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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (4 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Si Jabru decía la verdad, ahora ya no era un ser humano frágil y vulnerable. Su cuerpo, si en efecto hacía todo lo que se afirmaba de él, podría sobrevivir al espacio. Sin saber cómo, sin querer creer en ese absurdo que Jabru pregonaba, lo percibía en cada ¿célula? de su cuerpo. No se sentía inclinado a creer a jabru, pero se veía obligado a percibir la confiada seguridad que emanaba de su cuerpo.

Estar en el espacio, incluso sin traje protector, ahora le parecía posible. Podía repetirlo en cualquier momento.

Pero ¿por qué iba a hacerlo?

¿Qué razón le quedaba para hacer nada? ¿Cuál podría ser su lugar en una sociedad tan lejana y ajena a la suya? ¿Qué sentido tendría ahora su existencia? Su preocupación le hizo expresar esos temores en voz alta:

—Y ahora, ¿qué voy a hacer con mi vida?

Jabru pareció considerar que la pregunta iba dirigida a él:

—Me temo que eso tendrá que descubrirlo usted mismo.

III
Geria

No lo supe hasta el día siguiente. Por descontado, la información se encontraba casi desde la medianoche en todos los terminales, pero la discusión hizo que no le prestara atención. De hecho, es más que probable que, de haber intentado salir al exterior aquella noche, me lo hubiesen impedido. No obstante, vivíamos demasiado cerca el uno del otro como para que el regreso a mi apartamento de soltero me obligase a salir de los recintos. De camino a casa me encontraba demasiado enfadado y preocupado como para prestar atención a las noticias. Al llegar, me fui directamente a la cama.

No me sirvió de nada. Me fue casi imposible dormir.

No dejaba de darle vueltas a esa absurda locura de intentar salir al exterior durante un cambio de estación. Confiaba en tener tiempo para conseguir que reconsiderase su loco propósito.

Para alguien que no conozca Geria, es posible que la idea de una simple tempestad pueda parece casi inofensiva. Pero las tempestades de Geria no son como las de otros lugares.

En primer lugar, las tempestades marcan el cambio de estación que, a pesar de su nombre, tampoco se parecen en nada a las estaciones posibles en otros planetas. En segundo lugar, las tempestades son de tal intensidad y cubren tan completamente el planeta que resultan absolutamente mortales. No se sabe de nadie que haya sobrevivido en el exterior en fase de tempestad cuando se produce el cambio de estación.

Por esa razón, todas las zonas ocupadas de Geria estaban construidas bajo tierra, a varios metros de profundidad. Sólo así se puede garantizar un mínimo de protección, que nunca es total, frente a los misteriosos fenómenos del exterior. Incluso los caminos que conectan las diversas zonas habitadas son subterráneos, porque nadie quiere que desaparezcan durante un cambio de estación.

Peor aún. Los cambios de estación son totalmente aleatorios. Se han realizado todo tipo de estudios y jamás se ha conseguido descubrir una pauta, una mínima lógica, en la secuencia de acontecimientos. Incluso la duración de las estaciones de Geria es arbitraria. Es como si la naturaleza de Geria obrara de forma absurdamente caprichosa.

El cambio de estación se produce más o menos tres veces al año. Todo el planeta participa en ello. En el exterior, el horizonte se vuelve turbio de manera repentina, se pierden de vista las montañas lejanas y las nubes se desplazan ululando por todo el planeta como si fuesen bestias feroces que no pueden ser apaciguadas de ninguna forma. Los vientos huracanados desafían la gravedad y levantan en el aire todo tipo de objetos, agitándolos como si fuesen ligeras hojas de papel y, lo más evidente, transportando por todas partes una lluvia pesada y plena procedente de los océanos y los lagos. Todo el planeta deviene un continuo estallido de lluvia y viento.

En cualquier caso, ese comienzo de lluvia y viento es todo lo que se conoce. Justo cuando se inicia el cambio. Por fuerza la vida en Geria ha de ser subterránea.

El cambio de estación se presenta, inesperadamente, tres veces al año. No es seguro estar en el exterior. Después de las desgracias de los primeros tiempos, todos habían aprendido a respetar al planeta y su particular climatología casi mágica.

Cuando era un chaval y vivía en casa de mis padres, lo más normal al inicio de las lluvias era detener casi todas las actividades y esperar el final del periodo de transformación escuchando quizá el viento y la lluvia que golpeaban en el exterior. Era preciso luchar contra el aislamiento que comportaba la llegada de las lluvias. Había medios de comunicación entre los centros, que de forma tal vez demasiado optimista llamábamos ciudades, pero era más seguro no moverse. Así lo aconsejaban recuerdos de un pasado no tan seguro. Todas las actividades se interrumpían. Cuatro o cinco días de diversión.

