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Authors: Osvaldo Bayer

Tags: #Ensayo

Loa Anarquistas Expropiadores (9 page)

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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El matrimonio Gatti es muy afable con todos los nuevos clientes. El es muy correcto y gana la simpatía de los vecinos. Se los ve salir todos los días, con el carro que le compró al antiguo carbonero Benjamín Dominici, a repartir las bolsas.

Pero en la primera semana de marzo de 1931, los vecinos se enteran, que a pesar de que el negocio de carbonería marcha bien, el matrimonio Gatti ha decidido dejarlo para regresar a la Argentina. Todos lo lamentan y el carbonero Gatti se despide con su amable sonrisa de siempre. Pasan los días y, precisamente el 18 de marzo por la tarde un guardiacárcel de la prisión de Punta Carretas observa atentamente a los reclusos que gozan de su corto recreo diario del patio. Tiene la sensación de que algo inusitado está ocurriendo pero no puede decir qué es. Se le ha dado instrucción precisa de que vigile expresamente al alemán Erwin Polke, pero éste está jugando allí, en el medio del patio, al ajedrez. Tal vez por eso mismo es lo extraño: pareciera que Polke se hubiera situado allí para que la atención de los guardias se volcara sobre él.

Minutos después se oyen gritos exteriores, pitadas y sirenas. Los gritos parten de vecinos de la carbonería “El Buen Trato”. Es que han visto salir a unos cuantos desconocidos por los fondos y han creído que se trata de ladrones que están desvalijando la ex carbonería de Gatti. Se agolpan enseguida policías y guardiacárceles y rodean el terreno. Es cuando aparecen dos nuevos desconocidos por la puerta del fondo, y al verse rodeados, tratan de meterse de nuevo al local. Pero ya es tarde. Los aprehenden y cuál no es la sorpresa de los guardicárceles presentes al reconocer que trata de dos penados de Punta Carretas, uno de ellos Aurelio Rom, anarquista, cuñado de Antonio Moretti.

Al entrar en el local, la policía se encuentra con algo inusitado: un profundo pozo perfectamente iluminado que pareciera ir al centro de la tierra: es un cuadrado de dos por dos apuntalados con maderas. Se baja con una escalerilla hasta cuatro metros de profundidad. De allí comienza el túnel de 50 metros de largo. “Es una obra técnicamente perfecta” dirán luego los ingenieros de la policía. Por él, una persona de mediana estatura puede caminar con absoluta comodidad, está realizado en forma de bóveda y tiene iluminación eléctrica, lo mismo que caños para su ventilación desde el exterior. Además, cada veinte metros hay una campanilla eléctrica por la que se emiten señales desde la entrada.

La salida del túnel perfectamente calculada da a un baño del pabellón de la cárcel donde estaban los anarquistas.

Los realizadores del túnel son además de Gino Gatti, a quien desde entonces se lo llamará siempre “el ingeniero”, Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes, el “capitán” y Fernando Malvicini (un anarquista rosarino, integrante del grupo de Severino Di Giovanni hasta el fusilamiento de éste ocurrido dos meses antes en la Penitenciaría). El momento culminante fue, sin duda, el instante en que debían dar el último toque y hacer la salida en el baño de la prisión. Para ello, la noche anterior habían llegado a apenas 50 centímetros de la salida, y así lo dejaron, apuntalado al piso del baño y esa delgada capa de tierra con un gato de chata, es decir, esos poderosos artefactos que servían para colocar debajo de los pesados carros para cambiar ruedas. Cuando llegó la hora de recreo de los presos, Roscigna y sus compañeros desde adentro del túnel con el mismo gato de chata levantaron el piso del baño. En la cárcel los únicos que estaban enterados eran Vicente Moretti, su cuñado y los tres anarquistas catalanes presos desde el asaltito a la casa Messina. El primero en ir al baño fue Moretti, quien se encontró no sólo con el agujero sino también con la escalerilla para bajar. Luego salieron los tres catalanes y detrás de ellos cinco presos comunes que aprovecharon la bolada. Nueve en total. Cuando de dispuso a salir Rom y otro preso común, fueron apresados.

