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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero
Tags: #Col. Nova nº 142
Lirnac consideró absurdo llevar armas. Su labor era puramente observadora y era evidente que su vida no tenía mayor importancia en ese caso. Si se cumplían los temores, ¿qué importaría su mera existencia? Si los monstruos realmente existían y habían llegado en tan extraordinarias condiciones, ¿qué no podrían hacer para defenderse? Decidió, eso sí, portar un cuchillo, el que usaba en sus exploraciones de campo, el que tantas veces le había servido en diversidad de ocasiones. Era como un elemento ritual que, después de todo y pensándolo bien, tal vez necesitaría.
El resto era equipo, especialmente el comunicador. Debería emitir su informe inmediatamente después de haber evaluado la situación. También llevaría varias cámaras y micrófonos. El consejo bien querría confirmar su análisis.
El lugar del contacto estaba cerca y decidió caminar. No encontró a nadie. Supuso que todos se habían apartado deliberadamente de su camino, para preservar su paz mental y tranquilizarlo, o para no tener que enfrentarse a él antes de que fuese necesario. Corrió a cuatro patas, apartando los pulgares de las manos para no dañarlos contra el suelo, serpenteando por el camino de tierra que llevaba hasta el punto de encuentro.
La mañana era algo fría, pero Lirnac había vivido situaciones peores. Pensó que el sol pronto comenzaría a calentar y mejoraría el tiempo. Subió una ligera loma, tras la cual se encontraba el prado que los mensajes, esos absurdos mensajes, indicaban como el lugar de aterrizaje. Le habían advertido que estaría sólo; ninguna nave aérea sobrevolaría la zona y ningún otro observador se acercaría, al menos hasta que él emitiese su primer informe y fuera interpretado. No le importaba: prefería trabajar solo.
Aguardó a media distancia del punto de aterrizaje. No exactamente oculto, pero tampoco mostrándose abiertamente. Tal vez careciese de importancia, pero deseaba conservar las pequeñas ventajas que estuvieran a su alcance.
El objeto bajó lentamente del cielo, como si fuese una hoja que caía, pero al contrario que una hoja, siguió una trayectoria perfectamente definida y precisa. A Lirnac le gustaba el orden.
El objeto era como un disco vagamente grisáceo. Lirnac no podía saber que habían elegido esa forma porque era la más adecuada, dada la tecnología de impulso que empleaba, para penetrar en la atmósfera. Tampoco tenía forma de apreciar la ironía de que el primer encuentro entre la humanidad y otra civilización extraterrestre se realizase por intermedio de un objeto tan parecido a un platillo volante. En su mundo tan poco proclive a mirar al espacio, no habían existido absurdas creencias pseudorreligiosas de origen semitecnológico.
Tampoco podía saber que los tripulantes del objeto habían discutido repetidas veces sobre la forma que debían adoptar durante el encuentro. ¿Deberían intentar parecer lagartos, o sería mejor optar por la forma humana? Después de intercambiar argumentos decidieron que lo mejor era presentarse como seres humanos, haciendo que los nanocuerpos se ajustasen en la medida de lo posible a un cuerpo humano real, incluyendo la transpiración y el olor.
La compuerta del disco se abrió. Lirnac se mantuvo inmóvil, con la vista fija en aquella pared que se movía. Vio oscuridad al otro lado y luego percibió movimientos. Bajó una figura, juego otra, y otra, y otra más. Cuatro en total, que permanecieron junto a la nave. Movían la cabeza de un lado a otro.
Para Lirnac fue como si el paisaje diese un vuelco. La escena casi campestre que había vivido hasta ese momento se trastocó. Aquellas criaturas olían, estaban vivas, eran lo que afirmaban ser. El olor era penetrante, fijo, irreal, incomprensible. Era un punto que le atraía, que centraba uno de sus principales sentidos en las figuras. Sintió que se le tensaban los músculos en su deseo de huir y escapar.
Vivas eran criaturas vivas.
Mamíferos. Ratas híperdesarrolladas.
Luchó por controlarse, por controlar sus instintos, las pulsiones más olvidadas. Era un observador y cumpliría su misión hasta el final. Se situó frente a ellos, se mostró y se acercó despacio.
Mientras lo hacía examinó a los cuatro visitantes. Eran más altos que él, aunque no parecían más fuertes. Las pieles eran diferentes, como si fuesen frágiles y delicadas. Tres de ellos eran de color claro, el cuarto bastante más oscuro. Se sostenían sobre las patas traseras y parecían sentirse cómodos en esa posición. Y olían, ¡cómo olían! Lirnac no podía evitar prestar atención al olor.
A unos cinco metros, uno de ellos abrió una cicatriz en la cabeza, que Lirnac comprendió que debía ser la boca, y emitió un sonido. La pronunciación no era muy buena, y la cadencia fallaba, pero se entendía:
—Saludos, venimos en paz —dijo.
Hablaban.
