Desde que usted «existe», señor Leike, Emma parece otra. Está ausente y distante conmigo. Se pasa horas y horas en su habitación con los ojos clavados en el ordenador, en el cosmos de sus sueños dorados. Vive en su «mundo exterior», vive con usted. Desde hace tiempo, cuando sonríe radiante, ya no es a mí a quien sonríe. A duras penas consigue ocultar su distracción ante los niños. Me doy cuenta de lo mucho que se esfuerza por quedarse más tiempo conmigo. ¿Sabe cómo duele eso? He intentado superar esta fase con mucha tolerancia. Siempre he procurado que Emma no se sintiese encerrada. Entre nosotros nunca hubo celos. Pero de repente ya no supe qué pensar.
Pues no había nada ni nadie, ninguna persona real, ningún problema real, ningún cuerpo extraño evidente… hasta que descubrí la causa. Se me cae la cara de vergüenza por haber tenido que llegar a tal extremo: registré la habitación de Emma. Y finalmente, en un cajón oculto encontré una carpeta, una gruesa carpeta repleta de papeles: su correspondencia completa con un tal Leo Leike, impresa con mucho esmero, página por página, mensaje por mensaje. Fotocopié esos textos con las manos temblorosas y durante unas semanas logré mantenerlos lejos de mí. Pasamos unas vacaciones espantosas en Portugal. El pequeño enfermó y la mayor se enamoró locamente de un profesor de surf. Mi mujer y yo estuvimos los dos callando sobre el tema, pero cada uno procuraba hacerle creer al otro que todo estaba perfectamente, como siempre, como debía ser, como nos mandaba la costumbre. Entonces no aguanté más. Me llevé conmigo la carpeta a las vacaciones en la montaña… y en un ataque autodestructivo y masoquista leí todos los mensajes en una noche. Desde la muerte de mi primera mujer no sufría un tormento semejante, créame. Tras concluir la lectura, no volví a levantarme de la cama. Mi hija avisó al servicio de socorro. Me llevaron al hospital, de donde mi mujer me recogió anteayer. Ahora ya conoce usted la historia completa.
¡Por favor, señor Leike, encuéntrese con Emma! Aquí llego al máximo de mi miserable humillación: ¡sí, encuéntrese usted con ella, pase una noche con ella, haga el amor con ella! Sé que querrá hacerlo. Se lo «permito». Le doy carta blanca, por la presente le libro de todos los escrúpulos, no lo consideraré infidelidad. Sé que Emma no sólo busca la intimidad espiritual con usted, sino también la física, ella pretende «saberlo», cree que lo necesita, lo anhela. Ése es el deseo irresistible, la novedad, la variación que yo no puedo darle. Con todos los hombres que han admirado y deseado a Emma, no me habría llamado la atención que se sintiera sexualmente atraída por alguno de ellos. Luego veo los mensajes que le escribe a usted. Y de repente comprendo lo intenso que puede ser su deseo si es despertado por el hombre «indicado». Usted, señor Leike, es su elegido. Y yo casi desearía que hiciera el amor con ella alguna vez.
¡
UNA VEZ (se lo pido con insistentes mayúsculas, como lo hace mi mujer), UNA VEZ, TAN SÓLO UNA! Deje que se cumpla el objetivo de su pasión escrita. Póngale el punto final. Corone su correspondencia… y después interrúmpala. ¡Devuélvame a mi mujer, hombre del exterior, hombre intangible! Libérela. Tráigala de vuelta a la realidad. Deje que nuestra familia siga existiendo. No lo haga por mí ni por mis hijos. Hágalo por Emma. ¡Se lo ruego!
