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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (3 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Nunca había creído en ninguna religión, al menos nunca con especial devoción. Quizá había creído en algo, la necesidad de trascendencia, pero en todo caso de una forma vaga e imprecisa. No podía creer que realmente hubiera vida después de la muerte.

No veía más que una neblina blanca. La sensación de incomodidad y dolor ya había pasado, pero se sentía a cada momento más nervioso.

¿Dónde estaba? ¿Era aquello el cielo? ¿El infierno?

No, debía dejar de pensar esas cosas. Todo tenía una explicación racional. De eso estaba seguro. Siempre había creído que todo podía ser explicado y no iba a dejar de hacerlo ahora. Mierda, le habían entrenado para ser astronauta, y no debía perder los nervios. Lo primero era descubrir dónde se encontraba, qué había pasado con la nave y con la misión.

¿Le habían rescatado? ¿Se encontraba en un hospital? ¿Había estado en coma y acababa de salir de él? Entonces, ¿por qué no había un médico o alguien a su lado?

Una sombra delante de los ojos. Una figura. De pronto una voz cálida.

—¿Cómo se encuentra?

Se sorprendió al oírla. Sintió que se ponía cada vez más nervioso. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no podía controlarse? Luego, con igual rapidez, notó que se calmaba.

—Ya está, lo hemos ajustado. ¿Cómo se encuentra?

Intentó fijarse en la fuente de la voz. Se encontraba justo delante de él, pero apenas podía apreciar detalles. Un hombre, bípedo.

—No le veo. ¿Estoy ciego?

—Un momento —dijo la voz.

De pronto la visión se hizo perfectamente clara, como una imagen súbitamente enfocada. Frente a él se hallaba un hombre, de unos treinta y cinco años, metro ochenta, de piel negra y pelo corto. Vestía lo que parecía ser un mono que se le ajustaba perfectamente al cuerpo.

—¿Cómo se encuentra? —repitió.

Intentó mover los ojos. Al principio advirtió una ligera resistencia, pero pronto cedió y pudo distinguir lo que le rodeaba. Todo blanco. Se volvió. Detrás de él la estancia era igualmente blanca. No apreciaba ni esquinas ni bordes. Parecía una esfera. Levantó la vista. Sí, una esfera. Miró abajo. Su cuerpo, tal y como lo recordaba, estaba sentado en una silla anatómica también blanca. Se encontraba ligeramente reclinado.

Sin levantar la vista dijo:

—Bien. ¿Dónde estoy?

—En la nube de cometas de Oort —fue la respuesta.

Dios mío, la nube de Oort
, pensó. Los nervios comenzaron a apoderarse de él. La súbita calma llegó nuevamente. ¿Le estaban controlando?
Ya no estamos en Kansas, Toto
, pensó. No se atrevía a mirar al hombre. No podía ser, no podía ser.

—¿Qué año? —se atrevió a preguntar al fin, con voz algo débil. Más valía enfrentarse a lo inevitable.

—3729, según el calendario de su época.

¡Más de mil quinientos años por delante de su tiempo! ¿Qué había pasado? ¿Qué le habían hecho? Se sintió súbitamente perdido, atrapado en un laberinto hecho de tiempo. ¡Milenio y medio! ¿Dónde había estado todo ese tiempo? Sintió que la desesperación acechaba, pero la sensación de calma también estaba presente, ayudándole a asimilar la situación.

—Dígame su nombre —ordenó la voz.

Su nombre. ¿Su nombre? No lo recordaba. Sus padres, su niñez, su mujer, ¿Isara?, la Agencia Espacial Internacional, el espacio, Júpiter... ¡Júpiter! Allí había sido. En la misión a Júpiter. Había tenido que salir de la nave. ¿Por qué? Un accidente... una explosión... su cable se había roto y se había perdido en el espacio.

¡Su nombre!

—Tawa —respondió de pronto. Tawa, sí, Tawa. Lo repitió mentalmente varias veces. Era bueno saborearlo.

