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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (6 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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—No creas —continuó Isara anticipando el comentario aún no formulado de Tawa—. Algunos nos interesamos activamente por ese mundo, pero en general, la humanidad ya ha creado muchas formas realmente extraterrestres. Tú mismo ya has visto algunas. Lo que estudiamos en ese planeta extrasolar es esa civilización extraterrestre y extrahumana. La única conocida. Se trata de una civilización reptiliana.

Aquello sonaba francamente interesante. Pese a la veintena de años que había pasado deambulando por un sistema solar modificado e irreconocible, Tawa seguía siendo y sintiéndose un explorador, un investigador de lo desconocido, su manera de ser un astronauta. No se podía ser astronauta sin sentirse interesado por la posibilidad de vida extraterrestre, o debería decir extrahumana... En el siglo XXIII ya se había descubierto vida extraterrestre en el sistema solar, pero sólo a escala microscópica. Toda una civilización distinta y ajena era ya algo distinto, el premio gordo en la lotería del saber. Un motivo de estudio. Una razón para actuar.

Quizá fuese lo que realmente necesitaba, lo que llevaba años buscando de forma inconsciente. Una razón para seguir adelante e integrarse en aquella nueva cultura humana que tan extraña se le hacía. ¿Qué mejor forma de adaptarse a una civilización humana que parecía extraterrestre que estudiar una verdadera civilización extraterrestre?

Sintió que tal vez Isara había llegado con esa precisa misión. Que la única razón de su llegada había sido proponerle algo para hacer. ¿Compasión? ¿Amor? ¿Compartir algo de nuevo, como habían hecho antes? No importaba. En cualquier caso, era un objetivo posible. Pero ¿podría hacerlo, se sentiría capaz?

Lo más importante, ¿le dejarían?

—Claro que sí —le dijo Isara en cuanto Tawa avanzó la tímida pregunta—. Es más, confiaba en que te resultase interesante. Podrías ser un miembro valioso del equipo, alguien no contaminado en exceso por el mundo moderno —sonrió—. Hay un consejo que toma las decisiones, pero a todo el mundo se le permite intervenir. Después de todo, si alguien se empeña en llegar hasta allí, se da por supuesto que ha de tener algo interesante que decir.

—¿Pero...?

—La política de aislamiento es muy estricta. Llegar hasta el centro de estudio puede ser fácil. Intervenir ante el consejo, tal vez también lo sea. Pero, participar en el desarrollo de esa civilización planetaria no lo es tanto. —Volvió a sonreír—. Aunque siempre puedes intentarlo. ¿Nos vamos?

—¿Ahora? ¿Sin preparación? —Supuso que su rostro artificial denotaba sorpresa.

—Claro —dijo ella con calma—. ¿Qué preparativos hay que realizar? Somos posthumanos, ¿recuerdas? Dame la mano.

Lo hizo. Se activaron complejas funciones en los dos cuerpos. Se intercambiaron información, se transmitieron datos, se establecieron protocolos y antes de que una mente humana pudiese percibir el paso del tiempo, de alguna ignota manera se alcanzó un acuerdo. El cuerpo de Isara controlaría momentáneamente el cuerpo de Tawa.

Las dos formas unidas se alejaron flotando del árbol cometario. Subieron lentamente en una línea paralela al tronco durante varios kilómetros hasta salir por fin de la cubierta arbórea. Se movían con lentitud, pero pronto alcanzarían su objetivo. No lejos pasaba uno de los muchos sistemas de transporte, un potente láser. Como presagiando el encuentro, los dos cuerpos se fundieron y la forma resultante comenzó a transformarse en una delgada hoja circular. Un disco extenso con una zona central más reducida aunque cubría un área de varios kilómetros cuadrados. Lentamente, la hoja penetró en el haz del láser y los fotones cedieron su momento lineal a las dos nanopersonas. Así, con la lógica inexorable de la mecánica newtoniana, ganaron velocidad para viajar hasta las estrellas.

V
La salida

Retrocedí. Entré de nuevo en mi cubículo y lo primero que hice fue intentar llamar a su apartamento. No contestó nadie, ni siquiera el sistema informático de respuesta automática. Lo había desconectado.

Tampoco podía localizarla en el trabajo. Si no acudía a él muy posiblemente nadie se daría cuenta. Cuando se produce un cambio de estación, mucha gente lo aprovecha para quedarse en casa. Es la costumbre. Un recuerdo de los viejos tiempos y una exigencia de las muchas fiestas infantiles que todavía se celebran en varios lugares.

Como mucho, podría preguntarle a los vecinos si la habían visto salir, pero con pocas esperanzas de que así hubiese sido, Un cierto atavismo, ligado a tiempos pasados, hacía que casi nadie saliera de casa al comienzo de un cambio de estación. Era como un rito, inútil del todo, pero no por eso menos respetado.

Buscarla yo mismo era lo único que podía hacer.