Tres eran los coches que esperaban a los prófugos en la calle que daba a los fondos de la carbonería. De allí hullero sin dejar rastro.

Roscigna había cumplido su palabra: liberar a sus compañeros. Pero esa fuga de presos que tan perfectamente sincronizada había sido realizada y en la que no fue necesario gastar ni una bala, iba a ser la cauda de la definitiva perdición de Miguel Arcángel Roscigna.

Apenas 9 días de libertad iba a gozar Vicente Salvador Moretti, y para peor, con él caerán sus liberadores.

Luego de pasar la noche en la casa del anarquista Germinal Reveira, en la calle Legionario 2326, Moretti y los tres anarquistas catalanes toman distintos caminos. A Moretti lo espera Roscigna en un escondite que considera seguro: una casa de la calle Curupí, próxima a la avenida Flores, frente al hipódromo de Maroñas. En la habitación de delante de esa casa está instalado el comité del Partido Colorado Radical uruguayo. A ellos, el dueño de la casa, Roberto Dassore, les ha alquilado el último cuarto del fondo. Es un lugar ideal del cual pueden salir y entrar por que siempre hay mucha gente y su presencia pasa inadvertida.

Todas las mañanas, Roscigna sale a comprar el diario. A él le gusta siempre cambiar opiniones con la gente de la calle: para despistar ha cambiado su atuendo por ropas humildes: usa saco pijama y un pantalón barato, alpargatas y gorra. Cada vez que llega a comprar el diario, Roscigna le dice le dice al canillita: “Deme el pasquín burgués que habla de los asaltantes”. Y se queda conversando con él. Esa forma de pedir el diario le llama la atención al vendedor de diarios que, ni corto ni perezoso se lo cuenta al comisario seccional. Éste, al día siguiente destaca a dos empleados de investigaciones a esa esquina para ver de qué tipo se trata. Pero ese día no vendrá Roscigna. La suerte en contra le ganará de mano a la alcahuetería del canillita.

El 27 de marzo de 1931 anda la perrera por la calle Curupí: una simple jaula en un carro donde amontonan a todos los cuzcos sin dueño. El cazador de perros, armada de lazo, es un ex penado, José Sosa, que ha pasado varios meses en Punta Carretas por carterista y canflinflero. Ahí frente al comité de los colorados radicales hay un miserable lanudo que no se deja atrapar y se mete en el caserón. El perro Sosa se mete detrás de él. En el ancho patio está Vicente Moretti tomando mate y gozando del fresco de la mañana. Ante la imprevista aparición del perrero, Moretti se sorprende primero y después le grita: ”Deje tranquilo al pichicho, amigo”. Sosa simula protestar y se va con las manos vacías pero contentísimo: acaba de identificar a Moretti, el evadido de Puntas Carretas. El lo conoce muy bien porque estuvo preso en el mismo pabellón. Y por eso deja el carro con los perros como está y corre a la comisaría. Allí, casi sin aliento el perrero habla de su gran descubrimiento: “¡es Moretti! ¡yo lo conozco bien!”

Los uruguayos son gente precavida: hasta concentran piquetes del 4 de Caballería del Ejército Oriental para tomar la casa de la calle Curupí. Pero no es necesario. Cuando a la casa entran 53 policías con armas largas encuentran a Moretti leyendo en el patio, ignorante de lo que ocurría. En ese ínterin, sale de su cuarto Roscigna. No está armado y ve que le apuntan. En un primer instante no sabe como reaccionar. El momento de la captura es un tema que se conversa siempre entre los anarquistas acosados por al policía. Y Roscigna solía repetir a sus compañeros las distintas reacciones en el momento de la muerte, que tuvieron dos anarquistas rusos en el patíbulo: el campsino Gabriel Michailoff y el estudiante Rissakof, los dos autores del atentado contra Alejandro, zar de todas las Rusias. Michailoff era un campesino de 21 años, enorme como un oso, de larga cabellera y penetrantes ojos azules. Lo trajeron a la plaza Simeón para ahorcarlo delante de todo el pueblo. En medio del silencio de hombre y de mujeres que habían concurrido hasta con sus hijos para ver el espectáculo, el verdugo levanto el lazo de la horca para ponérselo al cuello, y el oso Michailoff con absoluta tranquilidad levantó la mandíbula como ofreciéndole caballerescamente su garganta. Pero ocurrió lo increíble.

