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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (8 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Tal y como me había aconsejado Marc, cerré el quiosco y me fui a examinar personalmente la compuerta B3-K125.

No tendría que haberme molestado siquiera.

Era exactamente lo que indicaba la descripción: una compuerta muy poco utilizada que, como todas las demás, estaba cerrada hasta el final del cambio de estación.

No había ninguna señal de que nadie la hubiera atravesado la noche anterior. Tampoco había esperado encontrarla. La salida podía haber sido una operación clandestina, pero había sido bien ejecutada.

La compuerta estaba situada en una zona de residencias ni nuevas ni viejas. No era un barrio de lujo, pero tampoco de los más pobres.

Seguro que la compuerta no se usaba más que para sacar desechos no reciclables. No es un procedimiento muy recomendable pero, si se vive en un planeta donde el clima arrasa con todo tres veces al año, no deja de ser lógico que la población lo acabe considerando como el medio ideal de deshacerse de los restos.

El paseo hasta la compuerta había sido un absurdo y un fracaso. No iba a sacar nada en limpio de aquel lugar. Regresé a la estación de control y volvía abrir el quiosco.

Estaba seguro de que la salida se había producido precisamente en aquella compuerta, pero no tenía ni idea de cómo se las habían arreglado para eliminar la apertura de los registros. Tampoco tenía demasiada importancia.

La salida era un hecho. Los datos de presión, temperatura y humedad eran un indicio cierto, aunque no constara en el registro que la compuerta hubiera sido abierta. Sólo las lluvias del cambio de estación podían ser las responsables del aumento de la humedad y la presión y del ligero descenso de la temperatura.

Según los datos que repasaba una y otra vez, las variaciones habían durado menos de dos minutos. O eran muy pocos, o habían salido corriendo. Probablemente no eran más de dos o tres. No creía que hubiese demasiados locos en Geria.

Consideré la posibilidad de que se hubiesen producido otras salidas en otros lugares de Geria, pero nuestra estación sólo tenía acceso a los datos locales, Los datos de las otras zonas se recogían y mantenían en las restantes tres estaciones de control repartidas por el planeta. Si esperaba demasiado tiempo, el sistema de registro de datos eliminaría automáticamente, en pocas horas, lo que pudiera interesarme.

Quería comprobar si la salida por la compuerta B3 era única, y para ello debía solicitar a las otras estaciones que no eliminasen sus datos.

No resultó difícil.

Primero me puse en contacto con la estación polar y solicité los datos de las doce horas posteriores al anuncio del cambio de estación. No era una petición normal, pero Amed no se sorprendió demasiado. Le dije que estaba recopilando datos para realizar un estudio sobre posibles alteraciones de las condiciones internas por efecto de las lluvias. Un artículo más para ese año, con la intención de rellenar currículo. Ambos sabíamos que los estudios sobre Geria no eran los más solicitados por las revistas científicas de mayor prestigio, pero era lo más fácilmente disponible a nuestro alcance.

Amed se mofó un poco de mí. Bueno, bastante. Acabamos apostándonos una cena a que no conseguiría sacar un artículo de aquellos datos. Acepté la apuesta, sólo por quitármelo de encima.

En las otras estaciones di muchas menos explicaciones.

Ejecuté los mismos programas sobre todos los datos, empleando simultáneamente los umbrales del cincuenta, treinta, y cinco por ciento. En lo que se refería al aspecto cronológico, el estudio era fácil. En Geria, donde la vida era casi siempre subterránea y con luz artificial, no tenía demasiado sentido mantener zonas horarias diferentes en lugares diferentes. La detección del cambio de estación se había producido a la misma hora en todo el planeta.

Los datos me señalaron anomalías similares, que indicaban una apertura en dos compuertas más: la Al-J345 de la estación polar y la D5-M128 de la estación ecuatorial. En el primer caso, la anomalía duraba tres minutos; en el otro, dos. Ambas se producían en plena noche. Los más rápidos habían sido los de aquí, a las 2.46. En la estación polar la salida se producía a las 3.37 y en la estación ecuatorial empezaba a las 3.12.

La información era abrumadora y me revelaban un Geria que quizá nadie hubiese podido imaginar.

Tal vez, y sin que quedase constancia de ello, en cada cambio de estación desaparecía un grupo reducido, como esas basuras no reciclables que se dejaban «fuera». Sabía que periódicamente se producían denuncias de personas desaparecidas, pero así sucede en cualquier ciudad razonablemente grande. Y la colonia de Geria ya lo era.

Ahora, disponía de una hipótesis que explicaba, quizá, muchas de esas desapariciones.

