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Authors: Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero

Tags: #Col. Nova nº 142

El otoño de las estrellas (26 page)

BOOK: El otoño de las estrellas
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Lo intentó una y otra vez. Y otra. Y otra. Y otra más. Cada nuevo universo era similar y diferente. Cada uno se modificaba en su forma particular, con distintas leyes físicas, con un destino diferente impreso en la trama de su inevitable devenir. Sin embargo, todos compartían algo en común, una especie de aire de familia que indicaba que estaban relacionados.

Todo universo se reproducía. Todo universo heredaba características de universos anteriores. Todo universo permitía variaciones de esas características en sus propios universos-hijo para dar posibilidades a la evolución. Tres características típicas de los seres vivos. ¡El universo estaba vivo! ¡Todo el racimo era un Universo vivo! La vida, al extenderse por el universo, no había hecho más que reclamar lo que ya le pertenecía desde el comienzo. La vida inteligente tenía sentido: había surgido para permitir la reproducción del universo. Una vez llegado a cierto punto de madurez, casi al final de su ciclo vital, el universo estaba listo para reproducirse, para cambiar, para evolucionar. Sólo necesitaba un mecanismo que lo despertara y orientara hacia su destino final. Y ese mecanismo había estado esperando durante millones de años.

La mente universal tenía por fin lo que más deseaba: una idea de su propósito, de su razón para existir. Ahora sabía para qué estaba allí, conocía su tarea. Y disponía de mucho tiempo para ejecutarla.

Y allí permaneció, construyendo cosmos.

XXIX
La religión de Geria

Bien, así termina todo. Olvidémonos ahora de la mente universal que los xila quieren construir. Es algo que queda muy lejos, demasiado lejos. Olvidemos el vértigo y volvamos al hoy.

Voy a hablar de mí y de lo que he hecho.

A menudo ni yo mismo llego a entenderlo. En muchas ocasiones dudo. Siempre he dudado.

Anaá no me dijo por qué me explicaba todo aquello. Por qué me lo decía precisamente a mí. Dicen que los designios de los dioses son del todo inescrutables y, al menos en aquel punto, los objetivos de Anaá (prácticamente un dios) eran del todo incomprensibles para mí.

Tampoco sé por qué debo guardar el secreto. Un secreto que nadie creería. Un secreto que no afectaría en nada a los planes cósmicos de los xila. Tal vez Anaá me impuso esta carga pensando justamente en mi.

Tal vez, de una forma que no me dijo, comprendió cómo me sentía. Quizá Anaá sabía mejor que yo mismo por qué me había decidido a salir al exterior durante un cambio de estación de Geria. Por que había arriesgado la vida, por qué me había metido en toda aquella absurda aventura. Yo, un chico tan sensato, tan prudente, tan tranquilo...

Tal vez Anaá ya sabia que yo volvería. No podía ver el futuro, pero sí preverlo.

Volví.

Ella ya no era ella. Ni siquiera pude abrazarla. Todavía hoy lo lamento, pero así ocurrió. Me sentía traicionado, pero quiero pensar que no actuó el rencor.

Por eso no me quedé con ella, con los gerios, con el infinito futuro abierto por los xila.

Por eso volví.

Tuve muchos problemas para recuperar mi vida. Fue difícil justificar mi ausencia. Si hubiera dicho que había estado en el exterior y que había vuelto, nadie me hubiese creído. Nadie vuelve del exterior durante un cambio de estación. Todos pensaron que me había dedicado a algún sucio negocio y que no quería confesarlo. Me investigaron, pero no descubrieron nada.

No había nada que descubrir, y la verdad les hubiese parecido la más fantástica de las mentiras.

No dije nada. No hablé de los gerios, de la inmortalidad proporcionada por los xila, del vértigo cierto de un futuro sin medida.

La religión de Geria languideció como un grupúsculo de locos. Supongo que algunos buscadores siguieron saliendo, y no dudo que siguieron transformándose para unirse a la restringida sociedad de gerios y de ahí, tal vez, a la futura mente universal que los xila construían. Pero la religión pronto se extinguió. El suicidio ritual no es la mejor forma de conseguir adeptos. Si yo hubiese hablado, las cosas hubieran sido distintas. Pude transformar la absurda y equivocada religión de Geria en la más importante en la historia de la humanidad, y Geria se habría convertido en un exitoso planeta de peregrinación.

Pero no fue así.

Había prometido guardar el secreto. Había prometido dejar tiempo a la humanidad para que descubriera por sí misma el amplio futuro que los xila deparaban al universo... Algún día, la humanidad habrá avanzado tanto que se acercará al nivel de los xila. Ese día redescubriremos el secreto de los xíla y podremos integrarnos sín problemas en la mente universal. Es la promesa de Anaá y, como seres inteligentes de este universo, nuestro destino final.

