El otoño de las estrellas (22 page)

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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

BOOK: El otoño de las estrellas
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Cuando ella me lo contó, ya en la primera conversación, recordé que en la sala de recepción había también ocho cavidades justas. Ni una más ni una menos. Precisamente, el número de los que habían sobrevivido a aquel cambio de estación. La lógica me decía que el número de buscadores salvados no tenía por qué ser siempre el mismo. ¿Quién se encargaba de producir tantas cavidades como buscadores salvados? Me dijeron que no lo sabían, que simplemente sucedía.

En la sala de transformación también había otras cosas que nadie sabía explicar. Relieves extraños que nunca habían encontrado en los otros elipsoides, algo distinto. La llamaban «la máquina» precisamente por lo que hacía. Era eso lo que querían que estudiase, lo que Judith había pretendido al «llamarme». Querían una especie de ingeniero que supiese algo de soporte vital, decían. ¡Ingenuos! ¿Qué tenía que ver aquello con el soporte vital? ¿Qué imaginaban que iba a descubrir? ¿Yo? ¿Por qué yo? Estaban locos. No podía olvidar que se trataba de los mismos buscadores que habían estado tan locos como para arriesgar,
y
de hecho perder, la vida. Una vida que, irónicamente, aquella misteriosa máquina les había devuelto. Aunque, desde luego, algo cambiada...

El funcionamiento de la transformación, completamente automático, era muy sencillo. El sujeto se tendía en una de las cavidades del suelo de la máquina y, pasado un rato, se formaba una especie de capullo, posiblemente del mismo material o del mismo campo de fuerza que formaba las paredes. En su interior se producía una transformación completa, incomprensible pero efectiva. Pocas horas después, el capullo se disolvía, y el nuevo gerio se levantaba satisfecho. Inmediatamente después, casi sin solución de continuidad, la cavidad desaparecía, el suelo se volvía de nuevo uniforme y no quedaba ni rastro de lo sucedido.

Ella misma me dijo que, mientras se encontraba dentro del capullo, no había notado nada. Absolutamente nada. Había sido algo visto y no visto. Un momento y nada más. Al salir, aunque su cuerpo había cambiado por completo, había sentido el cuerpo gerio tan suyo como el cuerpo humano que había tenido antes. Sin ninguna diferencia.

Evidentemente era la misma persona. La misma psicología, la misma personalidad. Todos los gerios describían exactamente la misma experiencia: ningún cambio perceptible. Salían con un cuerpo diferente, nada más.

La misma idea de que tal transformación fuese posible me parecía una completa locura. ¡Sólo unas horas para cambiar por completo a un ser humano! Imposible. Y manteniendo del todo intacta la personalidad del buscador original. ¡Absurdo!

Ante tales situaciones siempre intento calcular. Tengo un cierto vicio por los números. Tal vez se trate de una excentricidad de ingeniero. No lo sé. Pero si sé, por ejemplo, lo que tardan los filtros nanotecnológicos, mucho más simples, en desmontar unas cuantas moléculas nocivas en los sistemas de soporte vital de la colonia. Y un cuerpo humano no son unas cuantas moléculas. El cuerpo humano tiene 10
28
átomos. Una bestialidad: un 1 seguido de 28 ceros. No era broma. Y, en cuestión de horas, todos esos átomos se reorganizaban para producir un gerio. Imposible.

Soy un escéptico: me negué a transformarme. Más tarde hablaré de eso. Pero sí quise contemplar cómo se realizaba la transformación.

Al segundo día, todos los que habían salido en ese cambio de estación ya se habían transformado en gerios. Yo no. Por suerte, no era necesario que me preocupara por la supervivencia. Yo no era como los demás. Mis cuerpo estaba reforzado por la nanotecnología con la que me había preparado antes de salir. Mis nanobombas de oxígeno y los sistemas nanotecnológicos de almacenamiento de aminoácidos me aseguraban la supervivencia durante unos cuantos días. Incluso sin agua: nanomáquinas depuradoras la fabricaban en el interior de mi cuerpo. Lo había comprobado antes de la salida. Disponía de algunos días de margen. No tenía prisa alguna por transformarme. De hecho, ni siquiera tenía claro si llegaría hacerlo. Tal vez no, incluso aunque ella ya se hubiera convertido en gerio, una opción que era completamente irreversible.

Sea como fuere, presencié todas las transformaciones. Mis siete desconocidos compañeros de salida lo hicieron en tres etapas, a medida que los convencían para que se transformasen.

Me instalé en la máquina, en la sala de transformación, como me gustaba decir a mi, y vi cómo se realizaba el fenómeno. Fue un poco incómodo estar allí durante horas. No había sillas. Al parecer, los gerios no precisaban sentarse.

Pese a ello me quedé allí, y aguanté todo el proceso. Lo que hizo falta. Y no sólo una vez, sino tres.

Sin embargo, no vi nada. Nada de nada.

