Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
—¿Acaso cree que seguir el significado de las cartas le proporcionará alguna especie de paz? ¿Se trata de eso, Abdulia? —preguntó.
—El destino quiere que muera por haber permitido que mi hijo Zachary muriera. Soy tan culpable como todos los demás: la enfermera, el sacerdote, y también el avaricioso, el vanidoso, el arrogante. Usted tiene una hija. Estoy segura de que entiende el castigo que merezco.
—Se equivoca, Abdulia —dijo Dark—. ¿Es que no lo entiende? Roger y usted están cautivos, igual que la imagen de la carta del Diablo. Podrían liberarse fácilmente de esas cadenas, pero han elegido seguir esclavizados. No tiene por qué ser así.
Abdulia abrió unos ojos como platos. Sus mejillas enrojecieron intensamente. Todo su rostro parecía a punto de explotar de furia.
—¡NO ME HABLE A MÍ DE CARTAS!
—Sabe que tengo razón.
—¡USTED DEBE DARME MUERTE!
—No —repuso Dark—. Irá a prisión.
De pronto, Abdulia se lanzó contra él, intentando una acción que Dark ya había presenciado antes: suicidio por medio de la policía. Pero él se hizo a un lado rápidamente, sacó las esposas del cinturón y cogió a la mujer del brazo. Ella gritó y se debatió con furia cuando le colocó ambos brazos a la espalda para esposarla. No habría ninguna carta de la Muerte. Habría un juicio. Habría un veredicto dictado por un jurado popular. Y habría una sentencia. «Ahí tienes tu destino».
En medio de la lucha con Abdulia, Dark alcanzó a ver la expresión en el rostro de Knack, que movía sus ojos abiertos en dirección a la ventana: «Urgente. Ahora. ¡Mire!».
Dos segundos después, el cristal estalló en pedazos.
Cuando Roger Maestro vió que Dark colocaba un par de esposas alrededor de las muñecas de su mujer se quedó momentáneamente perplejo. No sabía qué hacer.
Abdulia le había dicho que obligaría a Dark a suicidarse. Dark aceptaría la carta de la Muerte, del mismo modo en que habían obligado a Jeb Paulson a personificar la carta del Loco. De lo contrario, Hilda moriría. Y también el periodista. Un hombre como Steve Dark no permitiría que murieran más personas inocentes.
Pero si Dark se negaba a hacerlo, Abdulia inclinaría la cabeza. Y entonces Roger debía matar a Dark.
Volarle la cabeza.
Llevarle la Muerte.
Mientras tanto, el periodista, Knack, observaría toda la escena y luego le contaría al mundo lo que había visto en ese faro.
El precio que había que pagar por negarse a aceptar tu destino.
La última carta, la última muerte. Luego, finalmente, ambos podrían marcharse a algún lugar a descansar en paz. Abdulia se lo había prometido. Después de esa última muerte todo estaría bien. El equilibrio quedaría por fin restablecido.
Pero Abdulia nunca le hizo la señal convenida, sino que se lanzó contra Dark, gritando como si sufriera un terrible dolor. ¿Qué le había dicho aquel hijo de puta? ¿Qué podía haberle dicho para enfurecer de ese modo a su esposa? Ella era un modelo de serenidad, de paz interior. Era una mujer que conseguía tranquilizar los ríos de ira de su propio corazón. Nada de eso tenía sentido. Roger se quedó momentáneamente confuso mientras veía cómo Dark inmovilizaba a Abdulia y le doblaba cruelmente los brazos detrás de la espalda para colocarle las esposas. Se suponía que nada de eso tenía que suceder. No formaba parte del plan. Abdulia nunca le había dicho que eso siquiera fuera una posibilidad.
De modo que Roger Maestro alzó el fusil ignorando el dolor de la herida en el costado, apuntó y disparó.
Un segundo antes de que la ventana explotara, Dark cogió a Abdulia del brazo, la empujó con fuerza hacia la derecha y ambos cayeron al suelo. Una lluvia de cristales se abatió sobre sus cuerpos. Alguien les estaba disparando. Roger, sin duda. El francotirador condecorado. Oculto en una colina cerca del océano, al mismo nivel que el faro, exactamente como lo haría un soldado. El agua a su espalda, los enemigos frente a él.
Dark se arrastró rápidamente hasta el lugar donde Hilda yacía inconsciente. Ambos eran demasiado visibles. Roger podía tener munición de sobra. Podía seguir disparando y disparando y disparando…
Roger bajó el fusil y cogió los binoculares. La imagen no tenía ningún sentido. Dark estaba en el suelo cubriendo a la mujer. Pero Abdulia también yacía en el suelo. Parpadeó y enfocó nuevamente los binoculares. Su esposa temblaba como si tuviera frío. Seguía sin tener sentido. ¡Nada lo tenía!
