El otoño de las estrellas (17 page)

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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

BOOK: El otoño de las estrellas
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Afortunadamente, disponía de cables y extensores de todo tipo. Fijé el extremo de un extensor automático a lo que había de convertirse en la entrada de la tienda. El otro extremo del control de extensión me lo fijé en el cinturón, con la precaución de dejar un margen de unos diez metros libres. Pensé que bien podía resistir que me arrastrasen diez metros. Incluso contra una tormenta como aquélla...

Una vez preparado y con el casco puesto, me dispuse a activar los mandos manuales de apertura.

Ahora estaba sujeto a dos puntos del recinto. Una de las fijaciones sin margen, y la otra con más de tres metros de cable. También había sacado la tienda de la mochila y la sostenía en la mano con un cable de diez metros colgando en el agua desde la tienda hasta mi cinturón. Creía tenerlo todo previsto.

Abrí la compuerta.

Casi sin darme cuenta, el remolino enfurecido de la tempestad, quizá reforzado por la forma cilíndrica del recinto, me arrancó la tienda de las manos. Presentí más que vi que la tienda volaba al exterior del recinto, y quise imaginar que los diez metros de cable y la agitación de la tormenta harían que, de un momento a otro, la tienda tocara tierra, cosa que, tal como había dispuesto, activaría automáticamente el proceso de montaje.

Pensé que tres minutos serían suficientes, debían ser suficientes. No me veía capaz de soportar por más tiempo los intentos del remolino por apartarme de las fijaciones. Y la compuerta volvería a cerrarse en cinco minutos. En medio de todo aquel caos, no era cuestión de intentar mirar el reloj. Intenté contar hasta doscientos porque quería darle al menos esos tres minutos a la tienda y, además, estaba seguro de que contaría a un ritmo de más de un segundo por segundo. La adrenalina produce esos efectos.

Cuando terminé el recuento, cuando ya no podía más, solté la fijación sin cable.

Fue inmediato.

Empujado por fuerzas que ni siquiera había imaginado, salí volando hacia el exterior tal y como había supuesto. No me escapé de recibir un par de golpes, primero en la pierna derecha contra la pared del recinto y otro en el brazo. Inútil anorak...

Casi inmediatamente se produjo el cierre automático de la compuerta. Habían pasado los cinco minutos. El cable de tres metros que me unía al recinto se tensó. Por suerte, la tempestad me mantenía volando y apartado de aquella gigantesca boca que se cerraba.

Por otro lado, el cable que me unía a la tienda no estaba tenso. Era una buena señal. Significaba que la tienda había tocado tierra y se había montado a menos de esos diez metros de margen. Me sentí aliviado.

Estar fuera del recinto era peor. La fuerza de la tempestad, no contenida por la pared de la compuerta cilindrica, me arrastraba hacia fuera. El cable de tres metros estaba extremadamente tenso y me hacía daño. El cierre de la compuerta no había ayudado en ese punto. Por suerte, en ningún momento choqué con la superficie. La tempestad me hacía volar como una cometa rota del todo inútil. Por un momento llegué a pensar que el cinturón podría partirme en dos.

Casi como una apuesta conmigo mismo, tuve la idea de calcular mentalmente cuál podría ser la fuerza del viento para llevarme de aquella forma. Pero evidentemente, aquél no era un momento adecuado para cálculos.

Había llegado la hora de activar al mismo tiempo los dos controles de los cables que me colgaban del cuerpo. Tenía la impresión de que si no conseguía sincronizar la operación, la fuerza del viento y la tempestad acabarían rompiéndome en dos. Llegué a temer, presa del más negro pesimismo, que el extensor acabaría perdiendo la batalla frente a la fuerza de la tempestad. ¿Adonde iría a parar?

Pero cuando estás en el baile, hay que bailar. No me lo pensé dos veces. La situación ya era lo bastante incómoda.

Accioné el extensor del cable que me ataba a la tienda, al mismo tiempo que soltaba el cable de tres metros que me mantenía unido a la fijación del recinto tras la compuerta.

El extensor me arrastró casi siete metros hasta la puerta de la tienda. Fue bastante más lento de lo que había imaginado. La tempestad era fuerte y no parecía dispuesta a renunciar a su cometa improvisada. Pero el extensor se portó bien y me llevó hasta la tienda.

Abrir la maldita puerta de la tienda fue otra aventura que, finalmente, logré con penas y trabajos. Me arrastré como pude al interior y me conformé cuando, al cerrar la entrada, descubrí que sólo un palmo de agua cubría el suelo.

Estaba a cubierto. Lo había conseguido.

Aunque no se parecía en nada a lo que había imaginado. Y mucho menos a lo que había previsto...

Miré la hora y me sorprendí al comprobar que eran las ocho pasadas. Había tardado mucho más de lo que había previsto. Después de todo, mi excursión no parecía demasiado exitosa: seguía a menos de diez metros de la colonia. ¡Caray!