—Bien —dijo la voz—. Es buena señal que recuerde su nombre. Muchos de sus recuerdos están ya disponibles o volverán poco a poco. Otros, los especialmente traumáticos, tal vez no los recupere nunca. El proceso no es perfecto y no teníamos mucho con qué trabajar.

«Dígame, ¿cómo se siente?

¿Cómo se sentía? Tenía sueño. Quería dormir. No, no era eso. Quería olvidar. Quería no saber. Eso era. Deseaba no creer lo que le decían. Deseaba pensar que todo era parte del entrenamiento. Algún directivo se había vuelto loco y había inventado una nueva prueba de destrucción. Querían partirlo, dividirlo en fragmentos, aplastarlo para comprobar hasta dónde podía aguantar.

Su familia. Su mundo. Su trabajo. Su vida. Su siglo. Su mujer. ¡Isara! ¿Qué había sido de ella? ¿Cómo podía permitir que le hiciesen eso? ¿Había muerto ya? ¡Dios, quince siglos!

—Por favor —insistió la voz, ahora con mayor inquietud—, intente responder. Es muy importante.

Miró al suelo. Blanco. ¡Maldito blanco! Allí todo era blanco. Menos aquel hombre. El era negro. Levantó la vista. Aquel hombre llevaba la tristeza en los ojos.

Para ser un habitante del siglo XXXVIII no resultaba muy impresionante.

¿Dónde estaría el mar? A Isara le gustaba mucho el mar. La playa. Siempre organizaba unos viajes increíbles. Sombrilla, nevera, comida, Toda la parafernalia. Era incapaz de ir simplemente a la playa y quedarse allí, tumbarse sobre la arena y disfrutar. Isara. ¡Cómo la echaba de menos!

—Mal —contestó al fin
—.
Me siento mal. ¿Cómo se supone que debo sentirme?

Extrañamente, el hombre pareció satisfecho. La respuesta debía de ser la que buscaba. Ahora que lo pensaba, era evidente. Empezaba a aceptar la situación.

—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.

—En el año 3729, como le he dicho.

Frunció el ceño. Transformó la boca en una línea delgada. Lo miró fijamente.

—No le creo. Demuéstrelo.

El hombre no pareció inmutarse. Se limitó a retroceder un poco y mover la mano. Una silla salió del suelo justo a su lado. Con tranquilidad, el hombre se sentó.

—Mí nombre es Jabru, y llevo algún tiempo estudiando su cultura. Por esa razón, se decidió que yo era el más adecuado.

Una pausa. El hombre se inclinó hacia delante y miró fijamente a Tawa con aquellos ojos tristes. Eran azules. Ahora los veía con claridad.

—Le encontramos en el espacio. Hicimos todo lo posible por salvarle, pero ha pasado mucho tiempo. No estábamos seguros de que su recuperación fuese completa.

Tawa tragó saliva. Aquella locura seguía su movimiento inexorable.

—No le creo. Esto no es más que otra jodida prueba de esos psicópatas de control. Demuéstrelo.

Jabru, así había dicho que se llamaba, se echó hacia atrás sobre la silla.

—Es usted un hombre inteligente. —Una ligera vacilación—. Un astronauta; todavía conservamos los registros de su época. Sabe perfectamente que realmente no puedo hacer nada para demostrar lo que digo. Si yo ahora mismo hiciese transparentes las paredes de esta esfera, ¿me creería usted? ¿No pensaría que estamos en algún entorno preparado que me permitiese hacer algo así?

»Si, por ejemplo, yo me transformase ante sus ojos en un... en un gato, ¿me creería? ¿No pensaría que nos encontramos en alguna especie de ambiente sintético creado exclusivamente para usted?