Yo tenía razón. De todo aquello podía salir un maravilloso artículo de investigación. Los datos y las conclusiones estaban lo suficientemente claros. Incluso, era posible, que quisieran publicarlo en alguna prestigiosa revista de la Red, una revista de esas a las que, en circunstancias normales, nunca hubiese tenido acceso. Pero sabía muy bien que no escribiría ese artículo. Ya no se trataba de ciencia o de mi carrera profesional. Era algo mucho más cercano e inmediato: la chica a la que amaba había marchado. Y no había artículo en el mundo que pudiese explicar lo que eso significaba para mí.

Salir durante un cambio de estación significaba la muerte segura, y así había sido siempre. Las viejas historias de los primeros exploradores de Geria lo dejaban muy claro. Por eso las colonias eran subterráneas, por eso existían las compuertas. Ninguno de los que habían salido durante un cambio de estación había vuelto jamás, jamás.

Pero, quizá empujado por el remordimiento de no haber sabido impedirlo, me resistía a aceptar que todo estuviese perdido. No estaba loca, seguro que había tomado precauciones. Yo siempre había sido el más prudente de los dos, pero ella no era tan irreflexiva como alguno podría pensar. Era una chica lista, tal vez demasiado impulsiva, pero no era una suicida.

Sí, pese a todo lo era. Había salido durante un cambio de estación. Por muchas precauciones que hubiese tomado, los datos eran abrumadores: nadie que hubiera estado en el exterior durante un cambio de estación había sobrevivido. Tenía que estar muerta.

Nunca más volvería a verla.

Ya lo he escrito antes y era la pura verdad. Nunca volví a verla. Nunca volví a ver sus ojos ni besé de nuevo su boca.

El hecho de que cualquiera pudiese solicitar formar parte del grupo de estudio de los saurios (nadie les había dado un nombre y, en sus lenguas, el que ellos se daban a sí mismos parecía traducirse por ese término) no implicaba que no hubiese un orden o una jerarquía. De hecho, el protocolo para tratar con posibles especies inteligentes había sido redactado mucho tiempo atrás, cuando se suponía que tal acontecimiento ocurriría pronto y que el número de civilizaciones extraterrestres sería elevado. Hasta entonces, la asamblea rectora se adhería estrictamente a él. Y, precisamente, se había convocado una reunión con el propósito de conservarlo o revocarlo.

En su mayor parte, los miembros del grupo de estudio eran entidades artificiales, tanto seres humanos que residían en mundos virtuales generados por un ordenador como nanopersonas.

El planeta había sido descubierto gracias a un sondeo rutinario. Uno de tantos.

Se abría un agujero de gusano desde el centro de estudios en Saturno hasta la estrella elegida, una de las que pareciesen más prometedoras. Durante un día, se bombeaban al otro extremo multitud de nanosondas que, luego, de forma autónoma, examinaban el nuevo entorno solar. La exploración preliminar duraba tanto como fuera necesario para estimar el número de planetas, las condiciones locales y la presencia de vida. Luego, una por una, las nanosondas que hubiesen sobrevivido al proceso, normalmente varios cientos de millones, regresaban a la boca del agujero de gusano y emitían impulsos de radiación que codificaban la información que hubiesen obtenido.

El proceso era razonablemente estándar, rápido y requería poca intervención inteligente. También era un procedimiento barato y eficaz. No tenía sentido enviar pesadas cargas cuando un número reducido de nanosondas podía atravesar en unos minutos un agujero de gusano de apenas unos centímetros de diámetro. Mantener abierto un agujero de gusano de ese tamaño requería poca energía, lo que además reducía la posibilidad de que apareciesen inestabilidades que pudieran afectar tanto al sistema de origen como al sistema de destino. El desastre que había acabado con Nereo, un satélite de Neptuno, había sido aviso más que suficiente.

Ya en su destino, las nanosondas aprovechaban los materiales del propio sistema para reproducirse a gran velocidad y crear copias idénticas que colaborasen en el proceso de exploración. Bastaban unos pocos kilos de material, lo que no producía ningún trastorno apreciable.

Con la información ya disponible en el sistema solar, ordenadores algorítmicos repasaban los datos, unían y pegaban, seleccionaban y descartaban, para producir una imagen razonablemente coherente y total del sistema estudiado. A continuación, la estrella se añadía a un espacio de ciento quince dimensiones, donde ocupaba un punto, dependiendo de su interés de acuerdo con ciento quince características básicas definidas de antemano: número de planetas, secuencia de la estrella, características de los mundos, distancias a la estrella, vida, vida animal, inteligencia, etc.. Los sistemas cuyos parámetros se hallaban en torno a ciertos valores de referencia se marcaban como candidatos a una exploración inmediata más detallada. Los otros esperaban un turno que podría no llegar nunca.

El sistema órfico, evidentemente, había disparado todas las alarmas.