La tienda se había fijado maravillosamente bien al suelo. Por ese lado no había ningún peligro. En otros aspectos, la cosa no iba tan bien. Pero no era culpa de los fabricantes de la tienda.

Durante la salida, el casco, la máscara de respiración y la ropa habían impedido que el agua entrase en contacto con mi piel. Pero sí había mojado la tienda. Y tan sólo un par de horas después, empecé a comprobar los efectos,

Todavía no se cómo, pero el material de la tienda iba diluyéndose poco a poco. Aquello que llamábamos agua no era tal y parecía tener las propiedades de un ácido que actuaba con extrema lentitud pero de forma ineludible.

Sea como fuere, a eso de una media hora antes de la medianoche, a las 10.30, de la tienda ya no quedaba más que un ligero velo que pronto fue perforado por la fuerza del viento.

Me quedé en el interior de la estructura de la tienda, sintiendo de nuevo todo el fragor de la tormenta y toda la violencia del viento. Un viento que esta vez no me arrastraba porque, habiéndolo previsto, me había atado a la estructura de la tienda con las fijaciones de las que todavía disponía. No iba a servirme de nada.

Lo que le había sucedido al material de la tienda habría de acabar pasándole a la ropa. Era tan sólo una cuestión de tiempo. Primero el anorak, después las otras prendas, luego la malla, y al final la piel. Eso, siempre que el casco y las gafas aguantaran...

Pensé durante un momento en el idiota en que me había convertido. Mira que salir al exterior durante un cambio de estación de Geria... Yo, un tipo siempre tan racional. Si eso sólo lo hacían los Socos... Era una forma segura de no regresar, de morir. ¡Mierda, mierda, mierda!

Lo único que había conseguido era un suicidio de alta tecnología y sumamente complicado.

No fue agradable. Eso lo puedo asegurar.

Si no me equivoco, debían de ser las tres de la madrugada cuando morí.

La figura medía unos ciento sesenta centímetros de altura. La piel, escamosa y reluciente, era de un tono verdeazulado, aunque se apreciaban otros colores y matices, particularmente tonos amarillos y rojizos, que se desplazaban caprichosos sobre la piel creando peculiares diseños. La cabeza era grande y mostraba una boca chata para un reptil, pero aún así destacada. Si bien la figura se mantenía erguida, era evidente que tal vez tendiera a colocarse a cuatro patas para correr. Se apoyaba por el momento sobre dos patas poderosas y una cola que tocaba el suelo, fuerte y vigorosa aunque no excesivamente gruesa.

Las manos eran quizá lo más chocante. En cada una de ellas tenía dos pulgares opuestos que podían levantarse, posiblemente para quedar protegidos si tocaba el suelo con la palma. Una palma que era especialmente correosa. Los ojos eran grandes y líquidos, y mantenían su mirada fija e inquietante sobre los visitantes; no parpadeaban. La figura parecía estar prácticamente desnuda, aunque llevaba algunos elementos colgados alrededor del cuerpo, quizá instrumentos o algún tipo de adornos. Lo único que podía considerarse una prenda de vestir era una especie de chaleco largo que llegaba hasta el suelo, aunque no parecía cubrir en concreto ninguna parte del cuerpo salvo la espalda.

Ni Tawa ni ninguno de sus compañeros sabían cómo había llegado hasta allí. Tampoco sabían que había sido el elegido por el consejo local para ir al encuentro de los farsantes.

Cuando se hizo evidente que el mensaje no era un elemento natural, alguna forma extraña en que la naturaleza se reía del Pueblo, la sociedad de los saurios se había conmocionado, Había sido una conmoción tranquila e inhumana, como todos sus comportamientos. Los humanos no habían podido, o no habían querido, percibirla.

El mensaje socavaba los fundamentos mismos de la civilización de los saurios. Era imposible, y por tanto, no podía ser real. El silencio era el mejor modo de actuar y también la mejor estrategia. Científicos futuros descubrirían su verdadera naturaleza y la paz volvería por fin al Pueblo.

Pero, desgraciadamente, no iba a ser así.

La maldad del universo parecía no tener límites. No sólo los mensajes se habían vuelto más insistentes, sino que habían manifestado la insolencia de una pretensión de aterrizaje y, con ello, forzaban el absurdo e improbable contacto.

¿Contacto con quién?, se preguntaban los saurios, para quienes la existencia de otras criaturas inteligentes era una imposibilidad absoluta. Lo habían demostrado en múltiples ocasiones sus más preclaras mentes y era la pieza fundamental de su manera de entender la vida. ¿No habían establecido esa cuestión, de una vez por todas, los axiomas de Nasshre cuatro siglos atrás? Lo que no existía en la Tierra no se repetía en el cielo, y el Pueblo era único y múltiple, y estaba solo.

¿Por qué se había vuelto la naturaleza contra ellos? ¿No era ya lo suficientemente dura su existencia, con una primera fase animal llena de sacrificios y a la que pocos sobrevivían, como para tener que soportar esa broma cruel? Era como si de pronto se abriese ante ellos un abismo, y todo el pueblo volviese la vista temeroso e incapaz de soportar la idea de mirar lo que había más allá.