El consejo, y todo el planeta, debía de estar siguiendo el contacto por las cámaras que portaba. Gracias al espectrógrafo también estarían percibiendo el olor. Pero esperaban su impresión, la reacción personal. Levantó la mano hasta la boca y comenzó a dictar su informe preliminar.
Los mamíferos empezaron a inquietarse. Tal vez entendían lo que decía. Lirnac los ignoró. Debía su informe al consejo, no a ellos. Los mamíferos se habían convertido ya en irrelevantes.
—No somos únicos —fueron sus palabras finales.
Los mamíferos parecían haberse vuelto locos. Le hablaban una y otra vez. Insistían en sus ridículas palabras: paz, cooperación entre especies, su deseo de no causar daño.
Absurdo.
¿No comprendían que no podían causar más daño del que ya habían producido?
Lirnac sacó despacio el cuchillo con la punta mirando hacia la nave. Los mamíferos se detuvieron de inmediato y retrocedieron. Un comportamiento puramente instintivo, sin embargo Lirnac sintió una ligera satisfacción interior. Al menos, los había asustado.
Durante un segundo, reptil y mamíferos se miraron. Para Lirnac aquella mirada contenía todo un mundo que, de pronto, había dejado de tener sentido. Los otros cuatro no sabían todavía lo que habían perdido.
Con gesto rápido, Lirnac movió el cuchillo y se lo clavó en el cuello.
Ahora podría contar que regresé de la muerte, y que fue gracias a la religión de los gerios, en la que antes no creía. Que fueron ellos los que me concedieron una especie de inmortalidad inesperada y no querida.
Y sería la verdad.
También podría decir que, tal vez trastornado por el miedo, había confundido la muerte con el primer desmayo. No fue nada agradable encontrarme desnudo y atado a la estructura, también desnuda, de la tienda. Veía que mi pobre piel era la última barrera de defensa ante la enfurecida tempestad del cambio de estación de Geria. Una defensa bien pobre. No podía engañarme, sabía que mi complejo sistema nanotecnológico no serviría de nada frente a la extraordinaria fuerza disolvente de la tempestad: las nanomáquínas podían reparar tal vez una pequeña herida superficial, pero no recomponerme del todo. La muerte era lo único que podía esperar de todo aquello. Aunque tal vez me desmayé antes.
Y también sería cierto.
Incluso podría decir que lo que ahora paso a relatar lo soñé. Es extraño hasta tal punto que rompe con todo lo que había esperado, todo lo que podía esperar. Y, si he de decir la verdad, en ocasiones pienso que lo sucedido fue un sueño.
Sea como fuere, el hecho cieno es que, sin que nunca haya podido determinar cuánto tiempo estuve «muerto», en un momento dado me reencontré de golpe conmigo mismo. Fui consciente de estar tendido en una especie de cama, completamente desnudo, mientras recuperaba poco a poco la conciencia.
No fue como despertar de un sueño. Fue algo muy distinto. Yo era en un experto en eso de volver de los sueños, cada día, cada mañana...
Incluso con los ojos cerrados, la oscuridad que llenaba mi mente se fue abriendo, sin prisa, pero al mismo tiempo sin ninguna pausa. Una nebulosa de luz envolvió gradualmente mi conciencia y, muy despacio, supe que, con total independencia de lo que hubiese sucedido antes, mi yo volvía a estar allí. Completo. Como siempre. Una vez más frente al mundo, cara a cara con la realidad, delante de lo mucho que queda siempre por saber, por conocer, por evaluar, por querer, por gozar, por vivir...
Pasado un momento no demasiado largo, me atreví a abrir los ojos.
Estaba en una especie de habitación de formas extrañas. No eran las formas rectangulares y paralelepípedas habituales en las construcciones humanas. Más bien me parecía encontrarme en el interior de un elipsoide de gran volumen. Todo estaba redondeado, pero no de manera regular. Era evidente que la dimensión de uno de los tres ejes dominaba sobre los otros dos. Quizá por eso pensé en un elipsoide. No sabría decirlo.
Una luz difusa, de un blanco azulado, se correspondía excepcionalmente bien con la extraña nebulosidad que me había devuelto los sentidos incluso antes de abrir los ojos. No vi dónde nacía la luz; simplemente estaba allí.
El techo, o quizá sería mejor decir la parte más alta, quedaba lejos. O al menos eso me parecía. Tampoco veía las paredes más que como fronteras opacas y lejanas. Un horizonte de un blanco impreciso en todas direcciones.
Estaba tendido en una cavidad del suelo. Tenía forma alargada pero no precisamente rectangular. Las formas redondeadas lo dominaban todo. Ahora que lo pienso, no recuerdo haber visto ninguna arista.
La cavidad servía de cama y, para ser sinceros, mí cuerpo se encontraba allí francamente bien. Nada me molestaba.
Poco a poco, sin esfuerzo alguno, con unos músculos y articulaciones que respondían con presteza a mi voluntad, sin la más mínima incomodidad ni rigidez, me incorporé.
