia. Si la humanidad o aquello en que se había convertido ocupaba muchos lugares, si se introducía en muchos nichos galácticos, ninguna catástrofe podría destruirla por completo. Sí, alguna comunidad concreta podría desaparecer, pero el ritmo de creación de nuevas comunidades casi garantizaba que se recrearía en algún momento. Sería como perder una célula del cuerpo. Éste sufriría, quizá, pero sobreviviría.

Y, en ese vasto contexto galáctico, Tawa se comunicaba con Jabru.

El diálogo era entrecortado y largo, formado por dilatados silencios y pausas. Las comunicaciones humanas habían revertido a un estadio similar al epistolar antes de la invención de los sellos. Se enviaban mensajes, y éstos acababan llegando a su destino, pero no siempre con todas las garantías. Además, el destinatario podía no encontrarse ya en el lugar de destino y la red de comunicaciones debía buscarlo. Por otra parte, entre el mensaje original y la respuesta podía pasar mucho tiempo. No había prisa, porque la eternidad era el destino por derecho de todo humano.

La urdimbre seguía siendo el sistema básico de comunicación de la humanidad. Allí donde había humanos, por extraños que fuesen, podía haber un nodo de comunicación por agujeros de gusano. La información fluía así, de punto a punto, saltándose en apariencia el límite relativista, aunque en realidad lo obedecía fielmente.

En general, Jabru hablaba a Tawa de nuevos avances y descubrimientos. A Tawa le resultaba difícil hacerse una imagen de la situación. Le costaba reconciliar la imagen de una civilización galáctica con la idea de un sistema solar grande, extraño y habitado por muchos pueblos. La multiplicidad de horizontes intelectuales le era difícil de comprender.

«No es tan complicado —le había dicho Jabru en una ocasión—. En realidad, no es más que relatividad. La situación social en la que nos encontramos no es más que una consecuencia simple de las limitaciones relativistas. Imagina un punto que se mueve a una velocidad cercana a la de la luz. Sólo algunos acontecimientos del pasado afectan a ese punto y ese punto sólo puede afectar a algunos acontecimientos del futuro. Cada cultura humana define su cono de luz.»

Pero ese proceso no tenía fin, objetaba Tawa. Un Big Bang intelectual podía producirse en cualquier momento en cualquier comunidad, de repente, inesperado.

«Exacto. Pero así funciona el universo.»

Y entonces Jabru le había hablado del Racimo.

«El universo no es único. En realidad, pertenece a un grupo local de universos, todos originandos de un universo común anterior —le dijo—. Por algún mecanismo, quizá por un cambio de fase o por una contracción súbita, un universo puede generar otro espacio-tiempo. Digamos, un espacio-tiempo hijo. Ese espacio-tiempo, puede a su vez generar otro espacio-tiempo, y así sucesivamente. Si un universo produce varios espacio-tiempos hijos, éstos pueden concentrarse en un conjunto local, lo que llamamos un racimo.»

Entonces, ¿qué había sido el Big Bang?

«El Big Bang, este Big Bang, no fue más que la creación de nuestro universo particular, hace 15.000 millones de años. Pero nuestro universo no es más que uno entre muchos, y uno particularmente reciente.

»En realidad, vivimos en un espacio aún mayor que por lo que podemos saber, ha existido por siempre. No se conocen todavía las posibilidades, ni las causas que generan nuevos universos, pero están ahí. Es posible que nuestro propio universo cree sus propios universos hijos algún día, o que ya lo haya hecho.»

A Tawa la imagen se le hacía fascinante. Un universo que había existido por siempre, recreándose continuamente, produciendo universos. ¿En qué vivían?

«Vivimos en un multiverso, un conglomerado de universos —le había explicado Jabru—. Algún día quizá podamos viajar a ellos. Por el momento, las consecuencias son asombrosas. La reproducción de universos implica una cierta inmortalidad. Incluso cuando mueran las estrellas y se desintegren los protones, y los últimos agujeros negros se hayan evaporado, quedará esa posibilidad.»

Tawa planteaba preguntas y objeciones a lo que era la imagen de Jabru, un núcleo limitado de su personalidad y conocimientos. Si la réplica podía contestar a una pregunta, lo hacía. Si no conocía la respuesta, la remitía al Jabru original, y luego era preciso esperar pacientemente. En el curso de una de esas discusiones llegaron a la apoteosis.

