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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero
Tags: #Col. Nova nº 142
Además, los materiales surgidos durante el malpaís eran excepcionalmente estables. Nunca se había detectado la más mínima degradación. La única excepción era su misteriosa desaparición en el paso de la estación Muerta a la del Estallido.
No había forma de estimar la antigüedad de los restos.
La idea comunmente aceptada era que se trataba de construcciones con miles de años de antigüedad. Los arqueólogos se basaban en el deplorable estado de las supuestas construcciones realizadas con la piedra del malpaís. Si se hallaban tan deterioradas, decían, debían de proceder de muchos, muchísimos años atrás.
Pero, según llegué a averiguar, la hipótesis que cifraba la edad de los restos en miles de años no era más que eso, una simple hipótesis. Podrían tener tanto cien como un millón de años de antigüedad. En pocas palabras: no había forma de saberlo con certeza. En Geria no.
Con el atrevimiento de los novatos, empecé a pensar que era muy raro el hecho mismo de la simple existencia de esas ruinas. Nadie parecía haber reparado en ello o, cuando menos, nadie lo había dejado por escrito, pero me parecía muy extraño que, en un mundo como Geria, las ruinas no se hubiesen limitado a desaparecer como desaparecía todo.
Si cada año las tormentas deshacían todo lo que se encontraba en la superficie, ¿cómo podía haber allí construcciones que perdurasen? Tal vez se tratara de construcciones que siempre habían sido subterráneas, al fin y al cabo, las edificaciones humanas en Geria siempre habían sido subterráneas. Pero, si esas construcciones de los gerios habían sido subterráneas, ¿cómo se habían deteriorado si los brutales fenómenos meteorológicos de la superficie no podían alcanzarlas?
Me dejé llevar por fantasiosas elucubraciones. Pensé que quizá las estaciones de Geria no se habían producido siempre. Quizá, supuse, había habido una época del planeta sin esos fenómenos, fenómenos que por alguna razón desconocida se habían desencadenado después de que se alzasen aquellas edificaciones. Pero ¿cómo podía surgir un fenómeno tan extremo como el de las estaciones de Geria? ¿Cuál podía haber sido la causa?
Y si las estaciones de Geria eran, desde el origen del planeta, un fenómeno natural, ¿cómo podían existir esas ruinas en realidad tan poco deterioradas ante lo inclemente de los cambios de estación?
De esa forma, las ruinas se convertían en un misterio al mismo nivel que las estaciones. Un misterio absurdo e inútil. Los hechos eran incontrovertibles. Simplemente, ruinas y estaciones estaban ahí. Misteriosas pero existentes.
No era de extrañar que, a partir de un misterio como ése, se hubiera desencadenado la especulación más salvaje. Parece como si los humanos nos resistiéramos a no entender las cosas y, cuando carecemos de una explicación, simplemente la inventamos para poder tranquilizarnos. Aunque esa explicación sea mentira. Tal vez sobre todo si es mentira. Siempre he pensado que ése era el origen de todas las religiones, y en esos momentos asumía que ése era el origen de la religión de los buscadores en Geria.
Como era de esperar, un loco ató todos los cabos con la típica explicación religiosa que pretende explicarlo todo sin explicar realmente nada.
Si había ruinas, elucubró, debía de haber ocupantes: los gerios. Por tanto, sin mayor comprobación, los primeros buscadores postularon la existencia de una civilización antigua que ocupara Geria desde muchos años atrás. Después, los habitantes del planeta, por una razón que nadie conocía, habían partido. Pero el salto mortal en el proceso lógico se producía al asumir que algunos de esos gerios habían permanecido en el planeta, y aguardaban ansiosos a los creyentes que se atreviesen a salir al exterior durante un cambio de estación. Un momento muy conveniente, al estar sacudido el planeta por las fuerzas naturales más potentes que la humanidad había conocido y que, muy convenientemente, eliminaban todo rastro—
No estaba mal. La humanidad ha inventado historias peores ayudada por misterios y revelaciones aún más increíbles. Después de todo, al menos en el caso de Geria, no parecía verse involucrada ninguna entidad sobrenatural. La desaparición de los gerios y su fantasmal persistencia no alcanzaba el nivel de los poderes de Zeus o el misterio de la transubstanciación del pan y el vino en el cuerpo de Cristo. Evidentemente, a los humanos nos gusta creer en aquello que no podemos comprobar.
Bien, en realidad, no a todos los humanos. Yo mismo he sido siempre bastante refractario a las explicaciones religiosas del mundo. Nunca me han hecho falta para vivir.
Pero ella había creído.
Creído hasta el punto del sacrificio.
Nuestras posiciones siempre habían coincidido en asuntos similares, y se me hacía extraño pensar que, justo en ese punto, pudiésemos divergir tanto. Todavía me acuerdo de esa extraña frase que me dijo el último día que la vi: «Ninguna religión es estúpida.» Por venir de ella, ésa era una afirmación más bien extraña. Era evidente que, en los meses anteriores a su salida, algo había cambiado.