El capullo se formaba muy rápido, a los pocos minutos. Primero era una especie de sombra, después un capullo casi transparente, enseguida translúcido. Finalmente opaco del todo. Adiós a la observación experimental.

Dos o tres horas así y el capullo ejecutaba la misma secuencia a la inversa: la opacidad devenía translúcida, después casi transparencia, una sombra ligera y ya teníamos al nuevo gerio.

En la segunda ocasión, mientras aguardaba frente a los capullos opacos, elucubraba. Imaginaba a mis nanomáquinas ejecutando un trabajo similar y me reía de mí mismo. Era imposible. No había forma. ¿Cómo podía ser? ¿De dónde venían las órdenes? ¿Tan rápido? Recordaba el número de átomos que forman un cuerpo humano y me preguntaba cuántas nanomáquinas harían falta para ejecutar aquella hazaña en tan pocas horas. ¿De dónde salían? ¿Quién sería capaz de fabricarlas? Imposible.

Sabía que, de hecho, los átomos de nuestro cuerpo no son siempre los mismos. Creo recordar que los cálculos indican que, en menos de diez años cambian, por completo. Físicamente somos completamente diferentes de lo que éramos diez años antes. Átomos distintos. Y, a pesar de todo, mantenemos la misma conciencia, hay una continuidad de la personalidad.

Quizá por eso, aunque pueda parecer extraño, el hecho de que la personalidad se conservase en el paso de buscador a gerio no me preocupaba demasiado. Eso mismo nos sucede a todos. Sin ser conscientes de ello, a los cuarenta años somos, desde el punto de vista atómico, diferentes de lo que éramos a los veinte años, pese a que conservamos la identidad personal. Físicamente, a nivel atómico, no podríamos ser más distintos, no podemos cambiar más, pero aún así hay continuidad. La personalidad es algo que ha de depender de la estructura y no de los átomos materiales en concreto. Ocurre. Seguro que ocurre. A todos nos ha ocurrido.

Tal vez, me atrevía a pensar, lo que la máquina hacía era, simplemente, acelerar esa sustitución atómica. Y, al tratarse de una máquina geria, producía un cuerpo gerio, aunque el original fuese humano. No podía negar que esa hipótesis tenía cierta lógica.

Llegué a suponer que todo aquello era una estrategia, para mí absurda, inútil e incomprensible, de hacer vivir por siempre a los gerios originales, a los de verdad. Una misteriosa continuidad de la forma física de una especie muerta. Una manera de seguir existiendo a partir de cuerpos humanos. Y también con personalidades humanas. Tal vez la religión geria tenía algún fundamento real. ¿Quién conocía a los gerios, a los originales? ¿Quién sabía de qué era capaz su tecnología? ¿Quién sabía qué les había movido a hacer algo así?

Yo no. Ni siquiera tenía forma de averiguarlo.

Los gerios transformados no sabían nada. Mis teorías no eran más que cábalas, hipótesis absurdas para explicar algo que no entendíamos y que se nos hacía extraño. Tal vez una explicación religiosa más de fenómenos incomprensibles.

Como ingeniero, lo que me preocupaba de verdad era la velocidad del cambio, el resultado final. La simple posibilidad de cambiar tan deprisa todos los átomos de un cuerpo. 10
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no es un número pequeño.

Si no era magia, era una tecnología imposible.

Y, desde luego, tenía que ser un proceso tecnológico. La naturaleza no hace esas cosas por sí sola. Las orugas devienen mariposas, pero no a la velocidad a la que se producía aquella transformación. Los buscadores convertidos en gerios no se equivocaban: la sala de transformación era una máquina, aunque me era del todo imposible saber de qué tipo.

Y las máquinas las diseña y fabrica alguien.

Siempre. Es algo que no falla.

¿Quién?

Otra pregunta más sin respuesta. Los gerios que conocía no eran capaces de decirlo. No lo sabían.

Al margen de su funcionamiento, la existencia de la transformación planteaba nuevos problemas, es cierto, pero hacía comprensible lo que sucedía con los buscadores y los gerios. Entender el funcionamiento de la transformación y su origen era, pensaba yo, un problema básicamente tecnológico. Aunque no imaginara siquiera la lógica y el motivo de todo aquello.

Y había problemas de lógica, sin duda. No es que me guste buscar tres pies al gato, pero... Con independencia de cómo pudiese funcionar una máquina como aquélla, de cómo pudiese existir aquel lugar, de quién lo hubiese fabricado y por qué razón lo hubiera hecho, desde el primer momento me atosigaba un «pequeño» detalle. No era el más importante, ni mucho menos, pero me preocupaba.

¿Cómo había empezado todo?

¿De dónde había salido el primero gerio transformado que había salvado a los primeros humanos transformados? Porque un humano solo, sin ayuda, no podía sobrevivir a las tempestades del cambio de estación de Geria. Eso lo sabía seguro. La pregunta era sencilla: ¿quién había sido el primero de los salvadores de buscadores?

El problema del huevo y la gallina.