Así llego al final de mi bochornoso y mortificante grito de socorro, de mi atroz petición de gracia. Un último favor, señor Leike. No me delate. Déjeme fuera de la historia de ustedes dos. He abusado de la confianza de Emma, la he engañado, he leído su correo privado, íntimo. Ya he pagado por ello. No podría mirarla más a los ojos si ella supiera de mi espionaje. Y ella no podría volver a mirarme nunca a los ojos si supiera lo que he leído. Se odiaría a sí misma y también me odiaría a mí. Por favor, señor Leike, ahórrenos eso. Ocúltele este mensaje. Una vez más: ¡se lo ruego!
Ahora le envío a usted la carta más espantosa que he escrito en mi vida.
Muy atentamente,
Bernhard Rothner
Tres días después
Asunto: ¿Emmi?
¿Emmi?
(No espero respuesta a esta pregunta. Sólo quiero comunicarte que me la planteo sesenta segundos por minuto.)
Dos días después
Sin asunto
Quizá me desprecias por cada una de las palabras que te he escrito. Quizá me odias por cada una de las letras que sigo enviándote. Pero no puedo evitarlo. ¿Cómo estás, Emmi? Me gustaría mucho estar ahí cuando me necesites. Me gustaría mucho hacer algo útil por ti. Me gustaría mucho saber qué piensas y qué sientes. Me gustaría mucho compartir tus pensamientos y tus sentimientos. Me gustaría mucho descargarte de la mitad de todo, por muy desagradable que sea.
Dos días después
Sin asunto
¿Quieres que deje de escribirte?
Un día después
Sin asunto
¿Qué significa esto, Emmi? Significa que:
—ni tú misma sabes si quieres que te escriba,
—te da igual que te escriba o no,
—definitivamente no quieres que te escriba,
ya no lees mis mensajes.
Tres días después
Asunto: Viento del norte
De acuerdo, Emmi, lo he entendido, no te escribiré más. En caso de (…) viento del norte (…), ya sabes (…) siempre. ¡Siempre, siempre, siempre, siempre, siempre!
Un abrazo,
Leo
Cinco horas después
Re:
Hola, Leo.
¿Ya estás durmiendo?
Tres minutos después
Fw:
¡¡¡EMMI!!! ¡¡¡GRACIAS!!!
¿Cómo estás? ¡Dímelo, por favor! No pienso en nada más. Debería terminar un informe de investigación, pero llevo horas sentado frente a la pantalla, con los ojos clavados en el sobrecito de la barra de tareas, esperando un milagro de cuatro letras. Ha ocurrido. Todavía no me lo creo. EMMI. ¡Estás ahí otra vez!
Treinta segundos después
Re:
¿Puedo ir a tu casa?
Un minuto después
Fw:
¿Cómo dices, Emmi? ¿He leído mal? ¿Quieres venir «a mi casa»? ¿Al ático 15? ¿Por qué? ¿Cuándo?
Veinte segundos después
Re:
Ahora.
Cincuenta segundos después
Fw:
Querida Emmi:
¿Lo dices en serio? ¿Estás mal? ¿Quieres desahogarte? Claro que puedes venir. Pero son las dos de la mañana. ¿No sería mejor que nos veamos mañana? Así tendremos más tiempo y la cabeza más despejada. (Al menos yo.)
Veinte segundos después
Re:
¿Puedo ir? ¿Sí o no?
Un minuto después
Fw:
Parece una amenaza, pero sí, claro que sí, Emmi, puedes venir.
Treinta segundos después
Re:
¿Tienes
whisky
o llevo uno yo?
Cuarenta segundos después
Fw:
Tengo tres cuartos de botella. ¿Te basta? Oye, Emmi, ¿por casualidad no quieres decirme de qué humor estás? Sólo para poder prepararme.
Veinte segundos después
Re:
Lo verás enseguida. ¡Hasta ahora!
Cuarenta segundos después
Fw:
¡Hasta ahora!
