Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
Graysmith había insistido en que Dark llevara un chaleco antibalas.
—Gasté un montón de pasta en este chaleco como para desperdiciarlo. ¿Qué daño puede hacerte?
Al principio, Dark se había negado a usarlo, preocupado por la posibilidad de que el exceso de peso dificultara sus movimientos. Pero luego consideró los antecedentes de Roger Maestro, su pericia para disparar. Dark se las arreglaría con el peso del chaleco.
—Esto primero —había dicho Graysmith al tiempo que le entregaba una especie de camisa negra de manga larga.
Dark la cogió y quedó sorprendido por su peso.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es un forro de Kevlar, cubre el pecho y la espalda y es casi invisible. Alto índice de protección. Puede detener una bala de un Magnum calibre 44. Cuesta doce mil dólares, pero conseguí que me hicieran un descuento.
Dark se había puesto la camisa, que vestía como una cota de malla, y luego había añadido el chaleco antibalas, que, aunque su volumen había sido reducido, añadía más peso. «Debes de estar de coña», le había dicho Dark. Pero ahora se alegraba de haberle hecho caso. La camisa había desplazado el impacto de los proyectiles. El disparo, sin embargo, lo había lanzado hacia adelante y el dolor era intenso, pero las balas no habían alcanzado la piel ni perforado los pulmones o destrozado sus órganos internos.
Un profesional como Roger Maestro se acercaría a confirmar la muerte de su presa. Dark estaría preparado para recibirlo.
En cuanto estuvo de pie, Dark lanzó una cuchillada hacia los músculos pectorales de Roger, pero este último lo cogió de la muñeca y se la retorció con fuerza, obligándolo a que abriera los dedos. El cuchillo cayó al suelo. Luego Roger cogió a Dark por la camisa de Kevlar, lo acercó a él y lo lanzó contra la estructura metálica de las ventanas del faro. Aunque pareciera imposible aún quedaban vidrios por romper. El impacto del cuerpo de Dark los hizo añicos. Se deslizó al suelo y sintió una terrible punzada de dolor en la base de la columna vertebral.
Su Glock. Dark se llevó la mano a la espalda y luego lo recordó. Se le había caído al suelo cuando se había lanzado sobre Abdulia. Allí estaba, a menos de un metro del cuerpo sin vida de la mujer, parcialmente oculta debajo de la base oxidada de la vieja fuente de luz.
Roger se abalanzó sobre él.
Dark apoyó las palmas en el suelo cubierto de cristales y golpeó con su bota la rodilla de Roger. La maldita pierna parecía un poste de hierro. Un golpe así habría destrozado la rodilla de cualquier ser humano normal o, al menos, lo habría frenado. Roger ni siquiera dió señales de haberlo sentido. Volvió a coger a Dark de la camisa y estrelló su cuerpo contra la estructura metálica. Otra vez. Y otra. Eso sería una repetición de la pelea que habían tenido en la torre Niantic. Sin armas, Dark no tenía nada, no contra un trozo de hormigón humano como Roger Maestro. Abdulia había sido el cerebro del equipo. Pero Roger se lo había destrozado de un balazo. A Dark le quedaba sólo una carta por jugar.
—Ella tenía un mensaje para ti —musitó.
Roger dejó de golpearlo y lo alzó como a un muñeco.
—¿Qué has dicho?
—Mientras Abdulia agonizaba —prosiguió Dark—, me dijo que debía asegurarme de que entendieras una cosa.
—Mientes.
—Sobre Zachary. Vuestro hijo.
—No pronuncies su nombre —rugió Roger—. ¡No tienes derecho a pronunciar su nombre!
—Abdulia dijo que la última carta no se refería a él, sino a ti, tú eras la Muerte desde el principio. Tú trajiste la Muerte a sus vidas al regresar de la guerra. Tú fuiste el responsable de la muerte de vuestro hijo.
—¡Basta!
—Busca en su bolsillo. Está allí. Ella me hizo jurar que me aseguraría de que miraras dentro de su bolsillo. Dijo que eso lo explicaría todo.
Roger golpeó violentamente el cuerpo de Dark una vez más contra la estructura metálica antes de volver la vista hacia el cuerpo sin vida de su esposa. Luego se concentró de nuevo en él un momento y lo lanzó contra el suelo. Dark sintió que el aire escapaba de sus pulmones y la visión se tornó gris en los bordes. Los trozos de cristal se clavaron en su cuerpo. Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, Roger lo arrastró a través de la linterna hasta el cuerpo inmóvil de Abdulia. Luego lo colocó boca abajo y Dark sintió como si le hubieran colocado una ancla en medio de la espalda.
—Si me estás mintiendo, me tomaré todo el tiempo del mundo para despedazarte. Luego buscaré a todas las personas que amaste alguna vez y las dejaré inválidas ante tus ojos.
—Sólo tienes que buscar en el bolsillo de Abdulia —dijo Dark.
Cuando Roger comenzó a tocar cautelosamente el cadáver de su esposa, Dark estiró la mano, cogió la Glock, giró el hombro y disparó a ciegas hacia atrás por encima de su cabeza.
POP POP POP POP POP POP POP.