«Se ha propuesto en varias ocasiones de varias formas diferentes-dijo Jabru—. En general, implica un proceso por el cual la humanidad se combina en un todo único, formando una entidad que supera cualquier nivel de complejidad y que escapa a cualquier definición humana: el punto Omega. En ocasiones, la génesis de tal entidad parece requerir circunstancias físicas concretas, como la contracción del universo, que sabemos que no van a producirse. En general se afirma que la noosfera espiritual humana bastará para producir tal entidad en algún momento del futuro. Muchos pensadores identifican tal unidad con Dios, otros pretenden ser más agnósticos y hablan de una mente universal.»

«¿Lo crees tú?», preguntó Tawa.

«Es muy poco probable que llegue a suceder —fue la repuesta—. El ritmo de expansión de la humanidad la ha convertido en un conjunto de regiones casi inconexas. No hay mucho que se pueda hacer por volver a reunir las piezas, ni tampoco está claro que fuese deseable, aunque pudiera hacerse. Por otra parte, casi todas las formulaciones del punto Omega exigen la disolución de la individualidad en el todo. Y bien pensado, no me apetece demasiado.»

Quizá fue ironía, quizá fue el destino, pero aquél fue su último mensaje directo. Quedaban diversas réplicas de Jabru, pero ninguna de ellas de suficiente complejidad como para recrear su mente.

En una sociedad de casi inmortales, los accidentes capaces de matar eran muy raros, pero no por ello inexistentes. Algunos, los más atrevidos, guardaban copias de sí mismos para que fuesen activadas en caso de muerte. Pero, en general, se consideraba que tales copias eran individuos humanos por derecho propio y la opción normal y más congruente con la ética era activarlas inmediatamente. La copia era mucho más una forma de reproducción que de preservación.

Jabru había decidido pasar un tiempo en la Ciudad de las Almas Perdidas y un pequeño fallo en su órbita, algo sin importancia en otras circunstancias, había precipitado su cuerpo al interior del agujero negro.

XIII
Decisión y revelación

Si he de decir la verdad, todavía no sé cómo ocurrió.

Sinceramente, nada de lo que encontré en mis estudios de los gerios y la desprestigiada religión de los buscadores podía justificarlo. Más bien al contrario. Pero quizá no fue la religión de los buscadores lo que acabó decidiéndome... o quizá sí. No lo sé, y dudo que lo llegue a saber nunca.

Lo cierto es que, muy a mi pesar, poco a poco fue arraigando en mí la idea de salir. Supongo que deseaba comprobar en persona todo aquel disparate de datos y esperanzas imposibles que no acababa de cuadrar, locuras sin otro límite que la muerte. Sentía que sólo haciéndolo personalmente podría librarme de todo, liberarme al fin de las cadenas que me ataban a su recuerdo.

No estaba loco, lo sé. Aunque también sé que mi decisión no es la que uno esperaría de un hombre cuerdo.

No, no era la esperanza religiosa lo que me impulsaba a salir. Había otra explicación lo suficientemente poderosa como para aceptar la muerte.

Desde el principio, la religión de los buscadores me pareció algo ridículo. Una religión requiere algo más que lógica para ser abrazada y, a la luz de la razón, todas resultan bastante absurdas. Nunca he tenido fe para creer en nada. Me parecía, como me parecen todas, un artificio incomprensible, una ridícula construcción que nada significa.

Por otra parte, ser ridiculizada desde el principio había impedido a la fe de los buscadores alcanzar el grado de convicción que otras creencias obtienen con el paso del tiempo. Ya había presenciado una de esas maniobras de desprestigio y eso me daba que pensar.

Después de algunas conversaciones con Alex Santana, si bien no llegué a creer en los postulados de la fe, sí empecé a tener la convicción de que algunas de sus interpretaciones, lejos de lo que declaraban los arqueólogos, podrían tener algo de cierto.

Después de tanto ridículo y desprestigio, ¿quién tenía datos suficientes para ser justo con respecto a la religión de los buscadores? ¿Se habían perdido fragmentos de verdad, pequeños sin duda, frente al deseo de las autoridades de acabar con la fe? ¿Había sufrido la verdad al verse mezclada con una religión?

Pero si en aquel momento nadie podía contestar con objetividad a esas preguntas, ¿cómo había decidido ella qué grado de verdad asignar? ¿O acaso había tenido alguna información de la que yo carecía? Al final, todo volvía a ella, en una combinación de amor y egoísmo, una curiosa aleación de cobardía y autoestima, de temor a aceptar que hubiese estado efectivamente loca y una absurda voluntad por demostrar que mi punto de vista sobre ella era el correcto.

Supongo que quedaría muy bien si declarase que exclusivamente me movía el amor y el deseo de encontrarla y salvarla. Sería una cómoda ficción. Sin embargo, tengo demasiados años para mentirme de una manera tan absurda.