El objeto había aparecido en el cielo.

Eso hizo temer a muchos, pero ninguno se atrevió a manifestarlo explícitamente. ¿Y si era cierto? ¿Serían aquellos mensajes productos reales de otras criaturas inteligentes como ellos? ¿Criaturas no sólo capaces de pensar y razonar, sino también de viajar por el espacio y trascender los límites de la gravedad planetaria? ¿Criaturas que no se limitaban a teorizar sobre las cosas, que los visitaban para comprobar si todo era cierto?

Pero ¿dónde quedaban las promesas? ¿No eran el único pueblo? ¿No deberían serlo por siempre? ¿Eran falsos los fundamentos mismos de una sociedad y una cultura que tenía ya miles de años? El pueblo era lento y estable, y hacía tiempo que había conseguido dominar su naturaleza animal. La razón era su triunfo, y la aceptación de su destino el pago por el privilegio de ser el Pueblo.

Ir más allá era inconcebible. La mente se rebelaba ante la posibilidad misma de contemplar esa idea herética. Una idea que tal vez incluso la evolución había esculpido durante milenios en sus cerebros.

El pueblo contuvo el aliento al enfrentarse con el objeto. Lo seguían de cerca y con ojos fijos, temiendo en cualquier momento la terrible confirmación, pero guardando siempre la esperanza de que no fuese realidad. Ignorarlo quizá demostrase ser la mejor política. Así habían hecho con los falsos mensajes. Pero esto era distinto. El objeto existía, parecía material y eran demasiado racionales para ignorarlo. Allí estaba y sería preciso enfrentarse a él.

Conociendo de antemano el supuesto lugar de aterrizaje, el consejo local se reunió para tomar una decisión. Era un grupo de viejos reptiles cansados, poco proclives a reunirse y decidir. El Pueblo era por naturaleza individualista y su forma de gobierno una anarquía, ligeramente reglamentada, basada en la confianza mutua. La presencia cercana de otros individuos, salvo en circunstancias especiales como la reproducción, les ponía nerviosos. Menos que nunca deseaban los consejeros reunirse en esa ocasión. No querían enfrentarse a una crisis así.

El envío de un representante parecía la mejor opción, alguien responsable, que pudiese transmitir con fiabilidad la información y cuya observación fuese certera y ajustada. Alguien, en suma, al que se le pudiese encomendar el desmoronamiento de toda una forma de vida.

Lirnac recibió la noticia en sus habitáculos. Dormía, y su cerebro soñaba con una época lejana en la que corría libre por entre altos árboles y pantanos, atravesando una vegetación espesa y huyendo de los depredadores, sin saber que era heredero de una inteligencia y que toda una civilización le esperaba. El sueño siempre le inquietaba un poco, pero al despertar nunca lo recordaba. Ningún miembro del Pueblo recordaba conscientemente su etapa de maduración.

Lirnac era miembro del grupo de observadores, uno de los encargados de que el equilibrio natural se mantuviese. Se le consideraba estable y fuerte, capaz de resistir la conmoción, al menos hasta el momento de informar. Él podría evaluar e identificar, él podría confirmar o desmentir. Luego, ya se vería... En todo caso, los consejeros habían elegido bien.

Lirnac no deseaba la tarea que le habían encomendado, pero tampoco podía negarse. Aunque el Pueblo estaba formado por individualistas, también respetaba una jerarquía clara. Los miembros de mayor edad tomaban decisiones, opciones cuya sabiduría e inteligencia no se discutía. Después de todo, ¿no habían tenido ellos más tiempo que los demás para desarrollar los dones de la civilización y la razón? Ningún joven recién salido de la ciénaga podía competir con un viejo lagarto curtido por la vida.

La mañana del encuentro, Lirnac meditó sobre la mejor forma de presentarse. Decidió al fin vestirse con un chaleco de gala, el que se llevaba en la ceremonia de aceptación, cuando los nuevos miembros de la comunidad salían de las ciénagas y ocupaban su lugar entre el Pueblo. Era una vestimenta de orgullo, que marcaba un punto de inflexión, un antes y un después en la vida de todo saurio. Le pareció adecuado. Después de todo, en la ceremonia de aceptación los jóvenes saurios oían por primera vez la lengua hablada y tenían el primer contacto con la vida social. Hasta ese momento, se evitaban cuidadosamente unos a otros y jamás interactuaban. El premio por sobrevivir era la integración. Poco a poco, se desarrollaban las capacidades ocultas de su cerebro y se iba descubriendo y dominando la lengua que se hablaría en el futuro. Porque en los saurios no sólo la gramática era instintiva, sino también gran parte del vocabulario. Sin bien había diferencias lingüísticas entre las distintas razas de saurios, todos ellos, ayudados por el olor y los gestos, podían comunicarse sin problemas porque compartían una base común.

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