La gente celebraba fiestas, banquetes y, en el interior de las residencias subterráneas, tanto en las ciudades más grandes como en los suburbios más pequeños, se intentaba encontrar formas de pasar el tiempo. En su mayoría se trataba de espectáculos para los más pequeños, para una chiquillería que los contemplaba satisfechos de que la llegada de las lluvias fuera también un bienvenido periodo de inesperadas y siempre sorpresivas vacaciones escolares. Cuando las sirenas volvían a sonar unos días más tarde, las ciudades volvían a la actividad. Las compuertas se abrían de nuevo como pequeñas flores que reventaban con prisa para volver a mostrar sus secretos. La sorpresa era que las ciudades y los suburbios estaban ahora rodeados por un nuevo paisaje. Dependía de la estación, pero el planeta podía quedar cubierto por una exuberante vegetación que daba frutos siempre comestibles y cada año más deliciosos. En la otra estación, que llamábamos Muerta, el territorio quedaba cubierto de arena y de piedras, un páramo estéril sin el menor rastro de vegetación. Por suerte, las carreteras, excavadas años atrás y cubiertas con la misma piedra resultado de la estación Muerta, continuaban en su lugar, comunicando los parajes habitados de Geria. La mágica llegada de las lluvias no las tocaba, pero apenas se utilizaban. Todo el mundo estaba convencido de que los caminos subterráneos eran mucho más seguros y ahora ya llegaban a todas partes.

La estación del Estallido era francamente muy espectacular. Repleta de miles y miles de plantas de todo tipo, colores y variedades. El paso a la estación del Estallido era siempre agradable, y se aguardaba con ansia. Cuando se abrían las ciudades, no restaba el trabajo duro de recoger frutas o materiales sino el simple placer de extasiarse ante una naturaleza tan pródiga y colorida. El placer de vivir era siempre fácil y estaba al alcance de todos. En la estación de los Frutos era preciso recoger las frutas con rapidez y almacenarlas en las gigantescas cámaras de refrigeración que garantizaban la disponibilidad continua de alimentos. Muy pronto, apenas unos días después del fin de la lluvias, las frutas no recogidas morían, y se agostaban como los viejos al sol. Luego, nadie sabía cuándo, era preciso que llegase un nuevo cambio de estación, con sus sirenas y lluvias, para traer la estación Muerta, las más triste y, también, la más peligrosa.

Poco a poco parecía que los colores se desvanecían, los árboles perdían su vigor y su empuje. La vegetación se marchitaba y todo perdía ese aspecto sano y feliz para volverse tétrico, triste y gris. Era el aviso que anunciaba la proximidad de la siguiente estación. Era cuestión de días o semanas, nadie lo sabía con certeza. Llegado el nuevo cambio de estación, las lluvias y los vientos barrían con fuerza los restos de la pródiga estación anterior.

De la estación Muerta surgía el yermo más absoluto. Las aguas huían presurosas, arrastrándolo todo hacia los grandes lagos y los océanos. Muy pronto, el calor y la sequía lo invadían todo. Podía, eso sí, recogerse el material, las piedras, para construir en el futuro, si era necesario, nuevas edificaciones exteriores y carreteras. De repente, todo quedaba seco, y la superficie se tornaba un gran desierto conocido como malpaís. Era la estación Muerta, las más desesperanzada. Sobre aquella superficie era imposible andar con los pies desnudos. Incluso era problemático hacerlo con el mejor calzado. Ahora la vida en Geria es subterránea, por lo que nadie sale al exterior durante la estación Muerta. No vale la pena. No hay nada.

En la estación Muerta los ríos se secaban, pero los lagos y los grandes océanos de Geria habían recogido todo aquello que los ríos habían arrastrado durante el cambio de estación. El agua se volvía espesa y cálida. Se decía que flotar en ella no costaba demasiado, aunque, lógicamente, nadie lo intentaba nunca. En la superficie del agua se formaba una capa bastante gruesa de nuevos materiales, los depósitos de todo lo arrastrado, convertidos ahora en una compleja mezcla de azúcares, grasas y aminoácidos a partir de la cual, milagro o magia, habían de salir la vegetación y los frutos de la siguiente estación.

Al terminar el cambio de estación, todos regresaban a sus trabajos. Si se trataba de la estación de los Frutos, incluso los chiquillos iban a recoger comida. Era como una fiesta. Recuerdo con satisfacción los alegres días de recolección de cuando era un chaval. Muy a menudo sentado con mis compañeros en las copas de los árboles casi gigantescos, posiblemente comiendo más fruta de la que llegábamos a recoger. También recuerdo las conversaciones y los corros alrededor del fuego, hablando casi siempre sobre las leyendas misteriosas que hablaban de alienígenas extraños que bailaban en las llanuras mientras caía la lluvia, o de los fantasmas que asustaban a los pueblos y ciudades de toda Geria. Nadie deseaba hacerlo, pero siempre se terminaba hablando de los alienígenas. Y los chicos y chicas se asustaban los unos a los otros con historias de criaturas que devoraban a los insensatos humanos que se atrevían a buscar a esos entrevistos habitantes aborígenes, popularmente llamado gerios. La leyenda añadía que sólo era posible encontrarlos durante un cambio de estación. Muchos chicos fanfarroneaban afirmando que no se quedarían siempre al resguardo de las ciudades y que se atreverían a arriesgarse saliendo al exterior a ver cómo eran las lluvias, cómo eran los vientos, y, lo más importante, cómo eran esos alienígenas de los que hablaban las leyendas.

