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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (5 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Místerios de ese Geria incomprensible que, pese a todo, la indómita voluntad humana, tan vez inconscientemente, había querido domeñar. Ahora vivíamos allí, en las moradas subterráneas, y esquivávamos los cambios de estación. El ser humano soporta vivir con misterios.

La ciencia esquiva el misterio, desea desvelarlo. El fracaso al comprender, el desconocimiento, es rechazado por los científicos. Hartos del misterio de Geria, lo esquivaron.

Consciente de todo esto, ideas y reflexiones que con toda seguridad llenaron mis pesadillas de aquella noche, desperté al día siguiente con un terrible dolor de cabeza. Me duché, me afeité y me prepare deprisa y corriendo para ir al trabajo.

Si hubiera sido preciso, habría podido realizar todas las tareas del día desde casa, usando el terminal, sumergido en el montón de detalles que podrían ir mal en el complejo sistema de soporte vital del cual era, entre otras tareas, uno de los responsables. De hecho, mi trabajo casi podría haberse realizado desde el otro extremo de la galaxia de no ser por las limitaciones de ancho de banda de la comunicación por agujero de gusano, la urdimbre entre los mundos que mantenía la civilización humana en contacto, en aquella época. El quid de esa idea tan atractiva era la necesidad periódica de examinar en persona el sistema. No importa cuántas inteligencias artificiales algorítmicas, cuánticas o de cualquier otro tipo pudieses lanzar en tu ayuda, en cualquier momento todo puede fallar y había que comprobarlo en persona. Aquel día, precisamente, me correspondía la ronda mensual de control. Después de todo, estaba en juego la vida de miles de ciudadanos de Geria.

Activé la Voz en el momento de abrir la puerta. No me gusta, ni me gustaba, el continuo flujo de información que proporciona. Casi siempre la apago cuando estoy en casa. Es una vieja costumbre. Justo en el momento de abrir la puerta, la Voz me mostró un gráfico del estado de la colonia.

Me detuve en seco. Todo estaba cerrado. En el exterior se producía un cambio de estación. No era posible salir.

La nueva oportunidad de los locos cazadores de alienígenas gerios había llegado, y en esa ocasión me afectaba más de lo que nunca hubiera podido creer.

El sistema solar había cambiado mucho.

No es que no hubiese cambiado antes. Pero los cambios anteriores se habían producido a escala cosmológica. Como toda estrella, el Sol había tenido un tormentoso origen lleno de acontecimientos cataclísmicos que habían alterado el curso de los planetas. Los objetos planetasimales se habían agregado para formar cuerpos mayores, y durante millones de años llovieron sobre los planetas alterando su forma y composición. Sin embargo, los cambios recientes habían sido impulsados por la biosfera. La misma expansión de la vida, primero entre los planetas interiores y luego hacia la nube de cometas, había alterado el ecosistema, un ecosistema que ahora ocupaba una esfera de más de cuatro años luz cúbicos. A Tawa le recordaba mucho el proceso por el que la presencia humana había alterado el paisaje de la Tierra al construir, en lo que había sido un parpadeo en la escala del tiempo geológico, carreteras, edificios, ciudades, puentes y un sin fin de obra civil que, para la Tierra, fueron como enormes erupciones que saltaban de pronto hacia el cielo.

Ahora la Tierra era un jardín, un renacido vergel. Todavía vivían en ella muchos seres humanos, en su mayoría grupos que de una manera u otra habían adoptado una forma de vida que se ajustaba a la situación actual del planeta. No por ello habían renunciado a la tecnología, sólo que la biología y la nanotecnología permitían hacer con facilidad y seguridad cosas que antes habrían causado un gran impacto ecológico. Afortunadamente, la Tierra conservaba su gran anillo de torres orbitales. Bajar al planeta y volver a salir de él resultaba fácil y cualquiera era libre de hacerlo.

Jabru le había dicho que era libre de ir donde quisiera, Los viajes eran gratuitos y no tenía más que solicitar pasaje en una nave que fuese en la dirección que él deseara. No parecía haber economía y, si la había, operaba a un nivel que Tawa no lograba entender. Tenía la impresión de encontrarse en una especie de utopía poscomunista, donde la posesión de los bienes no importaba a nadie. Imaginó que había en ello una cierta lógica. ¿Que podía importar la posesión de unos fragmentos concretos de materia, si los recursos del sistema solar y la nube de cometas eran prácticamente ilimitados? El único recurso que podía llegar a escasear era la energía, pero el Sol proveía de toda la necesaria.

¿Y qué importaba el tiempo a un grupo de seres que, a todos los efectos prácticos, eran inmortales?

