Tu extraño catálogo de preguntas número dos lo dejo para el final. Prefiero saltar ahora mismo al presente.
¿Qué me falta, Leo? Me faltas tú. (Desde antes de saber que existías.)
¿Qué puedes hacer por mí? Estar ahí. Escribirme. Leerme. Pensar en mí. Acariciar mi punto de contacto.
¿Qué quiero hacer contigo, Leo? Eso depende de la hora del día. En general: tenerte en la cabeza. A veces, también debajo.
¿Qué quiero que seas para mí? Huelga la pregunta. Ya lo eres.
¿Cómo seguimos? Como hasta ahora.
¿Si quiero que sigamos? Sin falta.
¿Hacia dónde? Hacia ninguna parte. Simplemente, seguimos. Tú vives tu vida. Yo vivo mi vida. Y el resto lo vivimos juntos.
Diez minutos después
Fw:
Pues en ese caso ya no quedará mucho para «nosotros», querida mía.
Tres minutos después
Re:
Eso depende de ti, querido mío. Yo tengo grandes reservas.
Dos minutos después
Fw:
Reservas de vacío. No podré llenarlas, querida mía.
Cincuenta segundos después
Re:
Ni te imaginas lo que puedes llenar, querido mío, lo que puedes llenar y lo que has llenado ya. No lo olvides: dispones de armarios emocionales que pesan una tonelada. Lo único que tienes que hacer es ventilarlos de vez en cuando.
Quince minutos después
Fw:
Lo que me interesaría saber es lo siguiente: ¿ha cambiado algo para ti después de nuestras dos citas, Emmi?
Cuarenta segundos después
Re:
¿Para ti?
Treinta segundos después
Fw:
Primero tú: ¿para ti?
Veinte segundos después
Re:
No, tú primero: ¿para ti?
Un minuto después
Fw:
Está bien, primero yo. Pero antes debes contestarme las preguntas pendientes. Es una oferta justa, querida mía.
Cuatro horas después
Asunto: Catálogo de preguntas número dos
Está bien. Acabemos con esto:
1) ¿Por qué reanudé el contacto contigo después de Boston? ¿Que por qué? Porque los tres trimestres «Boston» fueron los tres peores trimestres desde la división oficial del año en cuatro trimestres. Porque el hombre de las palabras había salido subrepticiamente de mi vida sin decir palabra. Como un cobarde, por una puerta falsa en el correo saliente, cerrada con uno de los más crueles mensajes de la comunicación contemporánea. Aquellas palabras siguen acompañándome hasta ahora en mis sueños (y vuelven a aparecer en mi bandeja de entrada siempre que la tecnología nos juega una mala pasada): AVISO DE CAMBIO DE DIRECCIÓN, blablablá. Leo, nuestra «historia» no había acabado todavía. La huida nunca es el final, sólo su retraso. Tú lo sabes muy bien. De lo contrario, no me habrías contestado nueve meses y medio después.
2) ¿Qué pienso ahora de las circunstancias que condujeron a nuestra separación epistolar? ¿Qué pregunta es ésa, Leo? ¿Qué clase de circunstancias van a haber sido? El asunto conmigo se había vuelto demasiado para ti, demasiado o demasiado poco. Demasiado poco para tu inversión emocional, para tus gastos ilusorios. Demasiado para la ganancia práctica, para tus ingresos reales. La empresa Emmi dejó de ser rentable. Habías perdido la paciencia conmigo. Esas, querido Leo, fueron las circunstancias que condujeron a nuestra separación epistolar.
3) Aquí se pone muy interesante: ¿cómo pude perdonar a Bernhard? Leo, he leído esa pregunta por lo menos veinte veces. No la entiendo, de verdad. ¿QUÉ podría haber tenido que perdonarle? ¿Que sea mi marido? ¿Que haya sido un estorbo para nuestro amor epistolar? ¿Que a fin de cuentas te haya hecho huir por el hecho de existir? ¿A qué se refiere tu pregunta, Leo? Tienes que explicármelo.