Trozos de revestimiento metálico cayeron sobre el piso de madera del faro.
Un segundo después se aflojó el peso que sentía sobre la espalda y luego éste desapareció por completo. Dark giró sobre sí mismo, tosiendo y con la sensación de que sus costillas no eran más que una colección de canicas blancas en su pecho. Una parte del rostro de Roger Maestro había desaparecido. Tenía la boca abierta y aún intentaba formar algunas palabras, pero de ella no salió ningún sonido. El peso del cuerpo de Roger había cambiado de posición sobre sus talones. Finalmente bajó los ojos, pero no era a Dark a quien éstos miraban. Roger quería ver a su esposa. Dark podía entender ese sentimiento. Se sentó y disparó cinco veces más contra el pecho de Roger. El ex soldado cayó hacia atrás con la mano extendida, agitando los dedos. Buscando la mano de Abdulia.
Una vez que liberó a Knack de sus ataduras, Dark bajó a la sala de vigilancia y abrió el armario donde había dejado a Hilda. Ella abrió lentamente los párpados y sus ojos pequeños miraron hacia todas partes con una expresión de preocupación. ¿Dónde estaba? ¿Qué era ese peso encima de ella?
Luego vió a Dark y sonrió.
—Parece que nuestros destinos también están entrelazados.
—Supongo que sí —repuso él.
Dark apartó el chaleco antibalas y ayudó a la mujer a levantarse. Estaba pálida y temblorosa pero no tenía ninguna herida. Hilda le explicó que recordaba haberse quedado dormida hacía unas noches para despertarse en manos de los Maestro. Ambos la habían interrogado acerca de él, la clase de hombre que era, dónde vivía su familia…, cualquier cosa. Ella se había negado a responder y había pensado que la matarían por su desobediencia. En lugar de eso, los Maestro la mantuvieron todo el tiempo drogada. Los últimos días le parecieron una brumosa pesadilla, iluminada fugazmente por el grupo de cartas del tarot. La Rueda de la Fortuna. El Diablo. La Torre. La Muerte…
—Bueno, la pesadilla ha terminado —dijo Dark.
Hilda le tocó la cara.
—Gracias a usted.
—No —replicó él—. Gracias a usted. Usted me ayudó a entender.
Dark llamó a Graysmith pero no obtuvo respuesta. No importaba. Acompañó a Hilda fuera del faro y llamó al 911. Habría que dar muchas explicaciones, pero Dark estaba en paz. Incluso Knack podía escribir lo que quisiera. No tenía ninguna importancia.
—Durante la lectura de las cartas usted me dijo que se sentía adormecido e indefenso —dijo Hilda—. Se vió reflejado en la carta del Diablo.
—Sí, así fue.
—¿Aún se siente así?
—No, ya no —contestó él con una leve sonrisa—. Usted me condujo hasta la verdad que hay dentro de mí, todas esas cosas que he evitado durante todos estos años. Estaba perdido dentro de mi propia cabeza y usted me enseñó la salida. Y le estaré eternamente agradecido por eso.
Pero cuando Dark cruzó la puerta, la sonrisa desapareció de su rostro. Alguien estaba esperándolo fuera con una Sig Sauer en la mano.
—EH —dijo Riggins.
Dark se quedó inmóvil. Hilda lo miró con una expresión nerviosa.
Riggins lo señaló con el arma.
—No vas a intentar nada estúpido, ¿verdad?
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Dark.
—A través de tu silenciosa benefactora —dijo Riggins—. En este momento se encuentra detenida. Te lo digo por si tenías intención de comunicarte con ella. Quizá sea un hombre mayor, Dark, pero aún me quedan algunos ases en la manga.
Riggins hacía esfuerzos por mostrarse indiferente, pero prácticamente había tenido que venderle el alma al diablo —Wycoff, en ese caso— para obtener la autorización necesaria para detener a Lisa Graysmith e interrogarla. Ella podía tener profundos vínculos con la comunidad de inteligencia de Estados Unidos, había argumentado Riggins, pero eso no le concedía inmunidad en una investigación criminal. Wycoff, en un tanto a su favor, había reconocido el peso del argumento. Había hecho las llamadas adecuadas. Treinta minutos después, Riggins estaba a bordo de un helicóptero con un equipo de los SWAT. Encontraron a Lisa Graysmith cerca del cabo Mendocino. La mujer no ofreció resistencia y no dijo prácticamente nada, sino que se limitó a mostrar una sonrisa burlona al ver a Riggins.
Cuando se dirigían al helicóptero, ella le dijo: «Sería mejor que fuera a comprobar cómo está su chico». Maldita zorra. Cuando Riggins oyó los disparos, echó a correr hacia el faro.
Y ahora, por segunda vez en pocos días, Riggins se encontraba apuntando con su pistola al hombre que solía considerar un hijo.
Te dicen que nunca debes apuntar con una arma a nadie si no tienes intención de matarlo. ¿Era eso lo que pensaba hacer? ¿Matar a su hijo sustituto?
Eso dependería de si Dark seguía siendo el hombre que él conocía. O si había permitido que su herencia genética se apoderara de él para transformarse lentamente en un monstruo.