¿Debía aceptar como prueba, en contra de toda razón, ese comportamiento anómalo, o acaso debía considerar que era producto de algún trastorno mental? No tenía forma de saberlo, ni tampoco sabía dilucidar cómo podría servirme de guía.
Ella había creído firmemente que había algo de cierto en las creencias de los buscadores de Geria. En ocasiones habíamos empezado a discutir a fondo esa posibilidad, pero pronto aprendió a dejarlo correr ante mi incredulidad irreductible.
Ojalá entonces hubiese sido capaz de mostrar mayor cautela, de permitir que hablara para ver hasta dónde quería llegar, qué era lo que finalmente la había convencido.
Por desgracia, ahora no lograba encontrar nada que me convenciese a mí como se había convencido ella. La cháchara de los buscadores era absurda. Como absurdo había sido su comportamiento al salir al exterior durante un cambio de estación. En cualquier caso, lo cierto era que las creencias de los buscadores se habían mantenido siempre dentro de un grupo reducido, locos y fanáticos que no tenían nada mejor que hacer. Se limitaban a realizar una labor de proselitismo tranquilo, sin buscar realmente ampliar su número. Sólo que se atrevían a salir al exterior durante un cambio de estación.
Era su forma de buscar la comunión con lo inefable, con los fantasmas de los gerios que, según creían, les llevarían a un paraíso inimaginable.
Tal
vez
llegaron al paraíso, pero lo cierto es que ninguno de ellos volvió para traer la buena noticia.
Descubrí que, en los inicios de la colonia, se había barajado la posibilidad de prohibir la religión de los buscadores. A juicio de las autoridades de la colonia, salir al exterior durante un cambio de estación, hubiera o no fantasmas de gerios, era una forma segura de morir. El problema en aquella época era real, porque transportar un colono hasta Geria no era barato y tampoco parecía deseable que se suicidase nada más llegar.
Pero los administradores sabían bien que prohibir una religión es la mejor forma de propagarla. La historia de la humanidad cuenta con muchos ejemplos de ello.
Muy pronto se inició una campaña para ridiculizar la fe de los buscadores de gerios, sin llegar a prohibirla.
Y lo lograron. En los días sobre los que escribo, los seguidores de la religión de Geria eran el hazmerreír de todos y prácticamente no existían. Se daba por supuesto que ya nadie intentaba salir al exterior durante un cambio de estación.
Aunque ella lo hubiera hecho. Por eso, a pesar de todo lo que había descubierto en mis recientes estudios, no me era tan fácil desestimar aquellas creencias. Ella las había compartido, y mi peculiar concepción de la lealtad me obligaba a descubrir lo que pudiesen tener de verdad. Se lo debía.
¿Se lo debía? Sí, porque la quería. Era así de simple. Hacemos muchas tonterías por amor, y honrar el recuerdo del ser amado no es la mayor de ellas. No podía limitarme a pensar que se había vuelto loca, que un trastorno o una mala influencia la había apartado del futuro que habíamos planificado para ambos. No, no me era posible creer en tal fragilidad. Toda aquella locura debía tener su razón. Y estaba dispuesto a descubrirla, aunque no supiera dónde ni cómo hacerlo.
Por más que examinaba textos, consultaba a creyentes, o investigaba lo que se sabía de las ruinas de Geria, no conseguía dar con nada que tuviese la fuerza suficiente como para que una persona cuerda se atreviera a salir al exterior durante un cambio de estación de Geria. Era una muerte cierta.
En mi desesperación, llegué a pensar que, simplemente, yo no estaba hecho del material de los creyentes. Que los hombres y mujeres capaces de dar su vida por un ideal estaban hechos de una pasta especial y que yo, claramente, no era uno de ellos. Sin embargo, creía conocerla a ella.
Y en mi corazón, a cada día que pasaba, aumentaba la certeza de que jamás volvería a verla.
Tawa conservaba el contacto con Jabru.
Le parecía natural. Había sido la primera persona que había visto al resucitar, el que le había presentado el nuevo mundo en el que habría de vivir y quien le había introducido en los misterios del nuevo cuerpo nanotecnológico. Primero había sido un guía atento y amable, luego se había convenido en mentor y profesor, para transformar al final esa relación en amistad.
Una amistad extraña y difícil, como correspondía a los tiempos.
Hacía mucho que se había alcanzado la singularidad que había sido teorizada desde finales del siglo XX, el punto a partir del cual era imposible predecir el progreso de la humanidad y el futuro divergía definitivamente del pasado. El futuro llegaba con tal rapidez que, prácticamente, se había perdido la posibilidad de vivir en el presente.