4) Bueno, y para terminar: ¿cómo pude perdonarte a ti? ¡Ah…, Leo! Soy corruptible. Me mandas unos mensajes bonitos… y te lo perdono todo, hasta las pausas intencionadas de nueve meses y medio.
¡¡Ya está!!
Diez minutos después
Sin asunto
Bueno, querido mío, y ahora dime si ha cambiado algo para ti después de nuestras citas. (Y, desde luego, qué.) Un beso en la mejilla y un roce en el punto de contacto de la palma de la mano,
Emmi
A la tarde siguiente
Asunto: ¿Leo?
¿Leo?
A la mañana siguiente
Asunto: Toque de diana
¿Leo?
¿Leeeooo?
¿¿Leo eo eo eo eo eo eo eo eeeeeeeeeoooooooooo?? ¿¿¿Le e e e e e e e eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeooooooooooooooooooo???
Once horas después
Asunto: Cita
Querida Emmi:
¿Podemos volver a vernos? Tengo que decirte algo. Creo que es importante.
Diez minutos después
Re:
¡«Pam» está embarazada!
Tres minutos después
Fw:
No, Pamela no está embarazada. Pamela no tiene nada que ver con esto.
¿Tienes un momento mañana o pasado mañana?
Un minuto después
Re:
¡Qué dramático suena! Si es una buena noticia, la que de repente te ha entrado tanta prisa por darme personalmente: ¡sí, tengo «un momento»!
Dos minutos después
Fw:
No es una buena noticia.
Cuarenta segundos después
Re:
Entonces comunícamela por escrito. ¡Pero hazlo hoy mismo, por favor! Mañana me espera un duro día. Necesito dormir por lo menos un par de horas.
Dos minutos después
Fw:
Por favor, Emmi, es mejor que hablemos de esto con toda calma en los próximos días. Y ahora no te rompas la cabeza y ve a la cama, ¿sí?
Cuarenta segundos después
Re:
Leo, me gusta que me entretengan. Pero no con buenas palabras. No tú. No de esa manera. No diciéndome «No te rompas la cabeza y ve a la cama». ¡Así que habla de una vez!
Treinta segundos después
Fw:
Créeme, Emmi, no es un tema para el correo de las buenas noches. Es algo de lo que tenemos que hablar cara a cara. No importan unos días más o menos.
Cincuenta segundos después
Re:
¡¡¡L. L., A. A.!!!
(¡¡¡Leo Leike, acláralo ahora!!!)
Diez minutos después
Fw:
De acuerdo, Emmi: Bernhard sabe de nosotros. Al menos sabía de nosotros. Ésa fue la razón por la que me retiré.
Un minuto después
Re:
??? ¿Qué absurda afirmación es ésa, Leo? ¿Qué es lo que sabía Bernhard? ¿Qué había que saber? ¿Y por qué pretendes saberlo tú? Si alguien tenía que saberlo, creo que más bien era yo. Leo, me parece que estás obsesionándote con una estrafalaria teoría conspirativa. ¡Te ruego una aclaración!
Tres minutos después
Fw:
¡Pregúntale a Bernhard, Emmi! ¡HABLA CON ÉL, POR FAVOR! No soy yo quien debe aclarar este asunto, sino él. Yo no sabía que él nunca te lo había dicho. No podía imaginarlo. No quería admitirlo. Pensaba que simplemente no querías hablar conmigo de ello. Pero por lo visto no lo sabes. Hasta ahora no te lo ha dicho.
Dos minutos después
Re:
Empiezo a estar preocupada por ti, Leo. ¿Desvarías? ¿En qué han venido a parar tus fantasías? ¿Por qué diablos debería hablarle a Bernhard de ti? ¿Qué quieres que le diga? «Bernhard, tenemos que hablar. Leo Leike dice que tú sabes de él. De él y de mí, para ser exactos. ¿Que quién es Leo Leike? Pues no lo conoces. Es un hombre al que ni yo misma había visto nunca y del que jamás te he hablado. De modo que no puedes conocerlo de nada. Sin embargo, él insiste en que sabes de él, de nosotros…» ¡Haz el favor de controlarte, Leo, estás poniéndome nerviosa!
