El otoño de las estrellas (7 page)

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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

BOOK: El otoño de las estrellas
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Lo volví a intentar fijando el límite en un 30%.

¡Eureka! Una única variación. Se había producido en la zona de la compuerta B3-K125 a las 2.46 de la noche. Menos de cuatro horas y media después de la detección del cambio de estación. Se habían dado mucha prisa. Evidentemente lo habían tenido todo muy bien preparado.

Quise asegurarme de que efectivamente se trataba de una salida. Una pequeña modificación en el programa me permitió verificar que casi todas las cerca de 300 variaciones desaparecían en el umbral del 15% y que sólo permanecía una a partir del 21%. En ese caso, las variaciones eran de un 45% positivo en humedad, un 35% positivo en presión y un 31% negativo en temperatura, siempre referidos a los límites de seguridad de primer nivel. Ahora tenía la confirmación.

Había habido una salida. No sabía cómo lo habían hecho. Lo habían camuflado muy bien, aunque no del todo, y por eso había podido descubrirlo. En efecto, habían salido por la compuerta B3-K125, a las 2.46 de la noche.

Una rápida consulta me permitió saber que la compuerta utilizada era una pequeña salida de poco uso, muy a menudo empleada para la basura y con muy poco tráfico de personas o mercancías. Y, lo más importante, estaba a sólo un kilómetro de su apartamento. Con cuatro horas, había tiempo de sobra para prepararlo todo y llegar hasta allí.

Había salido.

Nunca volvería. ¡Mierda!

Las dos formas orbitaban el planeta.

Los continentes parecían masas retorcidas y caprichosas, como si un gigantesco Atlas hubiese metido las manos en el océano primordial, y las hubiera agitado al azar hasta dejar masas terrestres de caprichosas formas irreconocibles para un humano. En el resto, el planeta era asombrosamente similar a la Tierra.

Un asombro que sólo adquiría sentido si se consideraba la vida avanzada e inteligente como algo habitual en el universo. No era así. La vida era muy común, más de lo que cualquiera hubiese imaginado en el siglo XXIII. Ocupaba regiones inhóspitas, con altas temperaturas o sin luz, tomaba su energía de fuentes termales subterráneas o se alimentaba de complejas reacciones químicas. Sin embargo, eran sólo bacterias o arqueoriotas, organismos unicelulares que habían aprendido a sobrevivir en condiciones extremas, microorganismos extremófilos. El mismo sistema solar parecía estar repleto de ellos: en la corteza de Marte, en las profundidades de Europa, en las lunas de Saturno. Por todas partes. La vida era tenaz, y aprovechaba cualquier mínimo gradiente energético para manifestarse, recreando su pequeño núcleo de orden en medio del caos.

La vida simple era tenaz y omnipresente.

Los animales eran algo completamente diferente.

Los anímales pluricelulares exigían condiciones tan delicadas y estables que eran extremadamente raros. Sólo se habían encontrado unos pocos casos en la región del espacio explorada. El estudio de mundos y más mundos, florecientes de vida pero desprovistos de animales, lo había dejado tan claro, que lo sorprendente era que hubiesen llegado a existir en algún lugar.

No sólo la estrella debía ser la adecuada, lo suficientemente masiva para producir la energía que mantuviese el proceso en marcha, pero no tanto como para consumirse en unos pocos millones de años; también la posición en la galaxia era importante. Demasiado cerca del núcleo, y la radiación exterminaría la vida; demasiado alejada, y no habría suficientes metales.

Por si todo ello fuera poco, el planeta debía tener el tamaño adecuado para conservar grandes masas de agua, la posición justa en su sistema para que el agua fuese líquida, la atmósfera adecuada para que no se produjese un efecto invernadero pero sin que el carbono fuera tan escaso como para impedir la creación de moléculas largas, etc. Además, sus compañeros en el sistema también debían ser los adecuados. Tenían que producirse impactos cometarios para llenar de agua el planeta, pero no demasiados como para causar extinciones en masa demasiado periódicas. Por lo tanto, era preciso que existiera un gran planeta en el sistema para desviar la mayor parte de los cometas
y
grandes asteroides. Incluso seria deseable una gran luna a una distancia no muy grande, o una tectónica de placas en la superficie del planeta, o un campo magnético adecuado... Y así sucesivamente.

La lista de la compra de un planeta adecuado para sostener vida animal era tan larga, que la combinación de todos los factores parecía una cuestión de suerte escasamente accesible, uno de esos casos por los que nadie en su sano juicio apostaría ante las escasas probabilidades. Contemplado desde ese punto de vista, los siete planetas con vida animal descubiertos, contando la Tierra, casi parecían demasiados.