Notó que apretaba con fuerza los apoyabrazos de la silla. La situación era irresoluble. El hombre, Jabru, tenía razón. Siempre podría encontrar una razón para rechazar la situación, siempre habría una forma de pensar que le engañaban. La mejor hipótesis de trabajo era aceptar por el momento que lo que le decía era cierto y luego, si podía, descubrir cuál era la verdad.

Recordó de pronto la película
2001
, todo un clásico de la vieja astronáutica. Era una fantasía sobre viajes por el espacio, curiosamente también a Júpiter, un Júpiter muy distinto del real. Los textos señalaban que había sido criticada por su frialdad, porque los personajes no demostraban emociones y no sufrían ataques de pánico. Pero eran astronautas, maldita sea; claro que no sufrían ataques de pánico: les habían entrenado para esperar lo inesperado, para superar las crisis con calma e inteligencia. Como a él.

—Bien —dijo al fin, mirando a Jabru con ojos fijos y duros—. Perfecto. Aceptemos que dice la verdad. Estamos en el 3729 y de alguna forma me han resucitado. ¿Por qué?

Jabru pareció considerarlo como una reacción positiva.

—Es usted un héroe.

—Por haber muerto —dijo él con sorna.

—No, por haberlo intentado. Sin personas como usted no hubiese sido posible nuestra situación actual. Una vez descubierto su cuerpo... bien, simplemente no podíamos dejarle flotando en el espacio.

Sí, claro, ese hombre le había dicho que se encontraban en la nube Oort. Bueno, tal vez admiraban a los astronautas.

—Pero, cómo...

Jabru se reclinó un poco.

—Gracias a los sistemas de su traje, aunque primitivos, su cerebro no sufrió demasiados daños. Pudimos reconstruir informáticamente gran parte de su mente. Le fabricamos un cuerpo...

—¿Por clonación?

—No. Nanotecnología.

—¿Nanotecnología?

—Sí. Su cuerpo actual es una colectividad de nanomáquinas. Está programado para contener su mente y adoptar la forma que usted tenía al morir. Pero, por supuesto, se encuentra bajo su control consciente. Pronto aprenderá a usarlo.

Miró su cuerpo. ¿Nanotecnológico? Absurdo. Todo aquello tenía que ser una conspiración, un plan, una prueba más del entrenamiento: ¿qué ocurriría si te despertaras en el futuro? Eso era: le estaban preparando. Su cuerpo tenía exactamente el mismo aspecto que recordaba.

Miró a Jabru.

Éste pareció leerle el pensamiento.

—Las nanomáquinas pueden imitar texturas y colores, pueden pasar por piel, escamas o tejidos. No es necesario, evidentemente, pero en su caso se consideró lo mejor para empezar. En el espacio, el cuerpo nanotecnológico es prácticamente indestructible. Y al tener forma humana, se encuentra a la misma escala que nuestra civilización.

Miró de un lado a otro. Cada vez se sentía más nervioso.

—Vale. Me rindo. Por favor, sáquenme de aquí. No valgo para esto, no puedo soportarlo. La misión habrá de ser para otro —le dijo al aire.

Experimentó de nuevo aquella extraña calma.

Volvió a mirar a Jabru fijamente, con incredulidad.

—Sí —dijo Jabru—, estamos controlando sus respuestas emocionales. Queremos que entienda su situación. No es una prueba, no forma parte de la preparación. Todo esto es real.

»Mire su mano.

Movió la vista. Tenía la mano apoyada en la silla. Parecía perfectamente normal, incluso tenía la familiar cicatriz en el meñique. De pronto, los dedos empezaron a disolverse. Toda la mano se convirtió en una larga hoja de brillo metálico. A continuación, la hoja fue extendiéndose hasta ocupar una superficie descomunal, de unos cuatro metros cuadrados, que se expandía entre la neblina blanca más allá de ese hombre que decía llamarse Jabru. Él mismo, la conciencia de Tawa a la que se aferraba como la única realidad existente, contemplaba todo aquello como si no fuese con él, como si le estuviese ocurriendo a otra persona. Se sentía remoto y extrañamente indiferente a lo que sucedía.

