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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero
Tags: #Col. Nova nº 142
Los seres informáticos y las nanopersonas llegaban hasta allí, tras haber oído hablar del proyecto y sentirse lo suficientemente interesados, usando la red de agujeros de gusanos. Los seres de carne y hueso lo tenían más difícil, y debían generar y mantener una vía Alcubierre que permitiese a una nave viajar por ella, mientras la deformación del espacio la movía, desde el punto de vista del mundo exterior, a velocidades aparentes superiores a las de la luz. Las cantidades de materia exótica requeridas para esas vías eran mucho mayores que en el caso de los pequeños agujeros de la urdimbre y no todas las comunidades humanas podían generarlas.
Los menos afortunados estaban obligados a viajar en veleros impulsados por láseres, normalmente producidos a partir de inversiones de población en una estrella, o navegando en naves antorcha. No importaba el tiempo que tardaran en llegar: el agujero negro seguiría allí cuando llegasen.
Otros se acercaban al proyecto por razones muy diferentes. La Ciudad les ofrecía la oportunidad de huir, de olvidar, de escapar, de dar un salto en el tiempo, de alejarse sin perder por completo el contacto. Les brindaba la oportunidad de meditar o reflexionar. O desaparecer, si a eso aspiraban.
Por una combinación de esas razones, Tawa había acudido a la Ciudad.
El concepto era bien simple. A medida que un observador se acercaba al agujero negro, el tiempo iba ralentizándose. Él no notaría nada pero, desde el punto de vista de observadores externos, se movería cada vez más despacio. El efecto podía controlarse acercándose arbitrariamente a la superficie del horizonte de sucesos sin llegar a atravesarla. Cuanto más cerca se estaba de esa superficie, más pronunciada era la dilatación temporal.
Era difícil ejecutar esa magia. Sólo ciertas órbitas eran estables y la navegación por las zonas de deriva gravitatoria resultaba muy compleja. Había que contar con la presencia siempre ominosa de un fallo, y con el hecho posible de que los múltiples controles automáticos no pudiesen rectificar una órbita a tiempo para impedir un siniestro.
A veces ocurría. Un error, y el sujeto, encerrado en su diminuta cápsula, con los mínimos elementos para mantener su personalidad, se precipitaba hacia el horizonte de sucesos sin posibilidad de retorno, atrapado para siempre. La luz emitida por el desafortunado colapasanauta se desplazaría más y más hacia el rojo, hasta oscurecerse por completo y desaparecer.
Nadie sabía que sucedía después. Un antiguo teorema ya demostraba que los agujeros negros guardaban celosamente sus secretos. De lo que pasara más allá del horizonte de sucesos nada se sabía ni nada podía saberse. Excepto la masa, la carga y el momento angular. Toda otra información que atravesara el horizonte de sucesos hacia el interior desaparecía definitivamente del universo.
Para muchos, eso era intolerable, una paradoja que ponía en duda muchos fundamentos de la realidad. Para otros, la solución era bien fácil. En el momento final de su larga vida, justo al evaporarse, el agujero negro emitiría un flash de radiación que contendría en él toda la información que el agujero hubiese absorbido hasta ese momento.
Para unos cuantos era un consuelo.
Para otros un sueño inútil.
A pesar del peligro, se contaban por millones los que habían decidido usar ese expeditivo método de ralentizar el tiempo. Después de todo, argumentaban, navegar en las mareas gravitatorias no era en realidad mucho más peligroso que hacerlo por el espacio.
Los que cuidaban del sistema eran antiguos habitantes de la Ciudad o seres que consideraban seriamente la posibilidad de usarla algún día y querían que se conservase en marcha. Siempre había candidatos para ocupar los puestos de control. Eran seres taciturnos y callados, que no revelaban antiguos secretos o traiciones innombrables. Algunos aspiraban a enterrar esos secretos entre las mareas gravitatorias del agujero negro.
Tawa no recordaba cuándo había llegado a la Ciudad; no tenía mayor interés en mantener la sensación de flujo temporal. El tiempo era algo que inevitablemente le pasaba, pero deseaba considerarlo sólo como un mecanismo natural para evitar que todo ocurriese a la vez. No deseaba verlo como un amo tiránico. Allí, él controlaba el tiempo. Si deseaba que transcurriera más rápido, no tenía más que solicitar que le trasladaran a una órbita más baja.
No lo hacía. Se sentía feliz encerrado en su pequeño mundo. En ocasiones se preguntaba por qué estaba allí. ¿Expiaba una culpa? ¿Huía del mundo para no causar más daño? ¿Huía del mundo para que éste no le pudiera causar más daño? Pero pronto desterraba esas elucubraciones y se concentraba en las tareas importantes.
Y no faltaban cosas que hacer.
