No podrás esconderte (33 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: No podrás esconderte
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Roger Maestro se apoyó contra la pared de la oficina vacía donde se había ocultado y se preguntó cómo se vería ahora el edificio desde el exterior. En ese momento recordó haber presenciado con Abdulia los ataques a las Torres Gemelas el 11-S poco después de haberse conocido. Roger sabía que lo movilizarían muy pronto, que la vida que conocía pronto tocaría a su fin. No era justo. Aquel día Abdulia y él se abrazaron, rodeados de velas encendidas, y cenaron en silencio. Aquella noche concibieron a su hijo.

Después del 11-S, el mundo pareció comenzar a prestar atención a lo que sucedía. Pero sólo por poco tiempo.

Roger estuvo destinado en Iraq casi tres años y sólo pudo ver a su pequeño hijo a ratos. Unas pocas fotografías, una conversación confusa y accidentada a través de una pésima conexión por teléfono móvil. Cuando Roger finalmente regresó a Estados Unidos, su hijo lo trataba como a un extraño. Cuando intentaba abrazarlo, el pequeño se retorcía como si no pudiera esperar a librarse de él. Abdulia era quien lo abrazaba, lo consolaba y le decía que sólo era cuestión de tiempo.

Roger pensaba a menudo en esas torres cubiertas de llamas en el bajo Manhattan, como dos velas que se hunden lentamente en la cubierta de azúcar hasta desaparecer dentro del pastel. ¿Sería ése el aspecto que tendría ahora la torre?

Pronto estaría fuera y detonaría el segundo grupo de cargas explosivas. Suponía que entonces tendría la respuesta.

Porque se trataba de eso, de multiplicar el horror de aquella lejana mañana de septiembre en Nueva York. Primero el fuego y el humo, luego la conmoción y los gritos. Y, finalmente, la torre se derrumbaría.

Las escaleras de incendios estaban diseñadas para que fuesen, literalmente, la última salida segura de cualquier edificio. La torre Niantic disponía de dos escaleras de incendios —este y oeste— desde el piso treinta hasta la planta baja. Cuando el edificio comenzaba a estrecharse hacia el punto más alto, había una sola escalera colocada a un costado. Dark pensó en ese detalle. Un militar entrenado como Roger Maestro se quedaría por debajo del piso treinta para no limitar sus opciones.

Y si las manchas de sangre se alejaban de la escalera situada en el lado este del edificio, entonces Maestro debía de estar en la escalera del lado contrario y bajando hacia la calle.

Roger marcó un número pero no oyó nada. Sabía que ese número correspondía al piso veintidós. Ahora, él estaba en el piso diecinueve, directamente debajo. Debería haber oído algo. ¿Qué había pasado? Era el tercer fallo en ocho intentos. Demasiados como para atribuirlos a la casualidad. Algo no funcionaba.

Mientras pensaba en ello marcó rápidamente otro número en su móvil.

Capítulo 81

Cuando Riggins y Constance llegaron a la torre Niantic, el humo ya escapaba por las ventanas destrozadas y la gente abandonaba el edificio a la carrera a través de las puertas giratorias. Riggins estaba en Washington durante los ataques del 11-S, en una sala de reuniones de Casos especiales, contemplando las imágenes en directo, esperando instrucciones para hacer algo, cualquier cosa, deseando haber podido estar delante de esos edificios condenados para poder echar una mano. Bueno, ése parecía ser su maldito día de suerte.

Se abrieron camino entre la frenética muchedumbre que se alejaba del edificio y llegaron hasta el mostrador de seguridad. Constance llevaba preparada una fotografía de Dark.

—¿Ha hablado este hombre con usted? —preguntó.

El sorprendido guardia de seguridad asintió y, un instante después, comenzó a preocuparse seriamente por su puesto de trabajo.

—Sí. Tenía credenciales de Seguridad Nacional… Espere, ¿se suponía que no debía dejarlo pasar o algo así?