Jabru volvió a hablar:

—Es una de las muchas habilidades de su cuerpo. En caso de necesidad, puede transformar una parte de él en un panel de energía solar.

Lentamente, la hoja fue recogiéndose. Fluyó subiendo por la silla como si fuese mercurio y finalmente volvió a formar su mano. La levantó. Parecía piel. Podía distinguir los poros, el vello...

—El nivel de detalles es excesivo —dijo Jabru—. Ahora mismo está consumiendo demasiados recursos. Por el momento no hay problema. Pero tendrá que aprender a pasar con menos.

Tawa pasó la mirada de su mano a Jabru, y de éste de nuevo a su mano.

—Espero que comprenda —prosiguió Jabru—, que en el espacio un cuerpo nanotecnológico es la mejor opción.

—Un traje espacial permanente y extremadamente versátil —dijo Tawa distraído. Podía entender la lógica subyacente, pero no conseguía aceptar los hechos.

Levantó la vista.

—¿El mono que lleva puesto...?

—Exacto —dijo Jabru.

—¿El color se su piel...?

—Nací de piel negra, aunque eso ya no significa nada. Pero, si tengo que ser humano, es difícil luchar contra los hábitos.

Adoptó una expresión más seria.

—Espero que comprenda nuestras razones. No podíamos dejarle allí. Varios comités de ética debatieron largamente el tema. Los recursos no son un problema; con nanotecnología casi se puede imitar cualquier cosa. Al final se decidió que lo mejor era dejar que usted decidiese.

Tawa meditó en silencio. ¿Qué podía hacer? La idea de vivir en el futuro le producía vértigo, un vértigo nervioso en el estómago. Se recordó que ya no tenía estómago, que simplemente reaccionaba como si estuviese allí. Si lo que Jabru le había contado sobre el cuerpo nanotecnológico era cierto, incluso era muy posible que pudiese hacer desaparecer la sensación de tener un estómago. El estómago ya no era más que una entelequia, una ficción generada para su comodidad. Supuso que si prestaba atención podría incluso sentir los latidos del corazón. Sí, allí estaban. Sonrió.

Alto. Tenía que dejar de pensar en órganos del cuerpo. Aquello era absurdo. Debía concentrarse en lo importante.

¿Qué era lo primero que debía hacer? Eso, aceptando que ahora vivía en el mundo feliz, ¿cuál debía ser su primer paso?

—Muéstrame el mundo exterior-dijo.

—No hay nada en el mundo exterior —contestó Jabru—. Estamos en el espacio. Sólo veríamos las estrellas.

—No importa, enséñamelo.

—Muy bien.

Las paredes dejaron de ser blancas y lentamente se volvieron transparentes. El manto negro de la noche espacial sustituyó la luminosa neblina blanca. Las estrellas tachonaban el fondo de esa sima infinita. La ilusión de encontrarse flotando en el espacio era perfecta.

La visión no le resultaba desconocida. Al fin y al cabo así recordaba su muerte: aislado y solo en medio de la negrura. El cuerpo nanotecnológico o lo que fuera debió de actuar para contener el pánico que pugnaba por salir a flote al rememorar una interminable experiencia traumática. Tal vez por eso le fue permitido recordar cuántas otras veces se había encontrado en situaciones similares, en el exterior, haciendo reparaciones, examinando los instrumentos, preparando la operación. En medio del trabajo, uno levantaba la cabeza y allí estaban las estrellas.

Sin embargo, siempre había sido una experiencia mediatizada por el traje. En cambio esta vez, en el supuesto año 3729 y en medio de ese milagro inesperado, tenía la sensación real de encontrarse flotando ante el universo. Ya no desnudo y desvalido como un frágil ser humano abandonado que se enfrenta a su propio destino y su inevitable muerte. Se sentía seguro, ajeno a la resignada desesperación de las horas que precedieron a su muerte.

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