—Constance ha estado a punto de morir —dijo Riggins—. Esto tiene que acabar. Tú y tus juegos locos y enfermos.
—No estoy jugando a nada, Riggins —replicó Dark.
—Regresa conmigo, Steve —le pidió su antiguo jefe—. Tendrás la oportunidad de explicar todo lo que ha pasado.
—No —dijo Dark—. Vuelvo a casa con mi hija.
—Si piensas que podrás hacer eso es que te has vuelto loco.
—No estoy loco, Tom. Estoy más cuerdo de lo que jamás he estado en mi vida. Creo que, desde la muerte de Sibby, he estado buscando alguna especie de señal. Por un momento pensé que las cartas del tarot podían ser esa señal, pero no fue así. Tú haces tus propias promesas. Tú estableces tus propias metas. Tú construyes tu propio destino. Siempre y cuando eso sea así, habrá esperanza. Incluso cuando las cartas estén en tu contra.
—¿Qué has estado haciendo, Steve?
—Mi trabajo —dijo Dark—. Sólo que esta vez no lo hice para ti.
Riggins bajó su arma. Conocía a Dark mejor que nadie. También conocía a los asesinos en serie mejor nadie.
¿Los psicópatas que ellos habían cazado? Todos tenían esa compulsión férrea de matar, la insaciable sed de sangre y violencia. Dark tenía las mismas compulsiones, la misma sed…, sólo que por la justicia. Por la venganza. Casos especiales había sido capaz de canalizar esos dones durante algún tiempo, pero a Dark se le había acabado la paciencia. Necesitaba hacer eso a su manera.
Sin embargo, esa forma de hacer las cosas era ridículamente ilegal. La ley no tenía cabida para personas que se tomaban la justicia por su mano. Riggins sabía muy bien que llegaría un momento en el que tendría que pararle los pies, pero ese momento no era ahora. Porque ahora Dark era una fuerza del bien en el mundo. Y la mejor decisión era permitir que se marchara a casa con su hija.
Ya decidiría más tarde lo que debía hacer.
Riggins señaló el faro con la cabeza.
—Supongo que los dos están muertos.
Dark asintió.
—El periodista, Johnny Knack, está vivo. Quizá quieras tener una charla con él. Fue testigo de todo lo que pasó en ese faro.
—¿Se encuentra bien?
—Un poco machacado pero, aparte de eso, está bien.
—Sí, hablaré con él —dijo Riggins—. No obstante, creo que sería mejor para todos que te largaras de inmediato. Pongamos que Casos especiales te siguió la pista hasta aquí. Un agente entró en el faro y acabó con esos dos. ¿Qué tal te suena la historia?
—El esposo mató a la mujer —dijo Dark—. Los forenses podrán demostrarlo.
—Ya lo resolveremos. Knack se encargará de contarme todos los detalles escabrosos con pelos y señales, estoy seguro.
—¿Eso crees? Quiero decir, ¿crees que puedes contar con ese tío para mantener este asunto controlado?
—Me como a esos jodidos periodistas con el desayuno.
Ahora Riggins volvió su atención hacia Hilda, quien había observado la conversación en absoluto silencio.
—¿Se encuentra bien, señora?
—Es exactamente como Steve lo describió —dijo ella—. Me siento honrada de conocerlo.
—No se ofenda, pero ¿quién diablos es usted?
Hilda sonrió.
—¿Le han leído alguna vez las cartas del tarot?
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life
Santa Bárbara, California
—Lamento llegar tarde —dijo Graysmith.
Dark no se sorprendió demasiado al ver a Lisa en la puerta de la casa de sus suegros.
—No pasa nada. Me enteré de que te habían detenido.
Ella frunció el ceño.
—Sí, gracias a tu antiguo jefe, es un auténtico…
Su voz se apagó lentamente, sobre todo porque Graysmith no parecía ser capaz de encontrar una palabra adecuada para emplearla delante de una niña de cinco años. La pequeña Sibby, quien estaba abrazada a las piernas de su padre y miraba a hurtadillas desde allí.
—Tú debes de ser la preciosa Sibby —dijo al tiempo que se agachaba—. Yo soy Lisa.
—Es tímida —explicó Dark, aún incómodo con la idea de que Graysmith estuviera allí, junto a su hija.
Lisa pareció percibir la tensión. Se incorporó alisándose la falda.
—O sabe juzgar muy bien el carácter de las personas. Escucha, ¿hay algún lugar donde podamos hablar? ¿Algún lugar tranquilo?
El suegro de Dark se había hecho cargo de la barbacoa; su suegra continuaba cortando las verduras para preparar la ensalada; Sibby regresó a jugar con sus muñecas, que Dark finalmente le había traído de la casa de West Hollywood. Ahora Dark echó a andar con Graysmith por un sendero que llevaba hasta la playa. Tenía que reconocerlo, las playas eran el lugar donde mejor pensaba. Las olas que rompían cerca de la orilla, la arena blanda y tibia…, todo ese paisaje lo relajaba. Como si se necesitara algo tan violento y poderoso como un océano para ahogar el caos que tenía en la cabeza.