En realidad, la religión de Geria tuvo muy mala suerte. El primer buscador que lograba regresar de un cambio de estación, el primero y el último, no era un creyente y no tenía mayor interés en reforzar los cimientos de su fe.

Mis razones eran otras.

No me importa demasiado, la verdad.

Porque la religión de Geria era una mentira. Nada de lo que imaginaba era cierto. La realidad, como es habitual, superaba la ridícula fantasía de los padres fundadores. El universo era más grandioso y aterrador de lo que nunca se había supuesto.

Ahora, cuando ultimo este texto, ya ha pasado el tiempo. He vivido, he sufrido, he gozado, he envejecido y he visto cómo la colonia de Geria envejecía conmigo. Pronto moriré. Tampoco eso me importa demasiado. Es lo normal en los seres humanos. Sé que hay otras opciones pero la mía es ésta.

No obstante, he querido escribir mi testimonio de lo sucedido, he querido dejar mí historia para el lejano futuro. Guardo el secreto para Geria y la actual cultura humana. Lo prometí. Anaá sólo me pidió eso. Ha sido mi voluntad que ni siquiera el futuro conociera nuestros nombres, el mío y el de ella. No importan. ¿Qué es un nombre? Nada.

Quizá la remota humanidad del futuro descubra mi escrito y decida actuar. O quizá lo ignore, considerándolo lo que parece: la narración de un loco.

Pronto volveré a salir. Yo sé cómo hacerlo sin peligro. Buscaré de nuevo la sala de la transformación (o, mejor, me buscarán para llevarme a ella) y pediré que dejen allí copia de este texto. Lo harán. Incluso si todos los gerios abandonan el planeta, como ya están haciendo los humanos, mi relato quedará allí. Anaá no me negará ese capricho.

Quizá algún día alguien descubra este texto.

Por lo que pueda significar. Hay otros hombres y otras maneras de afrontar la realidad y las esperanzas que encierra el futuro.

Debo terminar ya. Sólo una última cosa.

La vi por última vez. Me preparaba para volver y vino a mí.

—Quédate —me dijo con una comunicación mental que sonaba a susurro.

Se me ofrecía. Me ofrecía la inmortalidad. Me ofrecía ocupar un puesto, mi puesto, en la mente universal. Los otros gerios se preparaban para esa empresa y ella también lo haría.

La miré.

No era ella. Era un gerio.

Había adoptado una postura que ya conocía y que me dolía en el alma. Me había dejado por los gerios. A ellos les guiaba la fe religiosa.

A mí, no.

¿Debí haberme quedado con ella?

Sigo sin saberlo.

Me sentía cansado y había visto demasiado. Dije que no. Creo que hoy haría lo mismo.

Tal vez me equivoqué al rechazar esa oportunidad.

Pero elegí yo. Para bien o para mal, mi futuro lo elegí yo.

Epílogo

La mente universal, que era muchos y era una, había esperado durante largo tiempo.

Durante su infancia, el universo acababa de nacer, apenas tenía quince mil millones de años, y las estrellas todavía ardían. Esa época no duró mucho, apenas un parpadeo, y las estrellas pronto se apagaron. Pero la mente siguió allí.

El universo se llenó de pequeñas enanas rojas, las ascuas de lo que antes habían sido los presuntuosos fuegos estelares. La vida en el universo sobrevivió, sí, porque la vida poseía constancia, pero el universo se convirtió definitivamente en el reino de los microorganismos. Ningún animal pluricelular podía sobrevivir en esas condiciones, sin ningún gradiente energético lo suficientemente grande como para mantener una biología compleja.

Pero incluso las enanas rojas estaban destinadas a morir. Su dominio fue más largo que el de las estrellas ardientes, sí, quizá un suspiro frente a un parpadeo, pero también pasó.

Y el rostro del universo cambió de nuevo.

Ya sólo quedaban los restos de las estrellas. Enanas marrones, enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. La materia oscura, lo que había formado la mayor parte de la masa del universo, se acumulaba lentamente en el interior de las estrellas para morir también. Incluso el protón, que había parecido eterno, se desintegraba: había llegado su hora.

Y con los protones, también murió definitivamente la vida. El universo crecía, y cada vez estaba más vacío.

La mente universal aguardaba.

Una eternidad después sólo quedaban los agujeros negros.

Durante un tiempo pareció que ésa sería la configuración estable del universo. Un cosmos desprovisto de todo, excepto crueles pozos gravitatorios. Las colisiones entre ellos eran raras y se producían muy esporádicamente. Pero eran espectaculares y ofrecían algo de actividad en un universo cada vez más estático.

Sin embargo, nada es eterno, y los agujeros negros demostraron no ser una excepción. La radiación Hawking, los efectos cuánticos en el borde del horizonte de sucesos, les hacían emitir radiación, con lo que perdían masa y al final estallaban en una terrible explosión de partículas. Recreaban, durante un breve instante, algo que había sido propio de las condiciones del universo en sus orígenes. La pérdida por radiación era extremadamente lenta, pero el tiempo es un enemigo inexorable contra el que resulta imposible luchar.