—¿Sabe dónde está ahora? —inquirió Riggins.

—Subió y nos dijo que no recibiéramos más paquetes y comenzáramos a evacuar el edificio. Un momento, ¿quién diablos son ustedes?

Riggins sacó su placa.

—FBI, División de Casos especiales, y, sí, estamos coordinando el operativo con este tío. Pero su móvil debe de estar sin cobertura. Debemos encontrarlo cuanto antes. ¿Cuántos guardias de seguridad hay en el edificio?

—Una docena, pero están repartidos por todo el edificio. Su amigo los puso a trasladar paquetes.

—Permítanos pasar.

—¿Bromea? —dijo el guardia—. Estamos tratando de sacar a todo el mundo de aquí.

La nueva amiga de Dark los había conducido directamente a San Francisco.

Cuando Riggins presionó a los falsos paramédicos que habían dejado la ambulancia falsa en un garaje privado —amenazándolos con hacer caer sobre ellos toda la furia del Departamento de Justicia—, los dos tipos se encogieron de hombros y escupieron un nombre. «De todos modos, ella es una de ustedes», dijeron. No es que ese dato fuera extremadamente curioso. Riggins comenzó a hacer entonces algunas amables averiguaciones para ver qué significaba el nombre de «Lisa Graysmith». Al principio, nadie le devolvió las llamadas. Luego un burócrata a quien no conocía telefoneó y profirió unas vagas amenazas si Riggins no dejaba de hacer preguntas acerca de la tal «Lisa Graysmith». Bingo. Acudió entonces a Wycoff —quizá la primera vez en su vida que estaba ansioso por oír la voz de aquel capullo— y le pidió que moviera algunos hilos. Le dijo que la tal «Lisa Graysmith» había surgido como una «persona de interés» en el curso de su investigación acerca del Asesino de las Cartas del Tarot.

Mientras esperaba que Wycoff lo llamara, Riggins revisó sus propios archivos de Casos especiales para ver si aquella mujer era un cabo suelto. Para su enorme sorpresa, Lisa Graysmith era un cabo suelto.

En el ordenador, en cualquier caso.

En los archivos de Quantico su nombre no aparecía por ninguna parte. El que sí encontraron fue el de Julie Graysmith, una de las víctimas del asesino llamado el Doble hacía un par de años.

Según los archivos que tenía en la pantalla, sin embargo, «Lisa» era la hermana mayor de la víctima.

Pero en el papel no existía ninguna Lisa.

¿Qué coño estaba pasando?

Wycoff lo llamó. «Lisa Graysmith» estaba fuera de los límites. Oculta debajo de un montón de capas de seguridad diplomática y del Departamento de Estado. Era imposible que estuviera implicada en los asesinatos de las cartas del tarot, ya que estaba «cumpliendo una misión» en alguna parte del mundo, y eso era todo, que te jodan, muchas gracias. Riggins le dió las gracias a Wycoff por la información y le dijo que seguramente se trataba de una confusión de nombres. Extraño.

Sí.

Veinte minutos después, un hombre que se negó a identificarse le dijo que, si quería hablar con Lisa Graysmith, podía probar en la torre Niantic, en San Francisco. Ella acababa de informar acerca de un posible ataque terrorista contra el edificio.

—¿Pertenece a alguna de las compañías? ¿Puede darme un número o siquiera un piso?

A menudo, los agentes de inteligencia operaban desde compañías que sólo eran una fachada.

—Es usted agente del FBI, ¿verdad? —dijo la voz con una risa ahogada.

La única cosa más aborrecible que un político en campaña eran los tipos de inteligencia que estaban convencidos de su propia importancia.

—Gracias.

Aunque ahora que habían llegado a la torre Niantic, Riggins entendió por qué aquel tío pensaba que todo esto era tan jodidamente divertido.