La playa siempre estaba sucia. A su orilla llegaban incontables restos de otros tantos naufragios. Era preciso recorrerla todos los días, de arriba abajo, buscando los restos mayores, amontonándolos para destruirlos. En ocasiones, incluso tenía que cribar la arena, buscando pequeños fragmentos de vidrio u otros materiales que pudiesen hacer daño a los bañistas.
No es que pasase mucha gente por allí.
Tawa suponía que el programa no estaba diseñado para ofrecerle compañía. ¿Lo había decidido él mismo así? No lo recordaba bien. A cierto nivel, recordaba perfectamente todo lo sucedido y sabía también quién era. Pero a otro nivel, el principal, era el cuidador de la playa que única y exclusivamente se preocupaba de mantener limpio el litoral.
Era como ser dos personas completamente diferentes. Como existir simultáneamente en dos planos, uno por encima del otro. ¿Era su proceso de curación? ¿Quién había decidido que la pena pudiese ser expiada de tal forma? ¿Prescindir de sí mismo era la terapia que se había marcado? ¿Algún médico del alma había decidido que la disociación era el camino más adecuado?
No importaba. Había que cuidar la playa, limpiarla y acicalarla. No se sabía cuándo podía llegar alguien.
El paisaje que le rodeaba no le ofrecía muchas pistas. No parecía haber sensación de tiempo. No existían las estaciones, el sol siempre salía por el mismo sitio y se ponía también por el mismo punto, sin inclinación alguna con respecto a su órbita fija. Incluso las olas eran siempre iguales, con la misma fuerza y la misma altura. Una repetición inexorable. Ignoraba lo que había más allá de los límites de la playa; nunca se había molestado en explorar.
Sentía desgana. ¿Aburrimiento?
Un día se produjo un cambio.
Una lanza de luz atravesó el cielo y llegó hasta él, rompiendo nubes y aire a su paso, trastocando las olas y encabritando el mar. Sintió como si ardiese toda su piel, como si hirviese su sangre y saltara finalmente convertida en vapor para mezclarse con el aire y la sal, para elevarse hasta el cielo alejándose de él, dejándole convertido en un muñeco roto tirado sobre la playa.
Luego la luz desapareció.
Recordaba el dolor, pero ya no lo sentía. Seguía en el mismo sitio, con los pies hundidos en la arena de esa playa eternamente sucia y eternamente limpia, mirándose desconcertado las manos.
Era un mensaje, sí.
Los que controlaban la Ciudad podían emitir un pulso hacia el interior, un pulso que iba corriéndose a longitudes de onda cada vez más cortas, hasta llegar al individuo deseado. De la misma forma, un individuo concreto podía también emitir un pulso, un mensaje que se transformaría a longitudes más largas hasta llegar a los administradores. Tawa imaginaba que eso convertía, para todos, el agujero en una inmensa región de torres de luz que subían y bajaban trayendo y llevando sueños y esperanzas.
El mensaje era de Isara.
El cuidador de la playa no recordaba a Isara, pero el Tawa superior sí lo hacía, y éste no estaba seguro de querer conocer el mensaje. ¿Desvelar el mensaje implicaría volver a abrir la herida?
Aunque también podría ser una oportunidad. Y había tan pocas en esa playa...
Por primera vez sintió curiosidad y consultó el tiempo que llevaba allí. Se asombró al comprobar que en la galaxia habían transcurrido más de 200 años. ¿Habría conseguido ya lo que había ido a hacer allí? ¿Importaba eso? Si en doscientos años de ausencia no se había producido la curación o la expiación, quizá no estuviese siguiendo el camino más adecuado.
Abrió el mensaje.
Era una réplica.
Isara se encontraba ante él, con los pies también hundidos en la arena, mirándole fijamente.
—Hola, Tawa —le saludó.
La voz, la primera en esa playa robinsoniana, era idéntica a l a que, de repente, recordaba. No era ella, no era más que una réplica, pero sintió el impulso de abrazarla. Hasta ese momento, hasta que la vio, no había sabido lo mucho que la echaba de menos. Alargó una mano, pero la retiró inmediatamente al recordar que no podría tocarla. Un mensaje. Sólo comunicación. Mejor hablar, pensó.
—Hola —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.
Así era, efectivamente. No tenía ni idea de cuánto tiempo subjetivo había pasado para el, pero el universo había seguido avanzando ajeno por completo al hecho de que Tawa no estuviese presente para ser testimonio de lo que allí sucedía. El universo siempre prescindía de los individuos. Quizá había llegado la hora de salir.
Y sintió calma y tranquilidad. Habrían pasado muchas cosas y ya nada sería exactamente igual.
—¿Qué hay de los saurios? —preguntó llevado por un impulso.
—Oh, muy bien. El programa de recuperación avanza con celeridad y ya han reconstruido una pequeña parte de su cultura. Eso sí, en esta ocasión aceptan sin problemas la existencia de los humanos.
Tawa no pudo evitar bajar la cabeza.