Era raro encontrar planetas con vida, y en todos ellos había puestos inteligentes de seguimiento. Más raro aún era encontrar vida animal, y esos mundos atraían todo el interés. Pero los ojos ansiosos de los estudiosos de la astrobiología se volvieron inmediatamente hacia el mundo de los saurios.

Destacar personal fue una operación realizada casi de inmediato, en dos meses. La misma tecnología que permitía el envío de nanosondas permitía también el tránsito de información. Una vez allí, otros nanobots aprovechaban algún asteroide o luna cercana para construir el centro de observación. En el caso del sistema órfico, se había construido muy por debajo de la superficie de la luna cercana al planeta habitado. En apenas veintitrés horas, quedó terminado el ordenador principal que, en ese caso, se alimentaba energéticamente del gradiente de temperatura en el núcleo todavía activo de la luna. Pronto pudieron trasladarse los primeros ocupantes y programas.

Si esa operación sufrió cierto retraso en el caso del sistema órfico, sólo se debió a la necesidad de evaluar la posibilidad de ser descubiertos por los saurios. Ante una nueva civilización tecnológica, las preguntas previas eran siempre las mismas: ¿Cuál era su nivel científico? ¿Tenían actividades en el espacio? ¿Era factible mantenerse ocultos? ¿Podría abrirse un agujero de gusano bajo la superficie de su luna sin que detectasen las alteraciones? Etc..

En realidad, enviar nanopersonas no era muy diferente a transmitir personalidades informáticas. El envío de información era el mismo, pero en el otro extremo, en lugar de ocupar un lugar en el interior de un ordenador, se pasaba a habitar un nanocuerpo similar al que se había dejado en el origen. Por algún atavismo que no se atrevía a analizar, Tawa prefería mantener la ilusión de una presencia física real. Nanotecnológica, pero real.

Desde el punto de vista de la eficacia, no suponía diferencia alguna. Fabricar un ordenador o fabricar un nanocuerpo era, a todos los efectos, la misma operación. Un nanocuerpo no requería de ningún tipo de cuidado especial: ni agua, ni alimentos y tan sólo muy escasa energía. No hacía falta tener en cuenta la presencia de nanopersonas en el diseño de la base. La sensación de poseer un cuerpo propio era, como mucho, una excentricidad inocente.

Pero una excentricidad aparentemente muy difundida y popular, a juzgar por el número de nanopersonas presentes en la reunión.

En la base había 17 entidades puramente informáticas, tres de ellas inteligencias artificiales puras. Un número reducido comparado con las 198 nanopersonas. Las tres inteligencias artificiales se encargaban, además, de tareas administrativas de archivo, clasificación y comunicación. Las otras 14 entidades informáticas preferían en casi su totalidad limitarse a una tarea de asesoría sin involucrarse activamente. Eso dejaba el control efectivo del grupo en manos de las nanopersonas, lo cual tenía cierta lógica. Después de todo, a una nanopersona le interesaba todavía lo suficiente la realidad como para tener un cuerpo, aunque fuese un cuerpo extraordinariamente alejado del modelo original humano, un «organismo» que podía ser alterado, transformado, desechado o remodelado a voluntad, Como las entidades informáticas ya habían distribuido su informe y recomendaciones, la reunión estaba formada exclusivamente por nanopersonas. Siguiendo quizá otro atavismo, habían decidido congregarse en un anfiteatro natural, formado en un cráter de impacto meteórico. Los sistemas de comunicaciones lo hacían innecesario, pero satisfacía a la mayoría y así se hizo. En realidad, el enlace era directo, mente a mente, y bien podrían haber creado un escenario virtual para esa reunión.

Actuaba como moderador el fundador del grupo, Daron, nacido en el siglo XXXII de unos padres apegados a las antiguas tradiciones. Pero el joven Daron había demostrado muy pronto habilidades especulativas y científicas y, en cuanto tuvo edad para ello, abandonó la comunidad en la que había crecido para unirse al flujo principal de la humanidad. Como a tantos otros, la conversión en nanopersona le pareció un regalo
y
la abrazó con entusiasmo. Así podría estudiar por fin todos esos fenómenos extraños que le interesaban.

Tawa se había preguntado en más de una ocasión cómo un hombre que había crecido en un ambiente tradicionalista, con creencias firmes sobre lo que era un ser humano y el baremo correcto para medirlo, había podido aceptar una conversión tan radical de su naturaleza. Al él no le había quedado otra opción, habiendo sido resucitado con esa forma, pero se preguntaba cómo sería tomar esa decisión en vida, cómo sería levantarse por la mañana y decidir que tu cuerpo biológico, con el que habías crecido y experimentado tantas sensaciones, ya no era el contenedor más adecuado para tu ser. Lo cual, por supuesto, dejaba sin resolver el espinoso problema de que era el ser de un humano. ¿Había una esencia única e inmaterial que todo lo cifraba?

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