Obras de ingeniería que en el siglo XXIII se hubiesen realizado en unos pocos años, se ejecutaban en décadas, algunos tal vez en siglos, pero con una majestuosidad y grandiosidad que hubiese avergonzado a los faraones. Largos agujeros de gusano, túneles que conectaban zonas diferentes del espacio-tiempo, llevaban la luz del Sol hasta los más lejanos confines del sistema solar. Incluso Plutón, el más alejado de los planetas, disponía de su pequeño sol, de dos metros de diámetro, orbitándolo continuamente.

Por algún extraño motivo, Tawa consideraba que el momento más emocionante de todo su viaje había sido la estancia en la pequeña luna de Urano, Miranda. El pequeño sol de Miranda se había puesto sobre el cercano horizonte de aquel mundo de tamaño tan reducido, y la belleza de ese hecho inimaginable había traído lágrimas a sus ojos inexistentes.

Ya se hablaba, incluso, de construir una esfera de Dyson alrededor del Sol para aprovechar toda su energía. El viejo sueño de un científico del siglo XX era ya una posibilidad real, y nadie parecía asombrarse ante un proyecto que requeriría al menos diez mil años para ejecutarse. Muchos aspiraban a presenciar en persona la inauguración.

Todo en nombre de la biosfera.

La humanidad se la había llevado consigo al salir de la Tierra y, con toda rapidez, había ocupado los planetas. Casi no había sitio en el sistema solar donde la vida no estuviese presente, cada lugar alimentado, si era preciso, por su propio sol. Incluso Júpiter y los gigantes gaseosos habían sido colonizados por enormes animales que empequeñecían a las ballenas y que flotaban plácidamente en las densas atmósferas. Era como si la biosfera no hubiese podido resistir la posibilidad de que existieran mundos desolados, y hubiese obligado a su agente más inquieto, la humanidad, a ejecutar sus designios.

Y la humanidad no era una excepción a la multiplicidad que parecía haber infectado la vida de la Tierra. Tawa no tardó en descubrir que su forma actual no era ni mucho menos la predominante. Los seres humanos nanotecnológicos formaban una fracción apreciable pero no la dominante entre las formas humanas. Era, simplemente, una forma especialmente abundante entre aquellos que se ocupaban de la exploración más allá de los límites del sistema solar.

Había humanos de carne y hueso, casi todos ellos confinados al sistema Tierra-Luna. Todavía nacían y se desarrollaban según la vieja y, durante milenios, tradicional manera. Aunque contaban con la ventaja de que los adelantos médicos y biológicos les garantizaban una vida libre de problemas hasta la muerte... si decidían morir.

Otros no eran más que etéreas formas informáticas que habitaban las entrañas electrónicas de un ordenador. Gran parte del control de los dispositivos del sistema solar estaba a cargo de esas personas: la ecología de los grandes planetas o el control climático de la Tierra y los otros hábitats humanos. Otros habían decidido, sin embargo, retirarse a un mundo de fantasías privadas donde podían hacer lo que quisiesen.

Estaban también los adaptados, seres humanos modificados para vivir en las condiciones de los planetas que habían colonizado. Había marcianos, íonitas, plutonianos... Algunas modificaciones eran tan radicales que Tawa apenas podía creer que se les siguiera considerando humanos. Aunque, en realidad, tenía su lógica. Era la hermandad de la mente lo que dictaba la adscripción a la humanidad, no las diferencias físicas del cuerpo.

Después de todo, algunos humanos no habían nacido como tales.

Como, por ejemplo, las inteligencias artificiales. Algunas habían sido creadas directamente por la humanidad, mientras que otras habían evolucionado por sí solas en el proceloso mar informático.

La variedad era asombrosa.

Con todo, comparado con el infinito del espacio, el sistema solar parecía un lugar limitado.

Por tanto, después de veinte años de viajar de planeta en planeta, de experimentar de una forma u otra todas las formas de la humanidad, de asistir a espectáculos deslumbrantes y puestas de sol que podía disfrutar incluso sin protección, Tawa regresó a la nube de cometas.

Ahora se hallaba sentado entre las ramas de un árbol sobre el cometa. El árbol se alejaba más de diez kilómetros de la superficie del cuerpo helado, y las hojas de cientos de metros de largo se orientaban ansiosas hacia el sol, intentando captar algo de su luz en aquellas regiones tenebrosas. Era como haber descendido al inframundo. Allí no se usaban los soles-gusano.

Tawa no pensaba en nada en particular. Meditaba simplemente sobre su futuro, y habiéndose acostumbrado a la languidez de aquellos tiempos posthistóricos, se tomaba su tiempo. Esta vez el tiempo no representaba ninguna limitación. Tampoco necesitaba comer, ni tenía ninguna otra necesidad fisiológica. En términos de la vieja práctica terrestre, eran ya meses los que llevaba allá arriba.

—¿Tawa?

La voz procedía de detrás de él. No era un hecho real, por supuesto: se encontraba en el vacío del espacio, sin aire que transmitiera ondas sonoras. Esa presunta voz no era más que una señal enviada por alguien, una señal que sus sistemas, en beneficio de una conciencia que todavía creía habitar un cuerpo biológico y primitivo, habían convertido en una voz que hablaba desde un punto determinado.

