—Te acabo de decir el porqué. —Nerviosa, me metí un mechón de pelo caprichoso detrás de la oreja—. Mira, si no quieres ayudarme a elegir una contraseña, vale. Puedo hacerlo sola.
Ivy y Jenks se miraron de manera inquisitiva… como si fuese incapaz de hacer esto sola… y me hirvió la sangre.
—¡Papá! —dijo una voz chillona de un pixie desesperado—. ¡Papá! Jariath y Jumoke me han pegado las alas.
Sorprendida, se me esfumó el cabreo y me giré hacia la ventana. Cuatro relámpagos grises salieron a toda velocidad de la sala de estar. Se escuchó un ruido metálico procedente de la cocina y me pregunté qué habría caído al suelo. Jenks se quedó petrificado; su rostro era una mezcla de miedo por lo que ocurriría si Matalina se enteraba y de vergüenza por haberse despistado el tiempo suficiente para que los niños le hubiesen pegado las alas a alguien. Pero se recuperó de inmediato y alzó el vuelo. Se dirigió a toda velocidad al estante, se metió al niño histérico debajo del brazo y salió volando detrás de los demás. El clan al completo se puso en movimiento formando un remolino de seda y consternación.
—¡
Jariathjackjunisjumoke
! —gritó Jenks desde la cocina, y luego no se oyó nada más. Lo único que quedó fue una nube de polvo brillante y un eco de recuerdo en nuestros pensamientos.
—¡Joder! —dijo Ivy para romper el hielo y luego empezó a reírse en voz baja. Cogió el pegamento, miró la etiqueta y me lo lanzó.
Soluble en agua
, pensé, y luego lo metí en la caja de herramientas. Sonreí con tristeza y, aunque esperaba que Jenks consiguiese despegarle las alas a su hijo, pensé que acababa de encontrar mi nombre de invocación.
Jariathjackjunisjumoke
. Si alguna vez lo olvidaba, lo único que tendría que hacer sería recordar el grito de Jenks antes de calentar el trasero a cuatro de sus hijos por pegarle las alas a su hermano.
—Eh —dijo Ivy después de inclinarse sobre la radio y encenderla—. ¿Has oído lo último de Takata?
—Sí. —Contenta de que se hubiesen marchado los pixies, cogí más clavos mientras empezaba la canción en cuestión—. Me muero de ganas de que llegue el solsticio de invierno. ¿Crees que nos volverá a pedir que nos ocupemos de la seguridad?
—Dios, espero que sí.
Subió el volumen para cantar el estribillo con una voz suave pero clara. Cuando terminé de clavar el último clavo de la fila, Ivy colocó la última pieza de panel y yo me ocupé de las esquinas. Trabajábamos bien juntas. Siempre había sido así.
El sonido de los pixies riéndose en el jardín me decía que todo estaba bien. Me relajé e inspiré el característico aroma a madera serrada y aislamiento. Era un día soleado. La ola de calor por fin se había marchado. Jenks estaba haciendo cosas de padre. Ivy y yo estábamos volviendo a la normalidad. Y ella estaba cantando. No podía haber nada mucho mejor que aquello.
Mi expresión se suavizó al darme cuenta de que estaba pronunciando palabras de un estribillo que yo no podía oír. Era la pista para vampiros que Takata utilizaba en sus canciones, algo especial que solo los no muertos y sus sucesores podían oír. Bueno, Trent tenía un par de auriculares encantados que le permitían oírlo, pero eso no contaba. Una vez me regaló unos y los rechacé por lo que podría haber adjuntado a su «regalo». Aun así, mientras escuchaba a Ivy cantar en armonía con la voz de Takata, que era suave y áspera al mismo tiempo, deseé tener unos. La única vez que había utilizado los auriculares de Trent, la voz torturada y pura de la mujer había sonado de una manera exquisita.