Cuando el verdugo hizo funcionar el mecanismo y el pesado cuerpo del campesino cayó en el vació, se rompió la cuerda y Michailoff se vino abajo. Pero se levantó, con el cogote medio dislocado y el cuello casi reventado por el que se le escapaba sangre para afuera y para adentro, y nuevamente, con toda dignidad volvió a ofrecerle su garganta para la segunda cuerda. Pero no había caso, no eran cuerdas para el peso de Michailoff; nuevamente se rompió como un hilo de cocer. El hijo de la estepa hizo un esfuerzo sobrehumano para levantase de nuevamente pero quedó en cuatro patas, cegado por la sangre que le llenaba los ojos y respirando por medio de ronquidos por los borbotones que le estaban llenando los pulmones. Ocho hijos de campesinos como Michailoff pero con uniforme lo arrastraron como pudieron y medio sentado, medio en cuclillas, le pusieron la ter pero con uniforme lo arrastraron como pudieron y medio sentado, medio en cuclillas, le pusieron la tercera cuerda que esta vez sí, quedó soberana, tensa con su carga que pegaba sacudones como un gallo con el cuello retorcido.

El espectáculo iba a tener su gran final con el estudiante Rissakoff. A éste lo trajeron bien atado con cuerdas que parecían haber cortado la circulación de sus largas manos, tan pálidas parecían. Todo en él era palidez y en su cara se reflejaba el hambre de los estudiantes pobres de Rusia. Pero el no ofreció el cuello como Michailoff. Al contrario, comenzó una de desesperada resistencia y pasó al ataque. No tenía otra cosa con qué atacar que sus dientes y empezó una danza alocada, cómica, tratando de alcanzar con sus mandíbulas a todas las manos de los carceleros que procuraban sofrenarlo. Era imposible, parecía un lobo escuálido defendiéndose de una jauría de perros. Hasta que el más vivo de los policías dio el golpe maestro: lo agarró de los pelos y con otro que lo agarró de los pies lo tiraron al suelo donde le rompieron la cadera a patadas. Lo dieron vuelta y después, lo levantaron todo descangallado, como una cucaracha que le han pisado el abdomen y lo colgaron. Algunos les pareció que todavía en el último estertor, el estudiante Rissakoff seguía pegando dentelladas.

Roscigna tenía delante de él armas que lo apuntaban y él mismo estaba desarmado: ¿valía la pena hacer lo de Rissakoff, intentar una resistencia inútil? Esto ya lo había probado Severino Di Giovanni dos meses antes. ¿O hacer lo de Michailoff? ¿Ofrecer elegantemente el cuello y quedar a la merced de ellos? Se decidió por esto último. Sabía que sería entregado a la policía argentina. Con él, caen Vázquez Paredes, Malvicini y el “capitán” Paz.

La detención de Roscigna fue anunciada con toques de sirena por los diarios uruguayos. La policía oriental, no sabiendo qué hacer para demostrar su hazaña los expuso a los cuatro: Roscigna, el capitán Paz, Malvicini y Moretti en el patio de la jefatura, sentados en sillas, con las manos esposadas a la espalda. Todo el periodismo rioplatense se dio cita para mirar a los anarquistas. A Roscigna, que es corto de vista, le han quitado los anteojos. Cuando los periodistas le hacen preguntas responde con deferencia y tranquilidad, con frases cortas. Pero donde se extiende es cuando habla de la policía, con profundo desprecio. Dice que son “los sirvientes mal pagos de los explotadores y los burócratas del poder”. A manera de explicación de su modo de vida dice que “alguna vez se hará justicia a los anarquistas y a sus métodos: nosotros no tenemos a nadie quien nos financie nuestras actividades, como la policía es financiada por el Estado, la iglesia tienen sus propios fondos, o el comunismo tienen una potencia extranjera detrás. Por eso, hacer una revolución, tenemos que tomar los medios saliendo a la calle, a dar la cara”.