Pero la voz, esa voz al menos, era inconfundible. Había sido cuidadosamente dotada de un cierto tono y un cierto timbre.

Todo su cuerpo se reorganizó instantáneamente para mirar a sus espaldas. Ni siquiera era preciso mantener la ficción de girar el cuello y mover la cabeza. Todo él era ojos, y tener cara era otra cómoda ilusión.

—Isara.

Una sola palabra. La constatación de un hecho.

—Hola Tawa. Me alegro de verte.

Isara se manifestaba con su aspecto anterior, su aspecto humano. Tawa no tenía forma de saber si aquélla era su forma habitual o si la había adoptado tan sólo para facilitar ese contacto, esa conversación. En todo caso, sintió un simulacro de pinchazo en un inexistente corazón. Los viejos reflejos tardaban en morir.

Ahora que la tenía delante todo le resultaba evidente.

—Supuse que habrías muerto.

Ella se acercó. Lentamente, como si no osara despertar los recuerdos. Como si no supiera lo que eso representaba.

—Una suposición lógica.

—Pero claro, imagino que los hallazgos en gerontología y prolongación vital se produjeron más o menos en esa época. —Después de mi muerte, pensó sin decirlo.

—Sí, gran parte de la humanidad del siglo XXIII sigue hoy con vida.

Isara se acercó más, como cabalgando por la rama, y se sentó a su lado.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

Tawa apartó la vista y miró más allá del árbol. Toda la superficie del cometa se encontraba cubierta de árboles parecidos, al igual que en otros muchos cometas de la nube de Oort. El proceso era lento, pero las semillas enquistadas eran capaces de atravesar el espacio entre nubes de nieve y colonizar nuevos cometas. Con el tiempo, esas semillas podrían dar el salto a las nubes de cometas de otros sistemas estelares y la biosfera se expandiría algo más. Los mismos seres humanos exploraban ya regiones alejadas de la galaxia y otros sistemas planetarios. ¿Tenía límites la vida?

—Confuso —respondió al fin.

—Debe de ser muy duro para ti —dijo ella.

—Todo ha cambiado tanto... —La miró—. Tú has visto cómo se producía todo esto, has tenido tiempo de adaptarte. Yo me siento como un cromagnon que hubiese sido lanzado de pronto a una gran ciudad del siglo XXIII. ¿Cómo voy a vivir?

—Eso no es problema —aseguró ella—. Aquí la vida es cómoda. No te preocupes por eso.

—No, no me refiero a eso. Lo que quería decir es algo distinto. Tiene que ver con el por qué, no con el cómo. ¿Para qué voy a vivir?

El rostro de ella adoptó una expresión de extrañeza. ¿Era una vieja costumbre, o sus sistemas se adaptaban lentamente a comunicarse con un hombre primitivo que muy posiblemente no podría entender los sutiles aspecto de la comunicación entre nanopersonas?

—Es comprensible —dijo Isara mirando al infinito. ¿Qué verían aquellos ojos, aquel cuerpo, que era capaz de reorganizarse para captar casi cualquier longitud de onda conocida?—. Intento colocarme en tu situación, pero...

—¿Por qué no viniste antes? —preguntó él, sin atreverse a mirarla directamente.

—No me encontraba en el sistema solar —contestó Isara—.

Participo en un proyecto de estudio en un planeta extrasolar. Seguro que te gustaría... —Hizo una pausa, tal vez para evitar la digresión, o quizá para dejar tiempo a que la sugerencia arraigase—. Regresé al sistema solar y me enteré de tu caso. Vine a verte en cuanto pude. No quise enviarte un mensaje. Pensé que una visita en persona sería mejor.

Tawa apreció la ironía de la expresión «en persona» en aquellas circunstancias. Habían sido personas antes, pero ¿ahora? Todavía no lograba asimilar la realidad de esa humanidad tan intrínsecamente deshumanizada. Y no dejaba de ser quien era. No sabía qué preguntar. No sabía qué decir. Por primera vez la conversación entre los dos no era fluida. Los dos habían estado solos, habían vivido muchos años sin padres ni familia cercana, y no había muchos amigos de los que valiese la pena hablar.

Guardaron silencio durante un momento.

—¿De qué se trata? —preguntó al fin Tawa.

—¿El proyecto? Estudiamos la civilización extraterrestre —contestó ella.

Isara había sido psicóloga. Ahora, aparentemente había dejado de estudiar a los seres humanos. La noticia lo tomó por sorpresa.

—No sabía que hubiese civilizaciones extraterrestres. Creía que estábamos solos.

—He dicho «la» civilización extraterrestre. Sólo hemos encontrado una civilización activa. Lo demás son restos.

El descubrimiento debía de haber sido toda una conmoción para la humanidad. La prueba de que el ser humano no estaba solo en el universo.

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