Un minuto después
Fw:
El leyó nuestros mensajes. Después me escribió pidiéndome que quedara de una vez contigo y luego te dejara en paz para siempre. Por eso acepté el empleo en Boston. En resumidas cuentas, eso fue lo que ocurrió. Habría preferido decírtelo personalmente.
Tres minutos después
Re:
No. Imposible. Bernhard no es así. Jamás haría algo semejante. Dime que no es cierto. No, no puede ser. Leo, no tienes idea de la que estás armando. Mientes. Estás destruyéndolo todo. Es una calumnia terrible. Bernhard no se lo merece. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué arruinas todo lo que hay entre nosotros? ¿Es un farol? ¿O una broma? ¿Qué clase de broma?
Dos minutos después
Fw:
Querida Emmi:
Ya no se puede dar marcha atrás. Me odio a mí mismo por esto, pero sólo había dos posibilidades. O la retirada y el silencio de por vida. O la verdad. Demasiado tarde. Imperdonablemente tarde. Es imperdonable, lo sé. Te envío adjunto el mensaje que Bernhard me mandó hace ya más de un año, el 17 de junio, justo después del «colapso» que sufrió durante las vacaciones con los niños en el Tirol.
Asunto: Para el señor Leike
Distinguido señor Leike:
Me cuesta un gran esfuerzo escribirle. Le confieso que me avergüenza hacerlo, y con cada línea será mayor el bochorno que yo mismo me cause. Soy Bernhard Rothner, creo que no hace falta que me presente con más detalles. Señor Leike, me dirijo a usted para pedirle un favor muy grande. Sé que cuando le diga de qué se trata se quedará atónito o incluso escandalizado. A continuación intentaré explicarle los motivos. No soy un excelente escritor. Lamentablemente no lo soy, pero me esforzaré por expresar en esta forma desacostumbrada para mí todo lo que me tiene preocupado desde hace meses, lo que poco a poco ha ido alterando mi vida, la mía y la de mi familia, también la de mi mujer, cosa que creo poder juzgar bien después de todos los años que hemos vivido en armonía. El favor que quería pedirle es que se encuentre usted con mi mujer, señor Leike. ¡Hágalo de una vez, por favor, para que acabe esta pesadilla! Somos personas adultas, no puedo exigirle nada. Tan sólo puedo rogarle encarecidamente que se encuentre con ella. Mi inferioridad y mi debilidad me hacen sufrir. No sabe lo humillante que es para mí redactar estas líneas. Usted en cambio no ha mostrado ni la más mínima flaqueza, señor Leike. No tiene nada que reprocharse. Y yo tampoco, desgraciadamente. Desgraciadamente, yo tampoco tengo nada que reprocharle. A un fantasma no se le puede reprochar nada. Usted no es concreto, señor Leike, no es tangible, no es real, es tan sólo una fantasía de mi mujer, ilusión de dicha infinita de los sentimientos, éxtasis apartado de la realidad, una utopía de amor hecha de letras. Contra eso no puedo hacer nada, tan sólo esperar a que el destino sea clemente y acabe convirtiéndolo en una persona de carne y hueso, en un hombre de perfiles definidos, con virtudes y defectos, con puntos sensibles. Hasta que mi mujer no pueda verlo a usted como me ve a mí, como un ser vulnerable, una criatura imperfecta, un ejemplar de la defectuosa especie humana, hasta que no se encuentre usted con ella cara a cara no dejará de ser superior. Sólo entonces tendré la posibilidad de plantarle cara, señor Leike. Sólo entonces podré luchar por Emma.