Bien, antes de preguntar a los vecinos debía intentar entrar en su casa. El sistema de seguridad de su puerta reconocía mi ADN, de la misma forma que mi apartamento reconocía el suyo. Éramos novios, o, para ser menos ridículos, amantes. Casi habíamos decidido definitivamente vivir juntos con un contrato de pareja.

Si entraba en su casa, podría comprobar si por casualidad no se había ido o si, habiéndolo hecho, había dejado algún mensaje.

No había nada.

El apartamento estaba completamente cerrado y en silencio, vacío. Quedaban los muebles, los aparatos y toda la parafernalia que se guarda en cualquier casa, pero ni rastro de ella. Todo estaba ordenado como siempre y no había ningún mensaje. La ropa parecía estar en su totalidad, aunque era difícil de decir. Ya se sabe que las chicas siempre tienen alguna sorpresa guardada, pero en caso de faltar algo, no era mucho. Sólo eché en falta un anorak muy grueso que había comprado meses atrás y que fue causa de una pequeña riña entre los dos. A quién se le ocurre. Comprar un anorak en Geria, donde la vida es casi siempre subterránea y donde la temperatura está regulada. Ahora lo comprendía. ¡Mierda!

Los vecinos no me proporcionaron más información. Como era de esperar, nadie la había visto. Posiblemente, yo fuese la última persona con la que había hablado antes de irse. Y, lo recordaba con disgusto, nos habíamos despedido enfurecidos y sin el más mínimo adiós.

Ni un beso en la mejilla.

Ahora lo lamentaba.

Decidí ir a trabajar. El control rutinario del soporte vital sería rápido y desde allí me sería más fácil hacer algunas comprobaciones.

Marc estaba de guardia. Era una buena persona, mayor, casi a punto de jubilarse. Era el más veterano de todos nosotros, y prácticamente nos había enseñado todo lo que sabíamos de los sistemas que supervisábamos. Su único defecto era que siempre se sentía en la obligación de comportarse como el padre de los más jóvenes, grupo que, dada su edad, incluía a casi todo el mundo. Le gustaba demasiado dar consejos.

—¿Qué haces aquí? —me soltó nada más verme—. Tú siempre tan vicioso del trabajo. Ni siquiera se te ocurre aprovechar el cambio de estación. En mi época no nos tomábamos estas cosas tan en serio. Eres un calvinista incorregible.

Por lo que yo sabía, él no había faltado ni un solo día al trabajo en toda su vida. Un día, por aburrimiento
y
en busca de diversión movidos por la curiosidad, habíamos buscado su expediente. Nada. Una vida prácticamente dedicada a los tanques de reciclado. Ni una ausencia. ¿Quién era el calvinista?

—He venido a hacer el control base del soporte vital. Toca hoy, y durante un cambio de estación es aún más importante comprobar que todo funciona correctamente.

—Bah, bah, pamplinas. A mí no me la pegas —dijo sonriendo—. Los dos sabemos muy bien que hay una posibilidad entre millones de que surja algún problema. —Se levantó con agilidad de la silla—. Mira, voy a darte un consejo: vete a buscar a esa novia tan guapa que tienes, e id a dar un paseo por ahí. Me han dicho que han plantado nuevas variedad de árboles, sicómoros y pinos, en el parque central. —Sonrió de nuevo, casi delante de mi cara—. Vamos, los sistemas son seguros y la comprobación periódica es una redundancia. —Miró las pantallas, como para asegurarse de que le daban la razón.

La jodida manía de dar consejos... Y precisamente ahora le salía la vena romántica. No quise decir nada sobre ella. Pero Marc tenía razón en lo del parque. Era siempre un paseo agradable.

—Eso depende de los problemas —dije, con voz algo más fría de lo que pretendía.

Me miró algo extrañado. Marc era un buen hombre, y estaba muy lejos de ser un tonto.

—Vaya —dijo algo dubitativo—. ¿Te pasa algo? ¿Puedo ayudarte?

—No, no creo. —Me resistía a explicarle lo que pasaba. No estaba seguro de cómo podría hacerlo o sí, en todo caso, podría ayudarme.

Pese a que confiábamos el uno en el otro, un intento de salir al exterior durante un cambio de estación, aunque no un delito per se, era una locura, y de saberse se habría lanzado una alarma general. Y yo, pobre de mí, todavía quería creer que ella no se había marchado. Prefería ser prudente. Yo siempre soy prudente.

—Simplemente pensé que en casa me aburriría y decidí venir.

Sonrió como un niño travieso.

—Sí, hombre, sí. No me vengas con esas. Te mueres por divertirte con los apestosos tanques de nanomateriales y las cribas atómicas. ¿Qué joven no se sentiría feliz rodeado de desechos químicos? —Me miró fijamente—. Y ahora cuéntame una historia de marcianos. Si has venido aquí un día como hoy es que has discutido con tu chica. Siempre tan tozudos. —Se volvió—. En mis tiempos, aprovechaba cualquier oportunidad para estar con María. Pero era otra época. Y el señor tiene demasiado orgullo. —Volvió a mirarme—. ¿A que tengo razón?