Y si, además, se exigía la presencia de vida animal dotada de autoconciencia, reflexión e inteligencia, lo más lógico era tirar directamente la toalla. En el mismo planeta Tierra, la inteligencia se había desarrollado sólo una vez, y se habían extinguido todas las especies que alguna vez la tuvieron salvo una. Un record que palidecía frente a otras complejas innovaciones de la evolución como el ojo o el oído. La inteligencia no parecía ser la mejor solución evolutiva a ningún problema en particular. Además, su aparición exigía un largo conjunto de factores marcadamente arbitrarios.

En su momento se comenzó a aceptar que los dados habían sido favorables una vez en la Tierra y que, muy probablemente, sólo habría ocurrido así en muy pocos lugares de la galaxia.

Por tanto, fue una sorpresa encontrar aquel planeta tan cerca, a menos de 10.000 años luz del sistema solar. Fue una sorpresa que estuviese habitado por anímales complejos y, aún más, que fuese el hogar de una civilización tecnológica avanzada. Tal vez eso explicaba el enorme parecido con la Tierra, a pesar de las pequeñas diferencias meramente superficiales.

Hasta allí habían llegado ya Tawa e Isara. No estaban solos. Todo un equipo humano estudiaba y observaba el planeta desde la luna cercana. Cientos de estudiosos de toda la humanidad habían convertido aquel sistema alejado en su hogar. Después de todo, ¿qué mayor aventura podía haber que estudiar una civilización extraterrestre? La única.

Los movimientos humanos estaban necesariamente limitados. Los saurios tenían una tecnología equivalente a la de la Tierra a mediados del siglo XXI. Por suerte, no parecían prestar demasiada atención al espacio exterior, y el tránsito por el sistema podía realizarse con relativa facilidad sin tomar excesivas precauciones. Lo cual, desde el punto de vista humano, representaba una paradoja. Si disponían de una tecnología ya tan avanzada, ¿por qué no la usaban para explorar el espacio?


¿
Por qué no lo hacen? —preguntaba precisamente Tawa mientras sobrevolaban el continente septentrional, no el mayor, pero sí el que parecía albergar la capital política del planeta.

—Nadie lo sabe —contestó Isara. Ambos seguían órbitas circumpolares y pronto volverían a la luna. Se habían acercado simplemente para ver «de cerca» la civilización que se había convertido en el objeto de estudio más extraño para el intelecto humano—. Hay muchas teorías, pero ninguna parece sostenerse. Se supone que será parte de su psicología. Aunque, dadas las limitaciones de contacto, poco sabemos de ella.

—Quién iba a decirlo, una civilización de lagartos —comentó Tawa.

—Sí, el cliché más antiguo de todos. Pero también tiene su parte de lógica. Después de todo, para la evolución resulta más fácil inventar un animal de sangre fría que un organismo de sangre caliente, así que son los primeros en aparecer, y si la inteligencia hace acto de presencia. Bien, no está escrito que deba ser en mamíferos.

Tawa recordó que sin la extinción de los reptiles en el final del Cretácico de la Tierra, unos 65 millones de años atrás, cuando todos los dinosaurios, los pterosaurios, los ammonites y otros grandes reptiles desaparecieron, muy posiblemente no se habrían desarrollado los mamíferos. Intentó imaginar una civilización creada por seres de sangre fría. ¿Qué imagen tendrían del mundo? ¿Qué emociones experimentarían esos lagartos? ¿Cómo sería su arte y su ciencia? ¿Y su religión? ¿Tendrían religión?

—Parecen ser extremadamente individualistas —prosiguió Isara mientras sobrevolaban el continente—. Supongo que en eso les traicionan sus orígenes de sangre fría. Ni siquiera cuidan de sus crías, lo cual, desde nuestro punto de vista, no parece tener demasiado sentido, al menos según los términos de la evolución. Después de nacer, pasan un largo periodo de tiempo prácticamente como animales, sin excesiva inteligencia. Por lo visto la desarrollan poco a poco y muchos mueren en el proceso.

Permanecieron en silencio durante un tiempo, mientras el globo azul se desplazaba al fondo. En aquel momento pasaban sobre el mayor continente del planeta, el más poblado. Aun así, apenas se apreciaban grandes estructuras, la presencia de una civilización tecnológica pasaba casi desapercibida. Sí, se observaban carreteras y claras vías de comunicación, pero el número era mucho más reducido del que había habido en la Tierra durante ese mismo periodo. Aquellos lagartos parecían gozar de un pragmatismo realmente inhumano, y eran capaces de limitarse a lo mínimo requerido; no construían dos si con uno bastaba.

La integración de su civilización con el medio ambiente era también asombrosa. ¿De verdad carecían hasta ese punto de interés y arrojo? No es que destruir el entorno estuviese bien, pero... ¿cómo podía sostenerse semejante economía?

Planteó la pregunta.