Riggins ignoró a los guardias, salvó de un salto los molinetes de seguridad y corrió hacia la zona posterior de los ascensores. Constance lo siguió. Una vez que llegaron a la escalera de incendios tuvieron que abrirse paso con creciente dificultad a través de más personas asustadas que, tosiendo y gritando, intentaban comprender cómo era posible que su mañana de lunes se hubiera ido a hacer puñetas.

—¿Por qué no te quedas con los guardias? —le dijo Riggins a Constance—. Quizá puedas encontrar a Dark en su sistema de vigilancia.

—¿Qué? —replicó ella—, ¿y dejar que tú mueras como un héroe allí arriba para que puedas rondarme el resto de mi vida? No, gracias, Tom. Yo también subiré.

—Joder, sí que eres cabezota.

—Y por eso me amas.

—Amor no es la palabra adecuada —repuso Riggins, y comenzó a agitar sus manos carnosas en el aire, obligando a la multitud aterrada a dejar paso.

Aquello era una locura. Era imposible. Sin embargo, lo estaban haciendo de todos modos. Bienvenidos a Casos especiales.

Capítulo 82

Dark ni siquiera estaba seguro del piso en el que se encontraba en ese momento. El humo era una cortina negra y densa que le quemaba los ojos y se coagulaba en su boca. Los gritos y las alarmas resonaban en sus oídos. Se acuclilló, apoyado en manos y pies, una posición que había estado practicando durante meses en su casa. Experimentó una especie de sombría satisfacción al comprobar que su paranoia finalmente le había resultado útil.

—¿Dónde estáis? —gritó—. ¡No dejéis de gritar para que pueda seguir el sonido de vuestra voz!

Oyó gritos a su izquierda. Dark se movió rápidamente sobre el suelo enmoquetado, casi arrastrándose, buscando cualquier indicio de la presencia de Roger Maestro. «Dame una gota de sangre. Una pisada. Algo». Más gritos. Dark, como siempre, se encontró dividido en dos. Por un lado, las víctimas. Por otro, el monstruo. La lógica indicaba que si acababas con el monstruo ayudabas a las víctimas. Pero ¿qué haces cuando el monstruo se escapa y las víctimas gritan pidiendo auxilio?

Constance tenía una mente espacial y casi nunca necesitaba un GPS. Una vez que fijó la ubicación de los ascensores y las escaleras de incendios fue capaz de guiar a la gente con absoluta seguridad, aunque nunca antes había puesto el pie en la torre Niantic. El chaleco del FBI que llevaba puesto le otorgaba una autoridad instantánea, pero también su mirada. Aquella mujer sabía dónde estaba la salida, nunca te dejaría tirado.

—¡Por aquí! —gritó—. Sigan el sonido de mi voz.

Y todo el tiempo manteniendo los ojos abiertos en busca de Dark.

A pesar de la extraña evidencia, ella sabía que Dark no podía formar parte de algo como eso. Él estaba tratando de impedirlo, como siempre, lanzándose a las llamas porque sentía la compulsión moral de detener a los pirómanos en cualquier parte. Pero lo que Constance no alcanzaba a entender —y, honestamente, lo que le dolía— era por qué no había contado con ellos. No con Casos especiales, no con Wycoff, sino con Riggins y con ella. ¿Qué era lo que habían hecho mal? ¿Acaso ya no merecían su confianza?

Constance apartó esos pensamientos de su cabeza. Ya se sentiría herida más tarde. Ahora tenía que sacar de aquel edificio a la mayor cantidad posible de gente.

Se movió de prisa despejando un piso, bajando luego otro tramo de escaleras con el último rezagado, todo el tiempo resistiendo la tentación de hacerse un ovillo cada vez que estallaba un nuevo artefacto. Era una pesadilla a cámara lenta.