Ivy cogió la escoba y se puso a barrer. Terminé una hilera de clavos, me tumbé boca arriba para clavar el último y luego empecé en la siguiente columna. Al intentar comprender lo que Ivy estaba cantando, apunté mal y me di en todo el dedo gordo. Pegué un salto y chillé cuando aquel dolor tan intenso me subió por el brazo. Tenía el dedo en la boca casi antes de saber que lo había aplastado.
—¿Estás bien? —preguntó Ivy y yo asentí mientras miraba la marca roja que tenía en el pulgar y luego la pared. Mierda, había marcado el panel.
—No te preocupes por eso —dijo Ivy—. Podemos poner ahí el sofá.
Cansada, golpeé el clavo una vez más. Tiré el martillo en la caja de herramientas, me senté en la chimenea, estiré las piernas y me miré la uña del pulgar. Se iba a poner morada. Lo sabía.
Ivy volvió a ponerse a barrer con movimientos lentos y acompasados… casi hipnotizantes. La música de Takata cesó y empezó a sonar la voz de un hombre odioso que gritaba cosas sobre coches y me incliné para apagar el aparato. Con el silencio se me relajaron los hombros. El ruido de la escoba era reconfortante y el jardín estaba en silencio, ya que los pixies se habían marchado a hacer cosas de pixies en el otro extremo del cementerio, sin duda.
Ivy se agachó y barrió las astillas y el polvo dentro del recogedor. Su pelo negro emitió reflejos plateados al ponerse bajo el sol. El plástico hizo un ruido suave al caer en la bolsa de basura. Se me vino a la cara una sonrisa irónica cuando empezó a barrer otra vez todo el suelo. Me puse de pie y empecé a colocar las herramientas en la caja para poder cerrarla. Se la devolvería a mi madre el domingo, cuando fuese a verla para mi cena postcumpleaños. No había forma de librarse. Solo esperaba que no hubiese invitado a nadie más con la intención de hacer de celestina. Quizá debería llamarla para decirle que iba a llevar a Ivy. Aquello le erizaría hasta las pestañas, pero luego pondría otro plato para Ivy, contenta de que estuviese con alguien.
—¿Cómo tienes el pulgar? —preguntó Ivy rompiendo el silencio.
—Bien. —Lo miré mientras me levantaba después de cerrar el pestillo de la caja de herramientas—. Odio cuando me ocurren estas cosas.
Ivy apoyó la escoba en la pared, junto a la puerta, y se acercó.
—Déjame ver.
Ansiosa por recibir algo de compasión, extendí el brazo y ella me agarró la mano.
Me estremecí, y cuando Ivy sintió mi escalofrío, miró a través del pelo que tenía delante de la frente, cubierto de oro.
—Deja de hacer eso —dijo con aire misterioso. Casi parecía enfadada.
—¿Por qué? —dije, apartando la mano—. Me has mordido. Sé lo que se siente y cómo te hace sentir a ti. Quiero establecer un equilibrio de sangre. ¿Por qué tú no?
La cara de Ivy reflejó una profunda sorpresa. Joder, hasta me había sorprendido a mí misma, y sentí un escalofrío de adrenalina bajo la piel a medida que se me aceleraba el pulso.
—¿Que yo te mordí? —dijo, impregnando de cólera sus palabras—. Prácticamente me sedujiste. Jugaste con casi todos mis instintos.
—Bueno… tú me diste el libro —le espeté—. ¿Esperas que me crea que no querías que lo hiciese?
Ella no dijo nada durante un rato; los ojos se le dilataban lentamente mientras permanecía bajo el sol. Yo contuve el aliento sin saber qué podría ocurrir. Si tenía que enfadarse por hablar conmigo, que se enfadase. Pero en lugar de cabrearse más, retrocedió un paso.
—No quiero hablar de eso —dijo. Yo iba a protestar, pero ella se giró y se desvaneció bajo la arcada.
—¡Eh! —exclamé, consciente de que era una mala idea seguir a un vampiro volador, pero ¿cuándo había hecho yo algo inteligente?