—Vale, si lo quieres decir así —agité los brazos para quitarle importancia—. Pero mejor lo dejamos. No me apetece hablar de ese asunto. Como siempre, ya se arreglará.

—Sí, sí, como quieras. Pero si puedo darte un consejo...

—Marc, ¡por favor!

—Está bien, está bien, como quieras. —Retrocedió refunfuñando.

Me sumergí inmediatamente en la rutina de comprobar los controles del soporte vital. Se trataba de una de mis labores más aburridas, y tal como afirmaba Marc, completamente inútil. Como era de esperar, todo estaba bien. Los sistemas eran autorregulables y las revisiones constituían un trámite rutinario casi ridículo. Pero se trataba de una tarea metódica, y cumplió su función de mantenerme ocupado mientras esperaba a que Marc terminase su turno. Con mi llegada terminaba su guardia y podía dejar esa labor en mis manos. No tardó mucho en volver al ataque.

—¿De verdad no quieres que hablemos de ello?

—No, Marc, en serio. Ya sabes cómo son estas cosas —insistí—. No es más que una discusión entre enamorados. Pasará pronto.

—Precisamente por eso —dijo volviendo a algún tiempo pasado—, recuerdo cuando María y yo éramos novios...

—Marc, no... —dije, fingiendo una sonrisa.

—Vale, vale —contestó agitando una mano y esbozando una mueca—. Ya me callo.

Pero se quedó frente a mí, observándome con ojos de preocupación, como si fuese consciente de que había algo más en mi silencio que la simple discusión que yo empleaba como excusa.

Unos segundos después, pareció decidir que la mejor opción era marcharse y preparó otra andanada.

—Vale, si lo quieres así, no hay problema. Lo mejor que puedo hacer es irme. Si necesitas salir, ya sabes que no tienes más que cerrar el quiosco. No creo que hoy venga a buscarnos nadie, y en todo caso, Lin llegará pronto.

—No hace falta que te preocupes. Me quedaré hasta que ella llegue.

Volvió a mirarme fijamente.

—¿De verdad estás bien? ¿Puedo marcharme tranquilo?

—Pero mira que eres pesado. Que sí, que no es grave. —Señalé la puerta con seriedad fingida—. ¡Lárgate!

Sonrió. Recogió sus cosas, y desde la puerta soltó el último intento:

—Bien, ya lo sabes. Si lo reconsideras y no quieres estar solo en tu cubículo, ven a vernos. Ya sabes que a María le gustaría verte. Y podríamos hablar un poco... Hablar de otras cosas, quiero decir. Así no te preocuparás tanto...

—¡Marc!

—Vale, vale. Lo entiendo.

—No te preocupes. De verdad. Adiós.

—Adéu.

Estaba seguro de que a los dos segundos de haber entrado en su casa le estaría contando a María mis supuestos problemas con mi chica y lo muy preocupado que estaba por mí. ¡Qué hombre!

Al partir Marc, ya sólo, revisé el sistema de soporte vital para comprobar si aquella noche se había abierto alguna de las compuertas. No había ninguna indicación de que hubiera ocurrido tal cosa.

Al detectarse el cambio de estación a las 9.23 de la noche anterior, las compuertas se habían cerrado automáticamente. Pero ella ya había dado a entender que usarían a gente de los bajos fondos. Se decía que podían manipular los sistemas para entrar y salir a voluntad de las colonias. Si todo había ocurrido como ellos esperaban, era ridículo pensar que pudiese quedar algún rastro oficial de su salida. No había salidas durante un cambio de estación.

Pero si efectivamente habían salido, los instrumentos que tenía a mi disposición deberían permitirme detectar cambios en la presión, temperatura o humedad por pequeños que fuesen. De hecho, los sistemas registran cantidades ingentes de datos, y los almacenan durante veintidós horas, es decir, todo un día de Geria. Las horas de Geria son algo distintas de las de la Tierra. Tienen sesenta minutos, como siempre, pero se trata de unos minutos algo más largos que los de la Tierra. Los que llegan han de ajustar sus relojes, pero así el día de Geria tiene un número entero de horas como esperaría cualquier persona normal.

Pasado un día, los datos se eliminan automáticamente, y sólo queda constancia de las variaciones que sobrepasan los límites de seguridad de primer nivel. Pero apenas habían transcurrido unas pocas horas, y los datos todavía estarían completos y podría estudiarlos.

Escribí un pequeño programa que recorría la base de datos buscando variaciones no habituales. Fijé el primer intento en el 50% de los límites de seguridad de primer nivel.

Nada. No había indicios de variación.

Y era normal. Con las compuertas cerradas, los sistemas internos garantizaban la estabilidad de las condiciones internas indefinidamente. A menos que se produjese una avería, no habría variaciones tan grandes.

Quizá no hubiesen salido. Quería creerlo así, pero era mejor asegurarse. Ejecuté de nuevo los programas ajustando el nivel a un 5% de los límites de seguridad de primer nivel.

Casi 300 variaciones. Había bajado demasiado.

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