Cuando se lo pregunté, ella no me supo contestar. Pero posteriormente, uno de los gerios me sugirió que tal vez, el primer salvador de buscadores había sido un gerio de verdad, uno de los originales. El último de su especie.

La gallina. La de los huevos de oro...

Puede que sí, pero ¿dónde estaba este protogerio? ¿Por qué lo había hecho? ¿Estaba vivo o muerto? ¿Dónde? ¿Por qué existían todas aquellas cosas? ¿Existía alguna relación con la religión de Geria?

Demasiadas preguntas. Y muy pocas respuestas.

No obstante, el problema más inmediato no era aquél. Ni mucho menos. Era otro muy distinto: el que había llevado a Judith a desencadenar la serie de acontecimientos que me habían llevado hasta allí. Judith creía que yo, ingeniero nanotecnológico de soporte vital, podría ayudarles a resolver aquella dificultad. ¡Qué locura!

El problema más importante, el que les preocupaba de verdad, era que los cuerpos gerios que salían de la máquina tenían fecha de caducidad.

En menos de diez días, esos cuerpos gerios degeneraban y morían.

—Ahí está. El planeta Geria —dijo Isara.

Era un mundo estéril y vacío. Había sido colonizado por los humanos, pero la colonia había sido breve y, con el tiempo, había sido abandonada. Las grandes tormentas que asolaban el planeta, destructoras y temibles, eran demasiado duras y exigentes. Con el tiempo, unos pocos centenares de años, los colonos habían encontrado intolerable esa situación y se habían marchado. La civilización humana ofrecía otras posibilidades.

Nadie más había vuelto a ocuparse de Geria. La historia del planeta, la leyenda de antiguos pobladores autóctonos, había caído en el olvido. Seguía ahí, en los registros de la humanidad, pero nadie la había considerado interesante hasta que Isara la encontró.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tawa—. ¿Por dónde empezamos?

Los dos flotaban a gran altura, intentando abarcar la mayor superficie del planeta sin alejarse demasiado. Todo el paisaje era igual, un desierto inhóspito. Según los registros, debían encontrarse en la época que los antiguos colonos llamaban estación Muerta, aquella en que la superficie del planeta quedaba completamente arrasada.

—No lo sé —dijo Isara—. Quizá deberíamos explorar primero las colonias y descubrir lo que pueda haber quedado.

—Han pasado más de mil años. ¿Qué puede quedar? —preguntó Tawa.

—No lo sé —repitió Isara—. Algo encontraremos.

Establecieron la base en un pequeño asteroide lejano. El planeta, al contrario que el sistema órfico, no disponía de ninguna luna de gran tamaño. Pero el asteroide sería más que suficiente. Desde él, podrían observar el planeta, planear descensos y descubrir lo que estuviera a su alcance. Sería una labor eminentemente arqueológica, pero por algún sitio debían empezar.

El asteroide también serviría de centro de comunicación. Sus actos serían grabados y retransmitidos a los núcleos humanos. Si aparecía algo realmente interesante, quizá eso animase a otros a venir. La exploración preliminar de la colonia humana no reveló nada. Los pocos elementos que quedaban no añadían mucho a lo que ya sabían por los viejos informes. Resultaban sorprendentes las referencias a antiguos alienígenas y a una extraña religión basada en ellos, pero nada más. El ordenador del asteroide activó los ordenadores de los distintos enclaves de la colonia y copió todos los registros disponibles, pero no encontró nada que no conocieran ya.

Días después, el ordenador les mostró el resultado de una nueva síntesis de datos.

—¿Qué es? —preguntó Tawa mirando la imagen.

Se trataba de una serie de elipsoides enterrados a gran profundidad cerca del enclave de la primitiva colonia de Geria. Una especie de tubo parecía conectarlos con la superficie.

—Son campos de fuerza-dijo Isara—. Estructuras enterradas bajo la superficie.

Tawa repasó los hechos.

—Entonces, no es humana —dijo al fin.

—En efecto —confirmó Isara—. La tecnología humana de la época no podía crear campos así. Y según la información disponible, parece que tampoco podían detectarlos. Por eso no aparecen en los registros de la época.

Las implicaciones estaban claras. Habían tenido éxito.

—Alienígenas —dijo Tawa.

Isara guardó unos segundos de silencio.

—Podría ser —asintió—. Ciertamente no es humano, aunque tampoco conocemos todas las actividades de esa época.

Tawa se estaba impacientando. No había necesidad de ser tan cautos.

—Sea lo que fuere, es lo único nuevo que hemos descubierto desde que estamos aquí. Vamos a explorar. Ya es hora.

No les fue difícil entrar. Evidentemente, la estructura no había sido diseñada para impedir el paso, sino como refugio libre. Algunas zonas del campo de fuerzas eran muy débiles y permitían ser atravesadas.

—Son como puertas —dijo Tawa—. Todo el campo parece continuo, pero es una ilusión en las longitudes de onda ópticas. En otras longitudes de onda se aprecian las aberturas con toda claridad.

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