«No me obligues a hojear mi álbum familiar, Leo», le escribió una vez mi mujer. Pues, en lugar de ella, ahora soy yo quien se ve obligado a hacerlo. Cuando nos conocimos, Emma tenía veintitrés, yo era su profesor de piano en el conservatorio, catorce años mayor que ella, bien casado, padre de dos hijos encantadores. Un accidente de tráfico redujo nuestra familia a un montón de escombros: el pequeño de tres años, traumatizado; la mayor, gravemente herida; yo, con daños permanentes; la madre de los niños, Johanna, mi mujer, muerta. Sin el piano me habría hundido. Pero la música es vida, mientras suene nada muere para siempre. Cuando se es músico y se toca un instrumento, los recuerdos se viven como si fueran hechos inmediatos. Eso me levantaba la moral. También estaban mis alumnos y mis alumnas, tenía una distracción, una tarea, un sentido. Pues sí, y de repente estaba… Emma. Aquella joven vivaz, dinámica, descarada, preciosa, empezó a recoger nuestras ruinas por sí misma, sin esperar nada a cambio. Esas personas excepcionales vienen al mundo para combatir la tristeza. Son muy pocas. No sé qué habré hecho para merecerla, pero de pronto la tenía a mi lado. Los niños la recibieron con los brazos abiertos, sí, y yo me enamoré perdidamente de ella.
¿Y ella? Ahora, señor Leike, se preguntará usted: pues bien, ¿y Emma? ¿Es posible que esa estudiante de veintitrés años también se haya enamorado del caballero de la triste figura que frisaba en los cuarenta y por aquel entonces sólo vivía de teclas y tonos? Esa es una pregunta que no puedo responder, ni a usted ni a mí mismo. ¿Hasta qué punto fue sólo la admiración por mi música (en aquel tiempo yo tenía mucho éxito, era un concertista de piano muy aplaudido)? ¿Cuánto había de compasión, simpatía, deseos de ayudar, capacidad de estar ahí en los momentos difíciles? ¿Cuánto le recordaba yo a su padre, muerto prematuramente? ¿Cuánto se había encariñado con la dulce Fiona y el adorable Jonas? ¿En qué medida era mi propia euforia la que en ella se reflejaba, en qué medida amaba solamente mi inagotable amor por ella y no a mí? ¿Hasta qué punto disfrutaba con la seguridad de que yo jamás la decepcionaría a causa de otra mujer, con la lealtad de por vida, con mi eterna fidelidad, de la que podía estar segura? Créame, señor Leike, nunca me habría atrevido a acercarme a ella si no hubiese notado que me demostraba un cúmulo de sentimientos tan intensos como yo a ella. De manera patente se sintió atraída por mí y por los niños, quiso formar parte de nuestro mundo, llegó a formar parte de nuestro mundo, una parte fundamental, decisiva, el centro mismo. Dos años más tarde nos casamos. De eso hace ya ocho años. (Perdón, acabo de estropear su jueguecito, he desvelado uno de los tantos secretos: la «Emmi» que usted conoce tiene treinta y cuatro años.) No había día que no me asombrara de tener a mi lado a aquella belleza joven y vital. Y todos los días temía que «ocurriera», que viniese uno más joven, uno de sus muchos pretendientes y admiradores. Y Emma diría: «Bernhard, me he enamorado de otro. ¿Qué hacemos?». Ese problema no apareció. Llegó uno mucho peor. Usted, señor Leike, el silencioso «mundo exterior». Ilusiones de amor por correo electrónico, sentimientos que se intensifican sin cesar, ansia creciente, pasión insatisfecha, todo encaminado a un objetivo que sólo es real en apariencia, un objetivo supremo que se aplaza una y otra vez, la cita de las citas que nunca tendrá lugar, porque superaría la dimensión de la dicha terrenal, la satisfacción absoluta, sin punto final, sin fecha de caducidad, que tan sólo puede vivirse en la mente. Contra eso no puedo hacer nada.