—Tuvimos que exterminarlos a casi todos para que aceptasen a los humanos. Un genocidio. Un genocidio interesado.
Levantó la vista y miró cara a cara a la réplica. Estaba allí sin moverse, impasible, aguardando. Isara era muy lista y había programado esa réplica para que no siguiera con aquella conversación. Informarle de la situación actual de los saurios, sí, pero nada más. Y menos aún darle razones para pudiera compadecerse de sí mismo.
Porque eso había comprendido. Se compadecía de sí mismo. Un sentimiento inútil y destructor. No es que no fuera el responsable del casi genocidio, que lo era, y mucho, pero lo sucedido ya no tenía remedio. Debería aprender a vivir con esa pena. Y con el peso de la culpa. Pero no debía dejar que tal cosa le paralizara. Ya llevaba doscientos años congelado.
Mejor sería permitir que la réplica entregara su mensaje.
—Dime, ¿qué deseas, por qué has venido? —No se atrevió a pronunciar el nombre de la mujer: Isara, Isara, Isara.
El rostro se iluminó. Isara había estado alegre cuando lo programó. Debían de ser buenas noticias, o algo que Isara pensaba que Tawa recibiría como buenas noticias. En todo caso, era algo casi evidente. No le habría molestado en caso contrario.
—He encontrado algo que podría llevarnos a otra civilización extraterrestre —dijo la réplica—. Unos restos en un planeta abandonado.
Tawa sintió la decepción.
—Hay restos en varios planetas abandonados —señaló—. No es nada nuevo. Ninguna de esas civilizaciones alcanzó un nivel tecnológico avanzado.
—No, no —dijo la réplica—. Esto es diferente. El nivel tecnológico era más alto de lo habitual, pero lo importante es que hay informes que hablan de posibles alienígenas con vida.
—Eso es imposible —dijo Tawa. Sintió un estremecimiento.
—Los informes no son de fiar. Básicamente son relatos de los primeros exploradores y colonos del planeta. Se trata de un mundo, Geria, con una climatología extremadamente compleja. —Se detuvo—. Podría haber algo, o podría no ser nada —concluyó.
Tawa meditó durante unos segundos. No parecía una base muy firme para actuar, pero sí lo suficiente para empezar a moverse. Ya llevaba allí demasiado tiempo.
—Déjame examinar los datos.
La réplica envió el pulso de información a la cápsula de Tawa. Antes de que éste pudiese iniciar el examen, dijo:
—Yo voy a ir. ¿Me acompañas?
Seré breve, porque no tiene mayor sentido que aquí reproduzca el largo camino de explicaciones y conversaciones que mantuvimos. También hablé con Judith y otros gerios. Y yo mismo averigüe no pocas cosas, algo de lo que me enorgullezco.
Aquel lugar había existido desde tiempos inmemoriales. Por lo que sabían los gerios, incluso antes del inicio de la colonia de Geria. Había servido siempre para la recuperación de los buscadores que se atrevían a salir al exterior durante un cambio de estación.
Unos buscadores que, muy pronto, se convertían en gerios.
No les quedaba más remedio. Allí los humanos sólo podían sobrevivir dos o tres días. No había agua ni alimentos y, además, el oxígeno iba desapareciendo gradualmente hasta faltar del todo.
Tampoco era posible salir de nuevo al exterior. Las tempestades del cambio de estación de Geria eran letales, como habíamos experimentado todos. También yo.
Imaginaba que sería posible llegar al final del cambio de estación, salir al exterior y, tal vez, volver a la colonia, aunque la verdad era que nadie lo había hecho. Los cambios de estación eran demasiado aleatorios en su duración para arriesgarse a una muerte segura por inanición y falta de oxígeno.
A los buscadores se les decía que la mejor oportunidad de sobrevivir era convertirse en gerios. Los gerios podían prescindir del agua, del alimento e incluso del oxígeno. Y vivían. Eso seguro.
De hecho, nadie esperaba los dos o tres días que el cuerpo humano parecía poder resistir en esas condiciones. Prácticamente, todos los que salían para enfrentarse a las tempestades eran devotos de la religión de Geria. Nada podía parecerles más interesante que aquello que se les proponía: convertirse ellos mismos en gerios.
Todos los hacían. Casi todos se transformaban el primer día. Era lo que los buscadores deseaban en realidad, aquello por lo que habían arriesgado sus vidas. Todos aceptaban, y muy felices, la transformación.
El proceso se realizaba en una máquina que, como descubrí después, era completamente diferente a cualquier otro ingenio que hubiese visto antes. Todos la llamaban «la máquina», aunque no lo pareciera. Eso sí, era un prodigio de eficacia.
La máquina era en concreto uno de los elipsoides. Poseía las habituales cavidades en el suelo. Es más, según me dijeron, en cada cambio de estación se formaban en el suelo exactamente tantas cavidades como humanos hubiesen sobrevivido.