—No existe la economía tal y como nosotros la concebimos. Se trata más bien de un sistema colectivo en el que se comparten los recursos. Son pocos, su número es reducido, no superan los mil millones, y la población se mantiene estable con gran facilidad. No tienen el mismo contacto y relación con sus hijos que los mamíferos. Sólo ocupan una zona determinada del planeta, porque el sexo de las crías se selecciona en cierta forma por la temperatura. Eso también contribuye a mantener la integración con el medio ambiente. Recuerda, deben tener grandes zonas o reservas naturales para que la primera parte de su vida se desarrolle sin problemas.

Nada como depender estrechamente del medio ambiente para conservarlo. En la Tierra, la humanidad había albergado durante mucho tiempo la fantasía de poder crear un mundo apartado de la naturaleza, sin recordar que todo producto humano era, en el fondo, obra de la naturaleza.

—Con su nivel tecnológico —dijo él —, podrían tener viajes espaciales.

—Podrían, pero no es así. Una anomalía.

—¿No parece una anomalía un poco... anómala?

—Lo sería tal vez en una cultura de mamíferos como la terrestre. Pero se trata de lagartos.

—¿Y?

—No tienen una sociedad tal y como la entendemos nosotros. O más bien, como la hemos entendido a lo largo de la mayor parte de nuestra historia. Ya te he dicho que el contacto entre los diversos grupos puede llegar a ser inexistente. No en el caso de individuos concretos, sino para grandes partes de la población.

—Sigo sin entender.

—Parece que no tienen el mismo deseo de aventura y exploración que nosotros. Sienten curiosidad teórica por su entorno, eso sí, pero se conforman con su territorio y no van más allá. O, para ser más exactos, no suele ser así.

—Quieres decir que no muestran el menor interés por explorar ni por salir al espacio.

—Exacto. Lo que es una suerte, porque facilita mucho nuestra labor aquí sin tener que tomar excesivas medidas de seguridad.

—Pero ¿cómo han alcanzado semejante nivel de civilización, si carecen de curiosidad? Parece una verdadera contradicción en sí misma.

—No es que carezcan de curiosidad. Ocurre, simplemente, que su curiosidad se dirige hacia cuestiones más teóricas. En cuanto a la tecnología, parece que la crean a medida que la necesitan. No sienten la misma pasión por la tecnología que tenemos, o teníamos, nosotros. No son unos buenos
lagarto faber.

—Asombroso.

—Mucho.

Tawa volvió a guardar silencio. Él sí sentía curiosidad. Primero por el nuevo sistema solar y los nuevos humanos encontrados en su deambular reciente; ahora, por esa extraña especie civilizada. Tan distinta y, en cierta forma, tan parecida al mismo tiempo. Se consideró muy afortunado. Había retornado inesperadamente de la muerte y, ahora, se sentía satisfecho de haber llegado hasta allí. Al principio, cuando Isara le había explicado la naturaleza real del viaje, había sentido un ligero temor. Las maravillas tecnológicas del siglo XXXVIII eran prodigiosas, pero incluso la tecnología debía de tener sus límites. Aunque no parecía haberlos.

Según le había contado Isara, sus cuerpos iban a desaparecer desintegrados, y sólo la información que los describía hasta un nivel de detalle inabarcable, la esencia misma de su personalidad, sería transmitida por medio de uno de esos omnipresentes agujeros de gusano, a casi 10.000 años luz de distancia. Desaparecer en un lugar para aparecer en otro. Dejar de ser un instante para ser de nuevo al instante siguiente. ¿Volver a ser él mismo? ¿En qué sentido?

Pero ahora, tras el viaje —si a eso se le podía llamar viaje— se sentía igual, como si nada hubiese cambiado. Homero se hubiese sentido perdido en este siglo de milagros: lo importante ya era sólo llegar a Itaca, no viajar hasta ella. Adiós cíclope, adiós sirenas, adiós a la epopeya azarosa del viaje. En realidad, aunque todo había cambiado, él seguía siendo el mismo.

Se sentía incluso mejor, era así de simple.

Y también así de fácil.

Sabía muy bien que podía ajustar sus emociones con sólo desearlo. El cuerpo nanotecnológico se lo permitía. Sin embargo, tenía la impresión de que ese ajuste sería falso, que en realidad no reflejaría su yo real. Igualmente sabía que esa entelequia que denominaba su «yo real» no existía. Por esa razón, agradecía mucho la existencia de aquel planeta y sus lagartos. Le habían devuelto la curiosidad, la necesidad de descubrir y explorar. El motivo básico que le había llevado a ser astronauta. Aquel planeta le había proporcionado un deseo real de hacer cosas. Sospechaba que la oferta de Isara había sido perfectamente consciente. Pasados los siglos seguía conociéndole. El martillo necesita de los clavos.

—¿Volvemos? —dijo Isara.

—No —dijo Tawa, luego sonrió con la mejor imagen que su cuerpo podía generar para ella y añadió—: Es una broma. Claro, volvamos.

Y regresaron a la luna.

VII
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