Entonces vió algo extraño: un hombre con un móvil en la mano. No intentaba huir como todo el mundo. Caminaba con cautela y pulsaba teclas en su teléfono. Constance vió cómo se movía el pulgar sobre el pequeño teclado. Diez dígitos pulsados de forma deliberada. Hubo una pausa de tres segundos y luego Constance dió un nuevo respingo: otra explosión, esta vez débil, distante.

Cuando el hombre comenzó a marcar otra vez, Constance ya había reunido las piezas en su cabeza. En el sexto número ya había sacado su Glock 19. En el séptimo le gritaba que no se moviera. El hombre marcó otro número y ella hizo un disparo por encima de su cabeza. Eso hizo que el hombre le prestara atención. Se volvió lentamente sobre los peldaños de cemento y alzó la vista hacia el rellano donde estaba Constance. Con el pulgar apoyado sobre otro número. Que sería el noveno. Sólo quedaría uno para hacer la llamada.

—No lo haga —le advirtió Constance.

—Por favor —dijo el hombre con una expresión de dolor que le desfiguraba el rostro—. Sólo estoy tratando de llamar a mi esposa. Debe de estar terriblemente preocupada.

—Deje el teléfono.

—No lo entiendo, ¿he hecho algo mal?

Sus labios temblaban. La piel estaba pálida y se veía brillante por el sudor. Pero Constance lo miraba a los ojos. Eran duros y fríos. Allí no había absolutamente nada.

—Último aviso —dijo ella, y avanzó un paso.

—Está bien, está bien…

Cuando se agachó para dejar el teléfono sobre uno de los peldaños, la expresión de su rostro cambió radicalmente. La frialdad de sus ojos se extendió al resto de su cara. El índice de Constance se tensó sobre el gatillo y entonces, sin aviso previo, el hombre se lanzó hacia ella escaleras arriba, salvando los escalones de dos en dos a una velocidad increíble. Constance disparó y falló. Todo estaba sucediendo demasiado de prisa. Para cuando volvió a respirar y apuntó la pistola en dirección a su atacante, él ya estaba encima de ella, golpeándole las manos con el antebrazo y apartando la Glock. La bala rebotó en la pared. El hombre formó una V con el pulgar y el índice y le cogió la garganta. Constance cayó de rodillas y la pistola escapó de sus manos. No podía respirar. Era como si le hubieran metido una piedra a través de la tráquea. En ese momento, dos objetivos cruzaron velozmente por su cabeza, ambos con propósitos opuestos. Uno: defenderse. Dos: recuperar la pistola y pegarle un tiro a aquel cabrón. Intentó coger la Glock mientras se esforzaba por llevar un poco de aire a los pulmones. Fue entonces cuando él la aplastó contra el rellano de cemento apoyando una rodilla en mitad de su espalda. Una vez que estuvo inmovilizada, el hombre le cogió la cabeza con dos manos grandes, ásperas y secas.

Constance sabía lo que intentaba hacer.

Lo que aquel hombre haría un segundo después.

Estiró la mano intentando recuperar la pistola, que había aterrizado en el peldaño inferior, y envolvió la culata con los dedos.

En ese momento sintió que una de las manazas del hombre le soltaba la cabeza. Un segundo más tarde, esa misma mano golpeaba con violencia su codo. Constance sintió que su brazo se quebraba y luego quedaba entumecido.

Pero se negó a soltar el arma.

Constance siempre había modelado su carrera teniendo como ejemplo la de Steve Dark. Cogiendo de él las pistas entre los diferentes departamentos y la manera de unir todas las piezas de un caso complicado. El deseo de ser como Dark era tan intenso que incluso había intentado ser parte de su vida en un momento de debilidad. Y ahora Constance sabía lo que debía hacer porque Dark habría hecho exactamente lo mismo en esa situación. A pesar de un hombre de casi dos metros y cien kilos que concentraba todo el peso de su cuerpo en el centro de su columna vertebral, con las manos alrededor de su cabeza, y de un brazo roto probablemente en más de un lugar.

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