Knack no olvidaría jamás esa imagen mientras viviera: los disparos, los gritos de la mujer que lo había secuestrado, el cristal de la ventana estallando en sus oxidados marcos de metal, sus ojos completamente desnudos y expuestos. El rostro del periodista se sacudió, parpadeando de forma involuntaria, haciendo un esfuerzo extremo con los músculos que consiguió despegar la cinta que sujetaba el párpado del ojo izquierdo. Lo cerró con fuerza, pero el derecho aún permanecía abierto, sujeto por la cinta adhesiva. No podía apartar la vista. En su regazo había un montón de diminutos trozos de cristal. La mujer estaba en el suelo y parecía tener contracciones espasmódicas. Del costado de la cabeza brotaba un pequeño hilo de sangre. Luego, mucha sangre. Knack no quiso mirar. Giró el ojo hacia arriba, tratando de fijar la mirada en la semioscuridad del exterior del faro. Allí fuera había alguien con una arma. Alguien que acababa de disparar contra ese jodido faro y podía volver a hacerlo, fácilmente, y Knack no podía hacer nada al respecto a menos que primero decidiera bajar el brazo y asfixiarse hasta morir.
Abdulia profirió un grito. Dark la ignoró. Intentó levantar a Hilda. ¿Qué le habían suministrado para drogarla? Palpó su cuello buscando el pulso. Fuerte y regular.
—Hilda —susurró—. Venga, despierte. Puede hacerlo. Usted me salvó, de modo que ahora yo la salvaré a usted.
En ese momento se oyó un débil tono de llamada telefónica.
Roger mantuvo el teléfono pegado a la oreja mientras vigilaba el interior de la linterna a través de los binoculares. «Venga, Abdulia, contesta. Levántate. Muéstrame que estás fingiendo».
Dark tenía que sacar a Hilda de allí.
—Venga, Hilda, despierte. Por favor.
La esposa de Roger no contestó. ¿Por qué no respondía al teléfono? El disparo había sido fácil, pero en el último momento Dark se había agachado y lanzado a la derecha, como si hubiera tenido alguna especie de premonición. Roger, sin embargo, estaba acostumbrado a disparar contra blancos móviles. En una fracción de segundo había compensado la dirección y vuelto a disparar. Había alcanzado a Dark en la cabeza, ¿verdad? Vió la salpicadura de sangre. Una herida en la cabeza.
A menos que…
No.
A ella no.
Eso era injusto.
Eso era completamente injusto.
Roger levantó el fusil y apoyó el ojo en el extremo de la mira telescópica.
Abdulia se sentía débil. No podía mover los brazos. Oyó el teléfono, deseaba con todas sus fuerzas apretar el botón verde y hablar con Roger por última vez. Pero ni siquiera estaba segura de poder formar las palabras.
No era así como se suponía que debía pasar. Dark era un hombre que mataba monstruos. Bueno, se suponía que debía matarla a ella. Roger lo vería y Dark también moriría. Roger se quitaría la vida y finalmente volverían a estar juntos en un plano de existencia mejor que ése, dejando atrás su historia para que el mundo la estudiara. Otros lo habían intentado. Ninguno de ellos tenía una percepción tan profunda como la suya.
Pero, a la postre, no tenía importancia. Aunque nunca había esperado ser alcanzada por el disparo de Roger, sabía que él nunca permitiría que Dark saliera con vida del faro. Y entonces estarían juntos.
Mientras la vida la abandonaba lentamente, Abdulia recordó la noche que conoció a Roger y la lectura que le había hecho. Al principio, él pensó que era una tontería. Ella sabía que ahora Roger no pensaba lo mismo. Aquella lectura había cambiado sus vidas para siempre.
Ella había estado esperando la Muerte desde hacía mucho, mucho tiempo.
Dark llevó rápidamente a Hilda a la escalera de caracol que comunicaba con la sala de vigilancia una planta más abajo. Las paredes eran gruesas y, siempre que la mantuviera alejada de las ventanas, Hilda estaría a salvo de las balas de Roger. Abrió con la rodilla la puerta de un armario y luego dejó con cuidado a la mujer dentro del mueble. Fuera de la línea de fuego y protegida por dos paredes.
Un momento. Eso no era suficiente. Se quitó el chaleco antibalas y lo colocó sobre el pecho de Hilda.
¿Dónde estaba Graysmith ahora? Pensó que estaría lo bastante cerca como para oír los disparos, pero quizá no fuera así. Dark se sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla de marcación rápida. Esperó a que sonara seis veces y luego desistió. Quizá Graysmith estaba tratando de despejar a Roger de la ecuación.
Entonces recordó que Knack aún se encontraba arriba, en la linterna del faro, completamente expuesto. Cerró la puerta del armario y corrió escaleras arriba.
Roger reaccionó un segundo tarde. Para cuando consiguió apuntar nuevamente hacia la linterna, Dark ya había conseguido llevar a Hilda abajo. Muy bien. Ahora utilizaría a ese periodista para obligarlo a subir a la linterna. Dark se consideraba un héroe. Era imposible que permitiera la muerte de un hombre inocente si podía evitarlo. Roger apoyó el fusil en el hombro y apretó el gatillo.