A la tarde siguiente
Asunto: Fondo
Querida Emmi:
No creo que hoy estés mejor, ni mejor que ayer ni mejor que yo. Las heridas no duelen menos cuando te obsesionas con repartirlas entre sus posibles causantes. Después de hacerle pagar algo a alguien, siempre te vuelves todavía más pobre de lo que eras. Tu impetuosa actuación, la negación de tu timidez, el desmentido de tu inseguridad, tu «arrebatador deseo», al que yo —como tú bien sabías— no querría ni podría resistirme, tu plan perfectamente ejecutado, tu manera de llevarme al extremo y dejarme caer, como si la intimidad fuese lo menos valioso del mundo, tu partida bien calculada, tu profesional desaparición: todo eso no fueron represalias, fue una única acción desesperada. Tus miradas posteriores querían decir: «Esto es lo que querías desde el principio. Pues ya lo tienes». No, no era eso lo que yo quería, ¡y tú lo sabes! Nunca habíamos estado tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Tocamos fondo. No puedes engañarme, Emmi. No eres la mujer superior, poderosa, audaz, capaz de convertir de ese modo las ofensas en victorias. En realidad sólo me has castigado con tu silencio. Lo que hasta ahora nos había unido y comprometido eran… palabras. Si todavía te importa algo de mí, Emmi, ¡háblame!
Leo
Tres horas después
Re:
¿Quieres palabras? De acuerdo, aún me quedan unas cuantas. Te las regalo, a mí ya no me sirven para nada. Tienes razón, Leo. Quería demostrárselo a Bernhard. Quería demostrártelo a ti. Y quería demostrármelo a mí. Ahora ya lo sé: soy capaz de engañar. Es más, soy capaz de engañar a Bernhard. Es más, soy capaz de engañar a Bernhard CONTIGO. Es más, mi mayor hazaña ha sido engañarme a la vez a mí misma, sí, tal vez eso sea lo que mejor sé hacer. Por cierto, gracias por haberte prestado al «juego». Sé que no fue tu desenfreno, Leo, fue tu compasión. Me habías ofrecido descargarme de la mitad de mis sentimientos. Anoche lo hiciste admirablemente, considerando lo tensa que era la situación. Las camas compartidas son menos camas. Las penas compartidas son más penas.
Tienes razón, Leo. Hoy no estoy mejor. Estoy más jodida que nunca.
No te puedes imaginar lo que me habéis hecho «vosotros dos», Leo. Estoy perdida y vendida. Mi marido y mi amante virtual sellaron un pacto a mis espaldas: para que uno pudiera conocerme personalmente, el otro, por excepción, hacía la vista gorda; después uno desaparecía para siempre, para que el otro pudiera quedarse conmigo para siempre.
Uno me restituye como un objeto perdido a mi marido, mi legítimo propietario. El otro me permite a cambio «el encuentro tangible»: una aventura sexual con una fantasía de amor antes sólo virtual, por así decir, a modo de gratificación. Un justo reparto, una perfecta separación, un pérfido plan. Y la débil mental de Emmi, tan sometida a la familia como dominada por el espíritu aventurero, jamás se enterará de nada. ¡Ayayay! Leo, aún no sé lo que significará esto para Bernhard y para mí. Probablemente tú tampoco llegues a saberlo. ¿Y qué significa para «nosotros dos»? Eso sí puedo decírtelo ahora mismo. Y a ti, quien se suponía que era capaz de leer como nadie lo más íntimo de mis pensamientos, a ti no te podía caber la menor duda, ¿no es así? No seas ingenuo, Leo. No hay ningún «milagro de cuatro letras». Sólo hay una consecuencia lógica de tres letras. Tantas veces hemos temblado de pensar en ella… Tanto tiempo la hemos aplazado, disimulado y evitado… Ahora nos ha salido al encuentro y me toca a mí anunciarla: FIN.
Tres meses después
Asunto: Sí, soy yo
Hola, Leo.
La cuidadora diplomada de mi deteriorada psique piensa que podría preguntarte alguna vez cómo te va. Pues bien, ¿cómo te va? ¿Qué recado le doy a la atenta terapeuta? ¿AVISO DE CAMBIO DE DIRECCIÓN…? No, ¿verdad? Saludos,
Emmi
Tres días después
Asunto: Otra vez yo
Hola, Leo.