Sólo algunos lo habían intuido, pero nadie había podido predecir sus consecuencias. Después de todo, ése es el sentido físico de una singularidad: un punto en el que se rompen los modelos predictivos, las teorías fallan y es preciso buscar nuevas hipótesis.
Si es posible, claro.
Y si no lo es, sólo resta aguardar con tranquilidad el momento siguiente y ver qué ocurre.
Había tardado más de lo esperado. Se suponía que la singularidad se produciría en algún momento del siglo XXI, cuando el volumen de conocimientos humanos se expandiese tal vez más rápido que la cultura, y apareciesen las primeras inteligencias superiores a la humana. Esas inteligencias producirían a su vez nuevas inteligencias aún superiores, que a su vez producirían nuevas inteligencias incluso superiores... en una iteración sin fin hasta alcanzar la inteligencia suprema, un intelecto tan vasto que contendría el universo.
Llegado ese punto, el progreso sería tan rápido que la humanidad, o aquello en que se hubiera convertido, podría recorrer el equivalente a milenios en la obtención de conocimientos en unas horas, y el auge y caída de civilizaciones enteras llevaría pocos segundos. Para ser más exactos, lo que quedase de la humanidad, los hijos mecano-algorítmico-cuánticos del ser humano, herederos intelectuales —aunque no físicos— se expandirían a la velocidad de la luz por la galaxia y dominarían el universo en un parpadeo.
Y algún día, manipularían el espacio y el tiempo para recrear el mundo.
Al menos así era el sueño.
Y efectivamente, la singularidad llegó.
Llegó, eso sí, mucho más tarde de lo esperado, entre otras cosas, porque crear inteligencias artificiales no era una tarea tan fácil como se había creído. El cerebro humano había resultado ser un dispositivo mucho más complejo de lo imaginado. Después de todo, la evolución había contado con millones de años para perfeccionarlo y ponerlo a prueba. Descubrir sus secretos y sus modos de operación fue una larga y ardua tarea. Se consiguieron éxitos, sí, al principio en el campo puramente algorítmico y luego, una vez que se pudieron estabilizar y usar de forma rutinaria, con las posibilidades que abrían los nuevos ordenadores cuánticos y moleculares.
Nacieron las primeras inteligencias artificiales.
No eran mucho más inteligentes que un ser humano. Muy rápidas, sí, pero no mucho más inteligentes. Para ellas también era difícil crear inteligencias aún más inteligentes, por lo que la curva de crecimiento exponencial que se había predicho resultó más bien una curva logarítmica. Parecía haber un límite a la inteligencia que podía alcanzarse con los métodos empleados por la humanidad. Y nadie, ni siquiera las inteligencias artificiales, sabían cómo superarlo.
Aun así, la singularidad llegó.
Y como cabía suponer, fue completamente impredecíble.
A pesar de su nombre, la singularidad no había implicado un retraimiento de la humanidad sobre sí misma, ni la muerte del ser humano como tal. Todo lo contrario. La humanidad había estallado en un Big Bang intelectual que la había desmembrado y renovado más allá de lo imaginable. El ser humano había dejado de ser uno para transformarse y recrearse en una multiplicidad. Realmente, hablar de humanidad era una cómoda ficción, una forma rápida de referirse a un conjunto amplio y complejo; en realidad, existían cientos o miles de especies
homo sapiens sapiens.
Por fin el ser humano parecía haber alcanzado su destino.
Allí donde había un grupo humano, las posibilidades de cambio eran tantas que ese grupo podía iniciar su propia y peculiar evolución, separándose virtualmente del resto de la humanidad. De pronto, un conjunto de veinte o treinta individuos podían inventar una cultura donde no la había habido, iniciar su propia carrera hacia el progreso. Y la expansión se iniciaba de repente, entretejiéndose o no con la comunidad humana, creando su propio espacio y tiempo a medida que se expandía. Cada comunidad iniciaba su propio estallido. La frontera de esa cultura formaba su propio horizonte intelectual, que era difícil de superar y que, a efectos prácticos, la alejaba de todo lo demás.
Ahora, los grupos se contaban por miles de millones y cada uno tenía su propia dinámica y velocidad de cambio intelectual. Era ya imposible hablar de un único nivel de progreso de la humanidad, porque nada ni nadie podía conocer todo lo que sucedía. Las fronteras eran imprecisas y si bien no avanzaban a la velocidad de la luz, poco faltaba. La información podía todavía viajar entre los asentamientos humanos, porque podía moverse a la velocidad de la luz, pero en la práctica sólo se trasmitía la información más importante: algún descubrimiento concreto o datos de importancia.
Lo que por un tiempo pareció que iba acabar siendo uniforme, se había enriquecido. Ya no existía una única civilización humana, sino un número inmenso de civilizaciones, cada una tan rica y extraña como la siguiente. Ya no quedaba ninguna fantasía de un lugar central para la humanidad, de un núcleo que la contuviese y tomase todas las decisiones. La humanidad era demasiado vasta para tener un centro.