»Ivy —dije con voz quejumbrosa. La encontré en el fregadero de la cocina, frotando furiosamente. El olor intenso a limpiador lo invadía todo y sobre ella había una nube que brillaba bajo el sol. Debía de haber vaciado la mitad del bote—. Yo sí que quiero hablar de eso —dije, y ella me lanzó una mirada de repente que me dejó fría—. Ahora ya sé qué esperarme —añadí obstinadamente desde el pasillo—. No será tan malo.
—Tú no sabes lo malo que es —dijo ella, y luego abrió el grifo. Sus movimientos eran bruscos, casi de rapidez vampírica. Al darme cuenta de que le estaba bloqueando la salida, avancé furtivamente hacia la cocina y fingí coger una botella de agua. Tenía el pulso a mil. Cerré la puerta del frigorífico, abrí la tapa y bebí un sorbo.
—¿Con qué frecuencia necesitas sangre? —pregunté, y luego di un respingo cuando ella se dio la vuelta con las manos envueltas en un paño de cocina.
—Dicho así suena mal, Rachel —dijo con tono acusador. La inclinación de sus cejas mostraba que se sentía herida.
—No suena mal —protesté—. A eso voy. Tú necesitas sangre para sentirte bien contigo misma. Joder, yo necesito sexo al menos una vez a la semana si estoy saliendo con alguien que me importa, o si no me invade la idea de que el tío no me quiere, de que me está engañando o miles de ideas estúpidas sin fundamento. No tiene sentido, pero ahí está. ¿Por qué ibas a ser tú diferente? ¿Con qué frecuencia necesitas compartir sangre para sentirte segura y feliz?
El pelo le ocultaba el rostro enrojecido. Fíjate en eso. Después de todo, Ivy era tímida.
—Dos o tres veces a la semana —murmuró—. No es que necesite mucha cada vez. Es el acto, no el resultado. —Sus ojos errantes me miraron fijamente y me tocaron la fibra.
—Yo puedo hacerlo —dije con el corazón desbocado.
Puedo
, ¿
no
?
Ivy me miró fijamente. De repente se puso en movimiento y desapareció de la habitación.
—¡Ivy! —exclamé dejando la botella en la mesa y siguiéndola—. No te estoy pidiendo que me muerdas. ¡Solo quiero hablar! —Miré en su cuarto y en el baño al pasar y luego oí sus pasos en el santuario. Se marchaba. Típico—. Ivy… —le dije con un tono zalamero. Luego contuve el aliento cuando entré en el santuario y de repente me la encontré delante de mí.
Me detuve a trompicones y me fijé en su postura rígida y en sus ojos negros. Estaba forzando la situación y ambas lo sabíamos. Mi cicatriz de demonio me hacía cosquillas por las feromonas que ella estaba despidiendo y me vino a la memoria lo que había dicho Jenks sobre que era una yonqui de la adrenalina. Pero ¡maldita sea!, esto era lo máximo que había conseguido hacerle hablar en meses.
—Me estás siguiendo —dijo. La amenaza subyacente de su voz me hizo estremecer.
—Quiero hablar —dije—. Solo hablar. Sé que tienes miedo… ¡Eh! —grité cuando estiró el brazo y me empujó el hombro. Me di con la espalda en la pared y levanté la mirada. Ivy estaba justo delante de mí, con los ojos tan negros como la noche… y tan vivos como el sol.
—Tengo una buena razón para tener miedo —dijo moviéndome el pelo con su aliento—. ¿Crees que no te quiero morder? ¿Crees que no quiero llenarme de ti otra vez? Me quieres, Rachel, lo aceptes o no, y el amor sin exigencias es algo que raramente le toca a un vampiro. Me vuelve loca saber que estás ahí y que no puedo tenerte.
La miré fijamente. Se me aceleró el pulso y me fallaron las rodillas. Quizá había sido un error seguirla.
—Lo deseo tanto que hago daño a la gente para mantenerte a salvo y fuera de la cárcel —dijo Ivy—. Así que si no te muerdo, créeme, hay una razón.
Me empujó el hombro con más fuerza y se dio la vuelta.