Nadie sabía con certeza lo que sucedía en el exterior tras las lluvias durante un cambio de estación, y la imaginación podía correr con total libertad. Por suerte, la fase de las tempestades duraba poco, entre dos y cinco días, como máximo, y luego, ya era seguro volver a salir. Y dos de esas tres veces al año, el espectáculo merecía la pena.

Hace tiempo, cuando llegaba gente nueva desde la Tierra, se hacía notar. La atmósfera, la gravedad, y quizá los misteriosos frutos de Geria habían cambiado a los colonos, convirtiendolos en personas de pecho amplio y mayor altura. Los recien llegados opinaban que era una exageración tomar tantas precauciones ante la llegada de las lluvias. Siempre había accidentes con los nuevos. Algunos salían durante un cambio de estación, y no volvían nunca.

Pero hacía ya muchos años que no llegaban nuevos colonos. Geria era ya una colonia estable, capaz de mantenerse por sí misma sin el soporte constante de los refuerzos llegados del planeta madre. Y todos sabíamos qué eran las estaciones de Geria, y las respetábamos.

Con excepción de algunos locos.

Ni siquiera hoy, nadie sabe por qué se producen esas estaciones y esos cambios. Nadie sabe qué las hace posibles. Hay muchas hipótesis, pero ninguna de ellas ha podido ser verificada. De hecho, cuando se supo de la existencia de las extrañas estaciones en Geria, no tardó en llegar al planeta un numeroso grupo de científicos con la intención de desvelar sus secretos. Se llegaron a establecer hasta cuatro estaciones científicas, cada una de ellas con su propio equipo interdisciplinar, dedicadas exclusivamente al estudio de la misteriosa climatología de Geria. Todos ansiaban la fama que habría de ir indisolublemente asociada al nombre de aquel que pudiese explicar y comprender un fenómeno único en los mundos conocidos.

Pero las investigaciones fueron un fracaso absoluto. Pocos años después, aquellas estaciones que se habían establecido con tan elevadas esperanzas pasaron a ser las actuales estaciones de control de soporte vital, necesarias para mantener la vida subterránea que permite mantener la civilización en Geria.

Como siempre, el hombre propone, pero es la naturaleza quien dispone, aunque se trate de la misteriosa naturaleza de Geria. En este caso, quizá como había sucedido en otros lugares, la ciencia fracasó. La ciencia requiere conocer a fondo un fenómeno para poder construir hipótesis que lo expliquen. Pero en Geria no había forma de conocer en detalle lo que sucedía en el exterior durante los cambios de estación. Cualquier instrumento que se dejase en el exterior dejaba de emitir o desaparecía por completo durante las primeras horas del cambio.

No había forma de obtener datos y, sin éstos, la ciencia se convierte en filosofía. Pierde la certeza y la seguridad tradicionales. No produce explicaciones satisfactorias.

También se instalaron satélites en órbita geriosincrónica, para intentar observar y medir lo que sucedía durante los cambios de estación. No sirvió de nada. Las tempestades del cambio de estación llevaban asociadas una peculiar tempestad electromagnética. Todas las longitudes de onda quedaban afectadas, y ni siquiera se obtenía una imagen de la superficie. La espesa capa de nubes impedía la visión y los efectos electromagnéticos impedían el estudio con ondas que se saliesen del espectro visible. Las estaciones de Geria eran un misterio y lo han seguido siendo hasta hoy. A ojos de la humanidad, simplemente suceden, sin que haya forma de saber por qué y cómo. Ante la incomprensión, la humanidad intenta convivir como mejor puede con el fenómeno. La vida subterránea parecía la mejor solución.

Con el tiempo, al comprobar lo poco que podían descubrir sobre las estaciones, el número de científicos dedicados a desentrañar el misterio de Geria fue disminuyendo. Algunos siguen activos en las estaciones, pero se ocupan de otras cosas. La gerialogía ya no parece ofrecer las mismas esperanzas que antes. El estudio de Geria ya ha perdido todo su prestigio. Como misterio añadido, la flora que aparece en el Estallido y los frutos de la estación posterior siempre han resultado ser de lo más normal según los estándares habituales. ADN y ARN del todo normales y perfectamente compatibles con la química humana. Formas, colores y sabores normales. Nada de particular, excepto su origen. En realidad, no se consideraba que las tormentas en sí provocasen la aparición de aquellos frutos. Simplemente se les consideraba un acertijo más, como acertijo era que la composición química de aquellos frutos se acercase, año tras año, a la que la mejor dietética exigía para los seres humanos.

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