Y así, los señoriales agujeros negros también se desvanecieron.

La mente aguardaba.

El cosmos era ya un lugar irreconocible para las mentes individuales que habían nacido durante su más tierna infancia. Las fuentes de energía habían desaparecido, y sólo restaban los breves y exiguos procesos energéticos causados por efectos cuánticos y extrañas transiciones de fase.

Pero había transcurrido mucho tiempo y previsiblemente había de transcurrir mucho más. Sin embargo, la mente universal aguardaba a que el cosmos volviese a hacerse muy interesante.

Era una posibilidad remota, pero dado el tiempo suficiente, incluso las posibilidades remotas se convierten en certidumbres. El universo poseía una pequeña energía de vacío. Era posible, por tanto, que existiesen incluso niveles inferiores de energía de vacío. Alcanzarlos requeriría una fluctuación cuántica, de forma que el universo cambiase de fase, como el hielo, cuando lo había, solía convertirse en agua al calentarse.

En algún momento del futuro, una región del universo, sin que importase su tamaño, experimentaría ese cambio de fase. Y en ese punto nacería un nuevo universo. O, podría decirse, el universo sería recreado.

El viejo universo desaparecía a la velocidad de la luz. La nueva fase del universo se expandiría a la velocidad de la luz, arrasando todo lo que había sido antes.

Pero en su lugar, habría un nuevo comienzo, una nueva vida. La constante cosmológica del nuevo universo sería otra, y las leyes de la física y el valor de las constantes naturales serían completamente diferentes.

Y en ese nuevo universo, quizá apareciese de nuevo la vida. Quizá las condiciones fuesen más agradables y positivas. Quizá, esa nueva vida produjese inteligencia.

Era una esperanza.

La mente universal había esperado mucho tiempo. No había estado ociosa. Había aprendido a forzar la reproducción del universo y lo había hecho en incontables ocasiones. Había muchos cosmos que eran resultado directo de sus acciones.

Eso estaba bien.

Pero también deseaba una renovación para sí. Y esa renovación llegaría algún día con total certeza. No sabría que lo había hecho, porque ella misma desaparecería a medida que el nuevo universo se expandiese. Pero esa muerte formaba parte del ciclo de las cosas.

La mente universal aguardaba la llegada del nuevo universo con ansiedad. Pero también con paciencia.

Y tenía todo el tiempo del mundo para esperar.

Nota de los autores

La hipótesis de la Tierra Rara, que afirma que los mundos con vida animal compleja podrían ser muy escasos en el universo, está descrita en
Rare Earth. Why Complex Life Is Uncommon in the Universe
, de Peter D. Ward y Donald Brownlee. Se trata de una lectura fascinante y refrescante frente a la, tal vez, excesiva sacralización del proyecto SETI y la siempre molesta paradoja de Fermi. En nuestro caso, hemos exagerado los efectos y, en realidad, apenas hemos arañado siquiera la superficie del libro. En él hay material para varias novelas de ciencia ficción.

El comportamiento de los agujeros negros y la forma de usarlos para producir energía están descritos en ese texto clásico de la mecánica relativista que es
Gravitation
, de Charles W. Misner, Kip S. Thorne y John Archibald Whecler. La matemática nos derrota ya por completo, a uno de nosotros nunca se le ha dado bien el cálculo tensorial
y
el otro ha sabido olvidar, por lo que esperamos no haber falseado demasiado la física del proceso.

Qué sucede con la información que cae en un agujero negro es un asunto complejo que plantea varias paradojas. No tenemos una única fuente clara, sino varias más bien dispersas y de difícil explicitación, pero puede conseguirse más información en:

http://math.ucr.edu/home/baez/physics/Relativity/BlackHoles/info_loss.html

Alan Guth, impulsor de la idea de la inflación, ha trabajado también en complejos cálculos sobre la física de la «creación de universos en el laboratorio». La referencia más accesible se encuentra en «Is it possible to Create a Universe in the Laboratory by Quantum Tunnelíng?», de Edward Farhi, Alan Guth y Gemal Guven, aparecido en la revista
Nuclear Physics
(B 339, pág. 417, año 1990). También resulta de interés a este respecto el artículo «The Natural Selection of Universes Containing Intelligent Life», de Edward R. Harrison, hoy profesor emérito del departamento de física y astronomía de la Universidad de Masachusetts. El artículo se publicó en 1995 en el
Quarterly Journal of the Royal Astronomical Society
(volumen 36, páginas 193-203), y lo conseguimos gracias a los buenos oficios de Jordi José, catedrático de física en la Universidad Politécnica de Cataluña.

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