No estaba solo.
En el suelo había siete cavidades más. No eran completamente iguales a la mía. No pude percibir ningún tipo de regularidad. Pero, en cierta forma, todas las cavidades se parecían en un aspecto que en aquel momento no llegué a comprender.
Y en todas las cavidades había una persona desnuda: cinco mujeres y dos hombres. Y yo, claro. Todos parecíamos bastante jóvenes.
Una de las chicas ya se había incorporado y estaba sentada en el interior de su cavidad-lecho. Debía de haber recuperado la conciencia antes que yo. Los demás estaban como dormidos. Ni siquiera parecían respirar.
Acabé sentado como había hecho la chica.
Nos miramos. Ella esbozó una especie de sonrisa de reconocimiento, pero he de decir que no la conocía. Aun así, por no ser menos, yo también sonreí.
Inmediatamente se me ocurrió que, durante ese cambio de estación, eran ocho las personas que habían salido al exterior.
Y que, sin que supiera por qué o por quién, todas habíamos acabado allí.
También de inmediato, una especie de voz escondida en lo más hondo de mi cerebro y de mi conciencia, me dijo que no, que éramos once las personas que habíamos salido. Pero (y había una tristeza muy específica asociada a esa idea) tres se habían perdido. ¿Cómo lo sabía? Imposible decirlo, aunque no me cabía duda de que estaba en lo cierto. De la misma forma incomprensible, sabía que se habían producido tres salidas (cuatro contando la mía) y que una se había perdido del todo.
Lo sabía. Eso era lo más extraño. Y no comprendía cómo.
Me lo pregunté y consideré la posibilidad de comentarlo con la chica que había despertado cuando se produjo un cambio. Un cambio importante.
En la dimensión más larga del elipsoide, al otro extremo de donde nos encontrábamos, apareció una figura.
Y cuando digo aparecer me refiero a eso exactamente: primero no estaba y luego, de repente, pareció que siempre hubiera estado allí.
Se trataba de una forma humanoide que, haciendo caso omiso de los demás, se acercó directamente a mí. Caminaba con gracia y originalidad. Sin que yo supiera cómo, emitía un aura de amabilidad y confianza.
Al acercarse pude apreciar más detalles. Era ligeramente más baja que yo, pero de formas suaves, redondeadas y más estilizadas. La piel, si de eso se trataba, era de un color gris perla extremadamente claro, casi brillante. No pude determinar su sexo: no tenía ni pene ni vagina. Tampoco tenía pechos. Estaba completamente desnuda, sin vello ni cabello. Tenía tres dedos en cada mano, pero ninguno en los pies.
El rostro era plano. Quizá llevado por la analogía, interpreté las cavidades superiores como dos grandes ojos, sin párpados ni pupilas. No había rastro de boca o nariz. Sólo los dos «ojos» ovalados, de color azul, que permanecían siempre abiertos. Quizá las pequeñas concavidades a ambos lados de la cabeza eran orejas. No lo sé.
Supuse que era un gerio.
Una vez más, una voz en algún lugar del interior de mi cerebro me dijo que no. Que tal vez en cierta forma... pero no exactamente.
¿Telepatía?
Otra vez la voz: un poco quizá, pero tampoco exactamente.
No lo entendía. Me decidí a hablar. Como por efecto de encantamiento, había dejado de ser consciente de los otros que se hallaban presentes en las restantes cavidades del elipsoide. No sabía qué hacían. En realidad tampoco me importaba.
—¿Qué eres? ¿Quién eres? —pregunté.
—Uuuurgaaareeeesss —oí que decía. No comprendí nada.
Inmediatamente, la voz del interior de mi cerebro me habló de forma mucho más estructurada. Ya no era como antes, cuando me había parecido como un convencimiento, como un conocimiento adquirido. Ahora era como si escuchara normalmente con el oído y mi cerebro se encargase de interpretarlo. No le hago justicia, pero lo reproduciré como si fuese un diálogo hablado:
«Soy humano como tú. Pero no puedo hablar como antes. Ya ves lo que sale sí intento emitir sonidos. Hay otra forma de comunicarnos, como ya sabes.»
—¿Telepatía?
«No exactamente. No puedo introducirme en tu cerebro y leer tus pensamientos, si eso es lo que te preocupa. Simplemente emito señales que tu cerebro recoge y puede asociar a la interpretación que haría del lenguaje hablado.»
—¿Y yo? ¿Basta con que sólo piense? ¿Me entenderás?
«No. Es mejor que vocalices y hables. Así emites señales que yo puedo captar más fácilmente. No olvides que soy tan humano como tú.»
—¿Cómo es posible?
«Es una larga historia. Mejor será que, por el momento, salgamos de aquí. Acompáñame.»
Le seguí y llegamos al punto donde, hacía un momento, él mismo había aparecido. En el camino vi a otro de aquellos seres «hablando» con la chica que seguía todavía sentada en su cavidad-lecho.