Con una celeridad pasmosa, a las pocas horas de la noticia de Roscigna llega el pedido de extradición por parte de la cancillería argentina. Es el comisario Fernández Bazán que ha hecho apurar las cosas y hay un Ministro del Interior don Matías Sánchez Sorondo que en ese sentido responde de inmediato porque siente una singular alergia por todo lo que sea anarquista, más todavía que por lo radical o yrigoyenista. Fernández Bazán, con su modo práctico de ver las cosas, sabe que gente como Roscigna no se cura más. Por más cárcel que el metan, así lo pongan diez cerrojos siempre va a ser un peligro constante. A granes males, grandes remedios. Valga el ejemplo de Di Giovanni, cuatro tiros y a otra cosa. Muchos años van a pasar hasta que nazca otro Di Giovanni. Mientras tanto, paz y Tranquilidad.

Por su parte, Roscigna sabe que está en una situación muy difícil. Que si accede a la extradición será entregado atado de pies y manos a la dictadura de Uriburu que lo fusilará sin remedio si llega a pasar el puerto. El sabe bien los recursos que gastan allí: se lo recibe bajo acto, muy ceremoniosos, y cinco metros más adelante “el sujeto trató de resistirse quitando el arma a uno de sus custodios por lo que tuvo que ser muerto”.

Así como a Roscigna no le tiembla la mano en el momento de actuar, sabe que enfrente, a Fernández Bazán tampoco le tiembla la mano. El anarquista piensa y encuentra una salida: se acusa ante los uruguayos de ser el autor de la evasión de presos de Punta Carretas y de haber robado tres automóviles para la huída de éstos. Lo mismo harán Malvicini, el “capitán” Paz y Vázquez Paredes… Mientras dure el juicio no podrán ser remitidos a la Argentina. La justicia uruguaya los condenará a seis años de prisión. Lograrán así prolongar sus vidas por seis años. Pero más no. A Fernández Bazán no se le escapará la presa.

El anarquismo expropiador en la Argentina como vemos dio figuras muy singulares con personalidad propia. No está en discusión aquí la justicia, el delito de su acción. Eso ya lo ha juzgado la sociedad en que vivimos.

Dentro de este medio, de ese sentido de mirar las cosas, personalidades con características propias en el anarquismo expropiador fueron, sin lugar a dudas Severino Di Giovanni y Miguel Arcángel Roscigna, Buenaventura Durruti y Andrés Vázquez Paredes, Emilio Uriondo y Juan Piano, Eliseo Rodríguez y Juan Antonio Morán, Gabriel Arguelles y Gino Gatti, y muchos otros.

Los anarquistas expropiadores de ese breve década de la violencia en la que actuaron fueron encerrándose en un círculo cada vez más estrecho que, visto desde la perspectiva de hoy, aparece como un esfuerzo en vano, como un sacrificio inútil, con una violencia que sirvió más para destruirse a sí mismos que para hacer triunfar la idea: practicaron el asaltito y la circulación de moneda falsa para atender las necesidades de su movimiento, para liberar a sus presos, para atender a las familias de los perseguidos: pero en esos asaltitos y falsificaciones caía más de uno a su vez preso (cuando no era muerto) y entonces los que quedaban tenían que volver a recorrer el círculo sin salida, y de ahí en más. Salvo casos excepcionales que ya veremos contra todo lo que puedan afirmar las crónicas policiales o los anarquistas intelectuales o sindicalistas puros de aquella época, ninguno de ellos aprovechó para sí mismo el producto de lo “expropiado”: los que no fueron muertos y pudieron sobrevivir la dura cárcel de Ushuaia volvieron a trabajar en sus antiguos oficios, unos como albañiles, otros como obreros textiles, otros mecánicos, cumpliendo duras horas de labor pese a sus años. Es decir, lo que puede estar equivocado es el ideal abrazado por ellos y el método elegido pero no su honestidad en seguir hasta sus últimas consecuencias.

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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