Estupefacta, la vi marcharse. El sol que entraba por las vidrieras formaba puntos de color sobre ella cuando movía los brazos con rigidez. Me armé de valor y di un paso tras ella. Esta costumbre de huir de mis preguntas ya era vieja.
—Habla conmigo —le pedí—. Al menos ¿por qué no intentas encontrar un modo de hacer que esto funcione? ¡Podrías ser tan feliz, Ivy!
Ivy se detuvo delante del recibidor con la mano en la cadera mientras miraba la puerta. Permaneció así unos segundos y luego se giró lentamente. Delgada y tensa, era la viva imagen de la frustración contenida.
—No puedes detenerme —dijo sin más, y yo di un paso de protesta hacia delante—. Te subyuga el éxtasis y no eres capaz de mantenerte consciente y pararme si las cosas salen mal y, Rachel, a menos que mezcle el sexo con esto, las cosas irán mal. Así me hizo Piscary.
Parecía darse asco a sí misma, odiaba quién era y aquello me rompió el corazón. Tenía que demostrarle que se equivocaba. Respiré agitadamente y contuve el aliento.
—Ahora sé qué esperarme —dije con voz suave—. Fue la sorpresa. Puedo hacerlo mejor.
Inclinando la cadera, miró hacia su izquierda como buscando fuerzas. O quizá respuestas.
—Hacerlo mejor no te mantendrá con vida —dijo ella, y el sonido cáustico de su voz me dejó fría—. No lo llevas en tu interior. Tú misma has dicho que no quieres hacerme daño. Si me vuelves a dar tu sangre sin dejar que mis sentimientos por ti coarten mi sed, vas a tener que hacerme daño, porque la sed desangre se apoderará de mí y, llegada a ese punto, no soy capaz de parar. ¿Crees que puedes hacer eso?
Noté la boca seca y mis primeras palabras salieron con una voz ronca.
—Yo… —tartamudeé—, no tengo que hacerte daño para detenerte.
—¿Ah, no? —dijo. Dejó el bolso en el suelo y yo me quedé de piedra y con los ojos como platos—. Averigüémoslo.
Cuando dio un saltó, yo retrocedí. Jadeando, me lancé hacia ella y me aparté de la pared. Mi intención era adelantarme a ella. Si me pillaba era bruja muerta. Esto no era pasión. Era ira. Ira contra sí misma, quizá, pero ira al fin y al cabo.
Se me puso el corazón en un puño al sentir el golpe que se dio contra la pared en la que yo estaba antes apoyada. Me giré justo donde estaba. Volvía hacia mí, así que le agarré el brazo y se lo torcí para hacer palanca y hacerla caer. Ella se retorció para soltarse y me pareció oír que rodaba, así que me di la vuelta.
Pero fui demasiado lenta y contuve un grito cuando un brazo blanco me rodeó el cuello. Me atrapó la mano entre sus dedos y me dobló la muñeca hacia atrás hasta que me hizo daño. Dejé de resistirme, cautiva e incapaz de vencer sus movimientos vampíricos. Ya se había acabado, así de rápido. Ya me tenía.
—Hazme daño, Rachel —susurró mientras me acariciaba el pelo—. Demuéstrame que no tienes miedo de hacerme daño. Si no te educan diciéndote que eso es lo normal, es mucho más difícil de lo que crees.
No es que fuese masoquista, sino que era realista e intentaba hacérmelo entender. Asustada, luché para liberarme y el dolor me atravesó el hombro. Me estaba agarrando para limitar mis movimientos pero sin hacerme daño. Lo que me dolía era cuando intentaba soltarme, así que me quede quieta mirando fijamente la pared. Sentí el calor de su cuerpo en mi espalda y se me fueron agarrotando todos los músculos a medida que la sensación de cosquilleo que empezaba en el cuello iba descendiendo.
—Podemos compartir sangre sin amor, pero haciéndome daño —dijo Ivy acariciándome la oreja con su aliento—. Y podemos compartir sangre sin hacerme daño si me quieres. No hay punto medio.