Knack comenzó a gritar. Por todos los demonios, los disparos habían comenzado otra vez, los cristales saltaban en pedazos a su alrededor y, sí, ahora se estaba cagando en los pantalones. Ojalá pudiera cerrar los dos ojos. Sabía que era sólo cuestión de tiempo antes de que una de aquellas pequeñas esquirlas voladoras se incrustara en su córnea expuesta. El sonido que reverberaba en los marcos metálicos era horrible. Manos, ojos, oídos. ¿Acaso un periodista tenía más armas que ésas? Cerebro, también, o eso suponía. Pero en cualquier momento su cerebro también podía salir chorreando de su cabeza.
Dark estaba a mitad de la escalera cuando se reanudaron los disparos y Knack empezó a chillar. Llegó a la linterna y comenzó a arrastrarse por el suelo. Justo cuando estaba por placar al periodista, dos disparos impactaron en su espalda y lo lanzaron hacia adelante. Dark lanzó un gruñido y se tambaleó, golpeando a Knack con el hombro y volcando la silla de ruedas. Los gritos del hombre fueron el último sonido que alcanzó a oír.
Todo había terminado.
Dark estaba muerto.
Esta vez no había disparado a la cabeza. Le había alcanzado con dos balas en el centro de gravedad. El corazón y los pulmones habían estallado como globos. Adiós, héroe.
Roger apartó el fusil de su hombro y comenzó a desmontarlo quitando el cerrojo, elevando el grupo de disparo fuera del fusil, separando el cañón y el receptor de la culata, quitando el tubo de gas y el pistón, para luego guardarlo todo rápidamente en su estuche. Le gustaba ese fusil, pero ahora tendría que destruirlo.
Aunque eso debería esperar. Primero debía ir al faro y asegurarse de que Dark estaba muerto y Knack aún seguía con vida. Se había cuidado muy bien de no herirlo, pero Dark se había desplomado con fuerza sobre él y, que él supiera, el periodista podría haberse estrangulado con sus propias ligaduras. Si era sí, no había problema. Roger cogería la grabadora digital y la enviaría por correo a algún medio de comunicación. Tal vez a la CNN o al New York Times. Algún otro periodista sería capaz de unir todas las piezas de la historia. Abdulia había sido especialmente insistente en ese aspecto: alguien tendría que contar su historia o todo eso habría sido en vano. No habría equilibrio. Ni paz.
Abdulia.
Pensó en ella y casi perdió el control de sus emociones, pero luego apartó rápidamente esos pensamientos de su cabeza. Porque eso era lo que Abdulia habría querido. Le resultaría muy difícil entrar en el faro y ver su cuerpo tendido en el suelo, pero se armó de valor. «Ya no es ella. Ahora se encuentra en el siguiente plano de existencia, con nuestro pequeño hijo».
Y mientras Roger siguiera respirando, honraría a su esposa continuando el trabajo que ella había iniciado.
En algún momento esperaba ser digno de reunirse con ellos.
Roger recordó su primera cita, cuando Abdulia le había dicho que era lectora de cartas del tarot. «Adelante —le dijo él—, lee las cartas para mí». Ella lo hizo. Cuando apareció la carta de la Muerte, Roger profirió un gruñido: «Oh, genial, acabas de matarme». Abdulia negó entonces con la cabeza y le explicó que era una carta fortuita. Eres mi caballero oscuro montado en un corcel blanco, le explicó. A Roger le gustó eso.
Ahora que Abdulia había muerto, le correspondía a él echar las cartas. Pero ahora estaba seguro, sabiendo que Abdulia le hablaba desde el más allá. Estudiaría el tarot y luego llevaría a cabo sus órdenes.
Las cartas le dictarían a quién debía matar.
Knack alzó un solo ojo hacia el techo desconchado y se asombró de no haberse estrangulado hasta morir. Ésa era la única cosa positiva que podía decir en ese momento.
El cuerpo de Steve Dark estaba encima de él. Podía percibir que el hombre aún respiraba débilmente, pero no había duda de que pronto estaría muerto. Si te han metido dos balas en la espalda, de ésa no te escapas; no, señor.
Knack todavía tenía el brazo aplastado detrás de la espalda, claramente roto en varias partes. El dolor era irreal, subía y bajaba a lo largo del brazo como una horrible tortura.
Había trozos de cristal por todas partes.
Y la cinta adhesiva mantenía abierto su maldito ojo, no importaba cuánto arrugara la cara, moviera la mandíbula o frunciera el ceño. Ese ojo completamente expuesto lo estaba volviendo loco.
Oyó que abajo se abría una puerta.
«Oh, Dios mío».
Unas pisadas urgentes que subían a la linterna del faro. Knack miró con su único ojo abierto y vió a un hombre alto, con el pelo rubio canoso cortado a cepillo y aspecto cansado. Llevaba un fusil en una mano y un estuche en la otra.
El otro asesino.
—Por favor —suplicó—. No lo haga.
—No se preocupe —dijo el hombre—. Vivirá. Queremos que cuente nuestra historia.
—¡Lo haré! —gritó Knack—. Le prometo que lo haré, cualquier cosa que quiera que diga.
Cuando el hombre se agachó, Dark se levantó del suelo y sacó un cuchillo que llevaba oculto en la bota.