Acabo de leerle por teléfono a mi terapeuta el mensaje que te envié el martes. Me ha dicho que no me sorprenda si no recibo respuesta. Yo le he contestado que no me sorprendía.
—Pero usted quiere saber cómo está —ha replicado ella.
—Sí.
—Entonces debe preguntárselo de tal modo que exista alguna posibilidad de llegar a saberlo.
—Ya. ¿Y cuál sería la mejor manera de preguntarlo?
—Amablemente.
—Pero yo no me siento amable.
—Claro que sí, se siente más amable de lo que está dispuesta a admitir. Lo que pasa es que no quiere que él piense que se siente amable.
—Me da igual lo que él piense.
—Eso no se lo cree ni usted.
—En eso tiene razón. Es usted una buena conocedora de la naturaleza humana.
—Gracias, es mi trabajo.
—Y bien, ¿qué debo hacer?
—En primer lugar, haga lo que crea que es bueno para usted. En segundo lugar, pregúntele amablemente cómo está.
Cinco minutos después
Asunto: Yo por segunda vez
Hola, Leo.
Ahora, muy amablemente: ¿qué tal? Puedo ser más amable todavía: hola, Leo, ¿cómo estás? Hasta es posible un mayor incremento de la amabilidad: querido Leeeo, ¿cómo estááás?, ¿cómo has pasado las Navidaaades?, ¿cómo has empezado el aaaño?, ¿qué es de tu viiida?, ¿cómo va el amooor?, ¿cómo le va a «Pam», perdón, a Pameeela? Saludos sumamente cordiales, Emmi
Dos horas después
Asunto: Yo por tercera vez
Hola, Leo.
De nuevo yo. Olvida los disparates que te he hecho leer hace un rato, por favor. Pero ¿quieres que te diga algo? (Ésta es una de mis citas de Leo predilectas. Siempre te imagino diciéndolo completamente borracho.) ¿Quieres que te diga algo? ¡Escribir me hace muy bien! Mañana le diré a mi terapeuta que te he escrito, que escribir me hace muy bien.
—Pero ésa es una verdad a medias —replicará ella.
—¿Cuál sería toda la verdad?
—Usted debería haber escrito, como corresponde: «EscribirTE me hace muy bien».
—Es que no le escribo a nadie más. Así que si escribo que escribir me hace muy bien, me refiero automáticamente a que escribirle A ÉL me hace muy bien.
—Pero él no lo sabe.
—Claro que sí, él me conoce.
—Me sorprendería. Ni usted misma se conoce, por eso está aquí.
—¿Cuáles eran sus honorarios por esta clase de ofensas?
Leo, todo lo que me rodea está cambiando, sólo estas letras siguen siendo las mismas. Me hace bien aferrarme a ellas. Tengo la sensación de que al menos así soy fiel a mí misma. No hace falta que me contestes. Creo que incluso es mejor que no lo hagas. Perdimos nuestro tren, «Boston» (y el momento en que llegó) me echó del tren con un año de retraso. Estoy sentada en un compartimento oscuro de un vagón completamente nuevo y primero intento orientarme. No tengo idea de adónde voy, las estaciones aún no están indicadas, incluso la dirección es imprecisa. Al mirar por la ventanilla de cristales empañados, por donde va pasando el paisaje, me gustaría poder decirte de vez en cuando si reconozco algo y qué podría ser. ¿Te parece bien? Sé que mis impresiones están a buen recaudo en tus manos. Y si alguna vez quieres contarme de tu viaje personal en el expreso de «Pam», te escucharé. Bueno, entonces hasta luego y abrígate bien, parece que está volviendo el invierno. La corriente de aire frío entumece el cuello y achica el campo visual. Sólo se mira hacia delante el supuesto destino, y no a los costados, donde pasan los momentos por los que merece la pena pagar el viaje. Emmi