Ella había creído en la fábula de los gerios tanto como para salir al exterior durante un cambio de estación,
y
yo había creído tanto en ella como para desear que compartiéramos la vida. Por tanto, mi dilema sólo tenía una respuesta. No podía olvidarla sin olvidarme a mí mismo.

Quizá por el remordimiento de no haberle impedido salir. Quizá por el remordimiento de no haber aprovechado los últimos días que pasamos juntos. Quizá por la soledad.

No importa.

Tomé la decisión.

Incluso hoy, sabiendo lo que sé, me parece increíble que lo hiciese.

Si ella había partido durante el cambio hacia la estación Muerta, yo debía hacer lo mismo. Eso me dejaba ya menos de un año para prepararme. Y pensaba prepararme bien. Si estaba loco, en mi locura había mucho de razón.

Pasase lo que pasase, yo quería hacer lo posible por volver.

Recuerdo una de las conversaciones con Alex Santana, una de las muchas que mantuvimos, no todas agradables. Era muy posiblemente el único que podría decirme cómo y por qué ella había salido.

Ni que decir tiene que pronto me convencí de que Santana no era ni de lejos el imbécil que había creído ver aquella noche ante su absurdo desempeño ante ese tal Dupont. Incluso llegué a creer que había aceptado voluntariamente caer en la trampa que le habían tendido en aquel programa de noticias y que, por alguna razón que se me escapaba, había querido que Dupont lo ridiculizase.

Santana era más listo de lo que parecía. Conocía a la gente y sabía cómo manejarla. Pero no me parecía una persona de fiar, ni siquiera me lo parece ahora, cuando sé bastante más sobre él y sobre lo que quería conseguir.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Cuando pude considerarme casi un experto en la religión de los buscadores, fui a ver a Alex Santana. Era un paso casi inevitable.

Nuestra primera conversación fue muy tensa. Mis intenciones quedaron claras de inmediato; no sé disimular. Santana adivinó lo que quería.

A ella, me dijo, la conocía desde hacía un par de años. Eso no era una novedad para mí. Ella y
yo
habíamos hablado del asunto y sabía que había sido díscípula de Santana.

Santana sabía que ella había salido durante un cambio de estación. También conocía a los que habían partido con ella. Incluso sabía cuándo y cómo lo habían hecho. Además, comprendía mi estado de ánimo y mi inquietud.

Evidentemente, yo no era el primero que me dirigía a él con un problema similar.

El primer día, no lo pude evitar, me sacó de quicio la tranquilidad con que Santana lo aceptaba todo. Comprobar que sabía que ella ya no regresaría. Sabía con total certeza que salir durante un cambio de estación era emprender un viaje sin retorno.

Y, a pesar de todo, animaba a la gente a hacerlo.

Esa primera vez le reproché que siguiese alentando a gente como ella y a otros buscadores de gerios a salir al exterior durante los cambios de estación, mientras que él siempre se quedaba. Capitán araña que nunca se pone en peligro y no sufre al poner en peligro a los demás. El muy caradura quiso hacerme creer que era su forma de sacrificarse por los demás. Él no salía, decía, para que pudiesen hacerlo los demás. Afirmaba también que era su vocación, su misión en la vida.

Ya lo he dicho: fue una conversación tensa que casi termina en violencia. Quizá no podía ser de otra forma.

Pero con el tiempo, inevitablemente, fui recuperando la calma. Me convencí de que no me quedaba más remedio que volver a hablar con Santana, de que él era el único que podía informarme sobre lo que más me interesaba. Estaba condenado a entenderme con él.

Como ya he dicho, mantuvimos otras muchas conversaciones y poco a poco aprendía a comprenderle o, al menos, así lo creí. Tal vez un tipo como yo jamás pueda llegar a comprender del todo a una persona como Alex Santana. Tenemos cerebros que funcionan de formas completamente divergentes.

Y a pesar de todo, recuerdo el día en que después de haber mantenido muchas conversaciones, hablamos de aquel ridículo minidebate con Dupont, de aquella encerrona.

—Pero —le dije yo— si tenía una interpretación de los textos, tenía que haberla hecho pública. Al no hacerlo, quedó como un imbécil en manos de Dupont.

Se movió en su asiento y dijo:

—No había ninguna interpretación nueva.

Supongo que manifesté sorpresa y no pude sino responder:

—Pero usted mismo di]o...

Me interrumpió agitando la mano mientras movía la cabeza.

—Tonterías. Dupont tenía razón. Es más que posible que se trate de simples motivos ornamentales. No hay forma de saberlo.

—¿Entonces? —pregunté incrédulo. No podía comprender la motivación de aquella artimaña—. ¿Qué sentido tenía todo aquello?

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